Nizhni Novgorod. Minuto 53 de partido. Con el partido sin goles Willy Caballero recibe el pase atrás de Mercado y al querer devolverle la pelota por encima del cuerpo del croata Rebic se equivoca. La pelota le queda perfecta para que el delantero del Eintraicht Frankfurt llene el empeine de pelota y clave el 1-0 para un equipo que después de ese regalo sería amo y señor de un partido que dejaba a Argentina pendiendo de un hilo. Ellos lloran, se toman la cabeza. Incrédulos de lo que acaba de pasar. No nacieron en Buenos Aires, tampoco en Chaco, ni en Mendoza, menos en Córdoba. Pero para ellos, como debería ser para todos, la patria del corazón es más fuerte que la patria del documento.

Ellos lloran desconsoladamente en un hotel que está ubicado a exactamente a 6417 kilómetros del lugar de los hechos. Ese lugar no es ni cerca de Buenos Aires, que está a más del doble de distancia del estadio en el que Lionel Messi mostró uno de sus peores caras con la camiseta de la selección. Ellos están alentando, insultando, y sobre todo, sufriendo porque su Argentina se está por quedar afuera de un Mundial que los tuvo en el debut ante Islandia. Ellos están en Shanghai, en ese hotel que alquilaron y tiñeron literalmente de celeste y blanco. Lo decoraron con banderas, plotearon un escudo de AFA en el piso y hasta imprimieron un póster con la foto del equipo posando en La Bombonera en el último amistoso ante Haití y una leyenda “Unidos por una ilusión”. Ellos nacieron en China, pero son argentinos.

¿Cómo puede un grupo de gente que nació, vivió y se crió con unas costumbres sentirse parte de un país que queda del otro lado del mundo? Simplemente es inexplicable. Pero eso pasa con este grupo que se denomina “Club de fans de la Selección Argentina” que vive su vida normal en su país, pero que tiene una doble vida cuando de fútbol se habla. Se dice que en Shanghai hay más de cuatroscientos mil fanáticos de Argentina, y el dato no sorprende porque en China todo es multitudinario. Eduardo Emilio Delgado, ex jugador argentino de Rosario Central y San Lorenzo, entre otros, y compañero de Maradona en la selección juvenil del sudamericano Sub 20 de 1977, es un asesor permanente del grupo. Vive en Shanghai desde hace varios años y está al pie del cañón siempre que lo necesitan. Amelia, la traductora y, la única que habla español (como puede) de la delegación, cuenta que hacen reuniones periódicas para hablar de los temas que involucran a los jugadores de la Selección. Ese mismo grupo que lloró cuando a Jonás Gutiérrez, allá por el 2013 le detectaron un cáncer testicular, o que reciben a todos los jugadores argentinos que van a su ciudad.

Moscú. Primeros días de junio. Un contingente de 35 personas chinas llega a la capital rusa a ver al Mundial a su selección. Los otros pasajeros, de todas las nacionalidades posibles que se encuentran en el aeropuerto de Sheremetyevo miran incrédulos que lo que traen no son camisetas rojas con la bandera de su país, sino que gritan “Vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos, a ganar. Que esta barra quilombera, no te deja, no te deja de alentar” y visten de albiceleste con distintos apellidos en su espalda. La mayoría tiene el 10 de Messi, pero hay hasta alguna admiradora que guarda con mucho amor la camiseta modelo 2006 con el número 2 y el apellido Ayala, en honor al Ratón. La más extraña de todas es la que llevó durante todo el viaje el presidente Xiaoman. La suya es la 143, ¿el motivo? La cantidad de partidos que cumplió Javier Mascherano y por lo cual fue homenajeado en la Bombonera. Una locura china.

Ese mismo día se fueron, con las valijas a cuestas, al hotel donde la Selección concentraba para el partido ante Islandia. No se podían perder el debut de Leo y compañía. La idea era esperar al presidente de la AFA, Claudio Tapia, y a Jorge Luis Burruchaga, el manager, para regalarles algo muy especial: un papiro que tiene escrito el nombre de cada uno y elogios. Lo esperaban en el lobby del hotel tomando mates, como buenos argentinos que son. Cuando le avisaron al presidente que lo estaban esperando bajó para un saludo protocolar y se sorprendió al ver a toda la delegación de chinos vestidos con la indumentaria argentina. Después se encontraron con varios ex campeones del mundo argentinos que estaban en suelo moscovita. El presidente de la delegación hasta se dio el lujo de poder sacarse una foto con el Patón Guzmán. A Ruggeri le hicieron un regalo particular y al Chino Tapia otro, porque su apodo para ellos lo hace aún más cercano. Cada cosa que ocurre es más fuerte. Fueron a la cancha. Fueron 35, vieron el empate gris de los de Sampaoli ante Islandia y se volvieron al país donde viven. Porque hay que recordar que tienen dos países.

“No llegan a vivir como argentinos, pero lo intentan”, dice una persona que los conoce muy bien. En el mundo híper globalizado los chinos que también son argentinos lloran y se agarran la cabeza ante cada gol croata. Ven como su amada selección adoptiva sufre muchas chances de quedarse afuera de un Mundial que podría ser el último de varios de los ídolos que los llevaron a la puerta de la gloria en los últimos torneos. El dolor es profundo. Hay un clima sepulcral en el hotel que alquilaron para que sea el punto de encuentro de cada uno de los partidos que jugará Argentina en Rusia. Lo alquilaron por siete encuentros. El golpazo sufrido por el equipo de Sampaoli en Nizhni los hizo caer en la realidad de que será muy difícil usarlo tantas veces. Es más, algunos se van de ese hotel de Shanghai pensando que en la próxima madrugada del miércoles en China puede ser la última vez de ver a Lio Messi con la 10 en la espalda. Pero pocas horas después del mazazo aparece un mensaje de WhatsApp que dice “Nigeria nos dio la alegría y la esperanza. No importa lo que pase, nosotros vamos a seguir siendo de la Selección”. Y claro, es la típica confianza argentina.