Los Mundiales relucen nuestras obsesiones: de repente podemos recordar un detalle de un partido insignificante jugado hace 24 años. El martes pasado, en un bar de moda de una calle de moda, Pokrova, a 40 minutos a pie de un lugar de Moscú que no es una moda sino el icono de Rusia desde hace 500 años, el espacio que componen la Plaza Roja, el Kremlin y las cúpulas bulbosas de la catedral de San Basilio, me acordé de un párrafo escrito por un periodista argentino en Detroit, el polo automotriz de Estados Unidos, durante el Mundial 94.

Estados Unidos comenzó a jugar el Mundial que organizaba con un empate 1 a 1 ante Suiza en el estadio techado de Detroit. Lo que evoqué cuando comenzaba a mirar por televisión el primer tiempo que Rusia y Egipto jugaban en San Petersburgo, rodeado de moscovitas sin cotillón mundialístico, en uno de esos pubs donde uno imagina que puede estar el hijo de uno de los 66 billonarios que viven en Moscú, fue un recorte de Clarín del día siguiente a aquel 1 a 1. No era un texto principal, sino una apostilla perdida en un recuadro, e informaba que los hinchas no se habían retirado del estadio, una vez terminado el partido, porque esperaban que hubiera un equipo ganador. 

Los estadounidenses, forjados en el béisbol, el fútbol americano, el hockey sobre hielo, el básquet, el tenis o cualquier otro juego o pasatiempo en los que hay ganadores y perdedores, desconocían al empate –ese limbo del fútbol– como un resultado válido. Desde los parlantes del estadio, explicaba el párrafo, les dijeron que debían retirarse, que el espectáculo había terminado. Recién entonces, desconcertados, con sabor a pan duro, dejaron el lugar.

Si en Moscú me acordé de Detroit, cuando los televisores mostraban los primeros minutos de Rusia-Egipto, fue porque tomé nota que éste de Rusia, como aquel de Estados Unidos (y podríamos sumarle el de Japón, donde prevalece el béisbol), cumple la rareza de ser uno de los pocos Mundiales que se juega en un país donde el fútbol no es el deporte más popular. En India es el cricket, en China el tenis de mesa, en Nueva Zelanda el rugby, en Islandia el handball, en Lituania el básquetbol, en Bután la arquería y en Rusia los chicos quieren ser como Aleksandr Ovechkin, el rockstar deportivo del país, figura de los Washington Capitals, de la NHL. “Hockey es hockey, no hace falta explicar que es sobre hielo. Problema de ustedes si tienen otros hockey”, me dijo Igor, mitad en serio, mitad riéndose, uno de los tres moscovitas con los que compartí mesa para ver el segundo partido de Rusia en el Mundial.

–Si también le ganan a Egipto, ¿habrá bocinazos en la calle?, –le pregunté a Svetlana–.

–No, –me respondió, directa como un chupito de vodka–.

También estaba Yelena. Los tres tenían una curiosidad real por el Mundial, incluso un entusiasmo naciente, aunque de fútbol sabían algo, poco o nada. Por supuesto, es una postal que en los Mundiales también ocurre en Argentina, independientemente del sexo y la nacionalidad. Mi mujer, Estefi, me contó desde Buenos Aires que vio el debut contra Islandia con un par de amigas, una de las cuales no sabía que los equipos cambiaban de lado en el entretiempo, o que el Ronaldo actual ya no es el brasileño de hace unos años, sino un jugador portugués. Me hizo acordar al relato de un amigo, Esteban, cuya abuela, cuando comenzaba Argentina-Corea del Sur en Sudáfrica 2010, preguntó cuáles eran los coreanos.

La pasamos bien con Igor, Svetlana y Yelena. Fue una diversión sobria. Mi ignorancia en literatura rusa (para su horror, y para el posterior mío, yo no sabía quién era Mijail Bulgákov ni había escuchado nombrar a su novela más famosa, “El Maestro y Margarita”) hacía contrapeso con su falta de cultura futbolística.

–¿Qué pasa si un partido termina en empate?, –me preguntó Yelena, como si fuera uno de los miles de estadounidenses que no querían dejar el estadio de Detroit, 24 años atrás–.

–Cada equipo suma un punto, –le expliqué–.

–¿Por qué Salah, Maradona y Messi usan la 10?, –observó Svetlana–.

–Porque los mejores suelen elegir ese número, aunque hay excepciones. Cristiano tiene la 7.

–¿Y los arqueros usan la 10?, –repreguntó, imagino, con la lógica de hockey–.

–No.

Cuando Ahmed Fathi, un egipcio, convirtió el gol en contra que abrió el triunfo ruso, Igor me preguntó si lo iban a expulsar del equipo. “No”, lo tranquilicé.

A los goles de Rusia le siguieron, inevitablemente, los memes en sus celulares. Los bigotes mostacholes del entrenador ruso, Stanislav Cherchesov, dan para cosas muy divertidas. Los creativos de las redes rusas, cuando el partido estaba 3–0, no tardaron cinco minutos en soltar un Mohamed Salah vestido de policía ruso: “No se preocupen, ya arreglamos el triunfo 5–0”, decía el falso egipcio reconvertido en local.

La comida no era especialmente rica, pero estaba bien, y recordé la frase que cinco días atrás me había dicho Serguéi, un ruso de Saransk, una ciudad de provincias, 600 kilómetros al este de Moscú, la sede más pequeña del Mundial, adonde había ido para cubrir el debut de Perú para la agencia DPA. A falta de hoteles, en medio de una procesión de peruanos por la estepa rusa tan alucinante como si 25.000 mil rusos llegaran a Formosa, muchos debimos alquilar departamentos particulares. A la mañana siguiente de mi arribo, Serguéi, un vecino del edificio en el que dormí, me tocó la puerta para invitarme a subir al séptimo piso y desayunar junto a su familia, su esposa y sus dos hijos, de 9 y 5 años. Ninguno de ellos hablaba inglés, pero llenamos el silencio mediante el traductor de Google, sonrisas afectuosas, algunas imágenes universales y un desayuno fuerte. Entonces Serguéi me escribió en su celular la frase que más recordaré de este Mundial: “Un proverbio ruso dice que si la comida es rica, estamos felices”. Me dieron ganas de abrazarlo pero acá no se puede –o no se suele hacer–. Sólo recuerdo haber visto abrazos entre rusos en el bar de la calle Pokrova, el martes, cuando dos amigos se estrecharon, aunque fuera durante un segundo, después de cada gol que Rusia le convertía a Egipto.

A los rusos que les pregunté por el estereotipo que los occidentales tenemos de ellos, que son fríos y distantes (un prejuicio originado en las películas y series de Estados Unidos), me miraron asombrados, con una reacción tan sorprendida como si a los argentinos nos preguntaran por las playas caribeñas del Partido de la Costa. Svetlana, Yelena e Igor, mientras su selección ya estaba a punto de sumar su segundo triunfo consecutivo, también rechazaron esa imagen.

–No somos fríos, somos amigables, solidarios, tenemos un sentido de comunidad, no es una cultura en base a la personalidad, –dijeron a coro–.

Sí, en cambio, reconocieron que la gente suele vivir más preocupada que en otros países (“hay estudios internacionales que confirman que nos relajamos poco, pero es un comportamiento que viene de la Unión Soviética, de una época en que había mayor cultura de trabajar que de hablar”) y que, también, los rusos tienen un semblante facial más serio, como de sonrisas en cuotas, acaso la consecuencia de un proverbio soviético que decía: “Si estás riendo sin una razón, sos un idiota”.

–Somos como un coco –me dijo Svetlana–. De afuera parecemos duros. Pero una vez que nos abres, fluimos como el agua.

Afuera del bar de moda de la calle Pokrova, Moscú era una fiesta de latinoamericanos en el Dineylandia del fútbol, los Mundiales: además de argentinos, mexicanos, brasileños, peruanos y colombianos. Svetlana, confesó, ya extrañaba a los coloridos mexicanos, que después de su triunfo ante Alemania en el Luzhniki habían partido hacia Rostov para ver el partido que hoy jugarán contra Corea del Sur. Cuando comenzó el Mundial, me dijo Igor, los rusos se preguntaban por qué país iban a hinchar. No es que le soltaran la mano a su propia selección, pero sí les daban pocas o ninguna chance a pasar a la segunda etapa, así que de antemano preferían elegir un segundo equipo. Los titulares del Moscow Times en la mañana del debut habían sido categóricos: “En declive y sin experiencia: por qué Rusia está condenada a fracasar”, “La peor generación de la historia del fútbol ruso” y “Rusia podría ser el primer país desde 1930 en no pasar la instancia de grupos” (lo cual era falso porque le ocurrió a Sudáfrica en 2010).

Tanto escepticismo, y la ausencia de estrellas internacionales, también explica por qué el fútbol despierta menos atención que el hockey –que además tuvo durante décadas, en la época soviética, un componente político cuando la selección enfrentaba a Estados Unidos, partidos convertidos en brazos deportivos de la Guerra Fría–. La cultura del fútbol se evaporó en las últimas décadas en Rusia, en especial desde la disolución de la Unión Soviética. Atrás quedaron muy buenos equipos, siempre competitivos, incluso alguna vez campeón de la Eurocopa, en los que jugaban futbolistas que los fanáticos argentinos nos sabemos de memoria: Lev Yashin, Rinat Dassaev, Oleg Blojín, Igor Belanov, Oleg Protasov e incluso el técnico Valeri Lobanovoski.

“Pero con la disolución de la Unión Soviética –me dijo Svetlana–, y con la crisis de los 90, el fútbol dejó de promoverse y fue cayendo. Primero la selección comenzó a quedar eliminada muy rápido en los Mundiales y después ya dejó de clasificarse. Y si no hay expectativas, no hay nada”. Aun a riesgo de caer en un análisis sociológico barato, en los 10 días que llevo en Rusia no vi a ningún chico jugando al fútbol. No vi, tampoco, canchas de fútbol 5 para que se descarguen los cuarentones panzones. Cuando les pregunté a mis compañeros de mesa qué deportes practicaban, todos me respondieron con actividades individuales: esquí, running, skate. “El deporte en las escuelas del interior ruso es el esquí de base”, me dijeron entre vasos de cerveza y de té, que se entremezclan, una copa tras otra, no importa que sean las 12 de la noche. 

En las pantallas de los vagones de subte de Moscú, los partidos del Mundial se televisan en directo ante una mayoritaria indiferencia de los moscovitas, a quienes incluso no vi prestarles atención al debut de su equipo contra Arabia Saudita. Sin embargo, algo pareció cambiar después del 5 a 0 contra los saudíes y del 3–1 contra los egipcios. En contraste con el desinterés que les despertaba su selección hasta hacía pocos días, con la poca tradición de fútbol en los últimos años y con su estereotipo de gente fría, una ola de festejos empezó a cubrir el país, como si los locales se hubiesen contagiado del desborde latinoamericano. “Le hemos devuelto la fe en el fútbol a los rusos. Hace poco había un ateísmo futbolero. ¿Quién lo habría creído un día antes del Mundial?”, publicó el diario “Sport Express”.

Cuando salimos del bar y empezamos a caminar por Pokrova hacia el subte, varios rusos ondeaban banderas y algunos tocaban las bocinas de sus autos para festejar la primera clasificación a octavos de final desde México 1986, cuando todavía existía la Unión Soviética. En otros puntos de Moscú y de San Petersburgo, leí al día siguiente, se formaron caravanas. Lo que Svetlana había considerado imposible dos horas atrás, estaba ocurriendo. No sé cuál era el segundo equipo que ella, Igor y Yelena habían elegido antes del Mundial, pero en ese momento yo decidí tener el mío: también hincharé por Rusia, aunque no sepan de fútbol –o tal vez por eso–.