• La chica limpia en el atardecer la alfombra con una leyenda que reza "Rehabilitación". La institución es para cardíacos y consta de aparatos extraordinarios con los que medirse la salud, la sobrevida y la esperanza. El se sonríe suavemente mientras yace recostado en la parte de atrás del remís que lo lleva a ensayar. Su rehabilitación fue por sustancias espúreas y tóxicas que supo volcar en el torrente sanguíneo. Allí, en ese instante detenido del tiempo, supo gastarse una fortuna dilapidada en la noche provisoria. ¿Que le quedó de aquella sudestada? Muchos apuntes, unas novias espantadas, la familia dispersa, algunos discos exitosos y fraudulentos, una mujer extinta y mucho pudor. El remisero lo mira por el espejito y lo ve llorar; le alcanza pañuelos descartables en silencio. El músico alarga sin que el otro le haya preguntado nada: "Lloro por un amigo muerto, aquí presente", dice para confusión del chofer que por respeto solo baja la música y maneja más despacio. Postales de un verano yéndose y un otoño piramidal en heladas hojas y en estampas tangueras como estas.

     
  • Es la puerta de la iglesia adventista. Es un edificio nuevo, pintado en marrón africano y colores pastel. Sobra la guita y se nota. ¿De dónde provendrán esas carradas de pesos con que se arman estos estrados? Los espío desde el auto, debo parecer un demonio sospechoso, con ojeras y cara de sin dormir. Son tres, un maturrango de cara blanca y pancita de satisfecho; saco negro, corbata del mismo tono, zapatos ultra lustrados; dos gordis pintaditas y ceremoniales. Lo que me perturba es lo que parecen adorar: en el hall de entrada a modo de ídolo sobresale por sobre las almas y las cosas, un matafuegos gigante, rojo y alargado con faja de seguridad. No hay Cristos sangrantes, ni Marías benditas. Para completar la escena, la rubiecita silba por lo bajo Oración del Remanso. Caben muchos mundo en este mundo.

     
  • Van al Paranacito en lancha. Llevan mate, torta casera, pan horneado. Son tres amigas lésbicas. Viven en los confines de la ciudad, en un pasillo que se hunde en la penumbra de una manzana recargada de Fonavis. Trabajan en artesanías. Tienen tres gatos. Oyen música turca en un disc man ‑disc girl, lo nombran‑ pero ahora están escuchando Mi amor es rojo, de Goldín. Bicicletas, amanecer, bostezos y a armar sus collares, el hilado, la tanza. No tienen nada material, solo sus vidas inmateriales. No gastan en ropas ni en maquillajes ni en celulares. Están fuera de todo. Sin embargo algo hay, imperceptible y potente, que las vuelve más poderosas que los ruidosos pasos de las ninfas que atruenan la calle y las publicidades con sus bellezas artificiales sin saber para dónde queda el verdadero mundo.

     
  • Ocurrió allá por los '90, cuando este escriba vivía en Buenos Aires. El KDT es un espacio público donde uno se anota en el ingreso y puede allí jugar al fútbol, y otras artes menores. Estábamos bajando del coche cuando vimos llegar al monstruoso Domingo Cavallo, quien custodiado por dos gorilas en joggings pasaba por ahí haciendo footing. Me crispé y pensé cualquier cosa: interrumpirlo, asesinarlo, saltarle a la yugular. Mi amigo, advertido y con excelente sentido de la oportunidad y el humor, le gritó a su paso "¡Grande, Maestro!". Y el Superministro saludó sonriendo de lado con su gesto de cerdito manso. Hasta tuvo el tupé de levantar una mano.

    No se bien qué ocurrió, solo se que una mano de quebracho enfundada en lana me puso su peso en el pecho y solo murnuró: "Ni se te ocurra". El morocho de pelo raso me había advertido de algo al verme con los ojos desorbitados seguramente. Mi amigo, una vez dentro del predio mientras nos descambiábamos, insistió con que me había salvado la vida con su ocurrencia. "Caso contrario, ahora estarías muerto", culminó.

    --Pero si ese ya nos mató a todos -le retruqué.

    -‑A mí no -respondió con sarcasmo. Y era verdad: se había abierto la importación y a la familia de mi amigo, que tenía una cadena de zapaterías, le convino más traer tamangos del Brasil que hacerlos fabricar por estos lares.

     
  • Moris, el autor del Oso, estaba del tomate. Nos citaba a mí y a Goldín en bares restallantes de luz los domingos a la mañana para hablarnos de sus discos futuros y de su pasado rocker de las calles. Nos había contratado para ser su coreutas masculinos.

    -‑Todos de negro los quiero, pero en los ensayos también -susurraba con su voz cavernosa. Y allí fuimos. Todos de luto, ensayando con una sinfónica gastada de jubilados que miraban el reloj mientras tocaban, en tanto él aducía problemas de garganta o llegaba tarde, con ojeras kilométricas y anteojos oscuros. Juro que amaba a ese hombre, pero la demencia tiene sus bordes, donde luego se derrapa y se concluye en la banquina.

    Una tarde nos llevó a los célebres estudios TNT y pretendió que ensayáramos y dejáramos grabados los coros guiados apenas por una base de bajo sin seña de entrada alguna.

    -‑¡Ustedes no sienten la música, se puede cantar igual! -aducía. Luego, con el correr de las semanas, se fue desvaneciendo junto con la ausencia de metálico mi admiración por el autor de Pato trabaja en una carnicería y De nada sirve. Me retiré una mañana, mientras me increpaba de porqué no estaba vestido de oscuro y de porqué el sol no había salido como él quería y del porqué de tantos porqués que aún debe estar preguntándose sin obtener respuesta alguna.

     
  • Daban una charla sobre las virtudes compositivas. Uno de ellos fue a caminar por las sierras cercanas ‑Villa Giardino, Córdoba‑ ascendiendo una cuesta, vestido de hombre deportivo, respirando y trotando con fervor. Lejos se fue hasta que decidió regresar por el horario, ya que estaba demorado y lo esperaba un auditorio repleto. En una cuesta apareció un cuzquito ladrador y empezó con su oficio; luego otro se le sumó y otro y otro más, ya de tamaños considerables. Cuanto más rápido bajaba más lo perseguían y más se sumaban. Intentó calmarlos, pero fue en vano: tomó entonces una piedra, un palo y los más grandes le gruñeron y quisieron atacarlo. La cosa se puso brava. Cuando estaba cercado apareció la moto salvadora de un repartidor de diarios quien lo rescató de la jauría. Llegó a la conferencia descendiendo del móvil en movimiento, todo transpirado, pálido y con una manada detrás que intentaba morderlo a toda costa entrando a la sala del hotel. Fue la peor presentación de su vida.

     
  • Eran tiempos de dictadura. Estaban en la semipenumbra de un bar cuando empezó un operativo de inspección a cargo de los muchachos de la dictadura. Con pánico, el músico advirtió que llevaba en su abrigo un panfleto del PST y un porrito, que en esos tiempos, equivalía a la cárcel. Un gordito, pelado de civil con impermeable, les exigió a los tres de la mesa sus documentos. Se lo notaba en otra cosa, como que el operativo le importaba muy poco. Ni el aire marcial tenía. El le extendió una credencial, ya que no llevaba consigo el DNI. Para otro milico aquello hubiese constituído una falta que admitía la detención, pero aquel tipo, extrañamente distraído, miró el plastiquito y con aire rememorativo se explayó:

    --Mi viejo era chofer de larga distancia, camionero de alma. ¿Vos pertenecés al gremio? -preguntó con amabilidad.

    -‑Sí -mintió él, que era apenas oficinista‑ Es un laburo pesado. Mañana salgo temprano y tengo que aprontar el vehículo. Estaba acá, con los amigos antes de salir, tomando un café.

    Insólitamente, no les pidió más nada, los palmeó levemente.

    -‑Sigan así, me gusta la gente que trabaja y, especialmente, los que laburaron en lo que laburó mi viejo, que ahora está en el Cielo.

    Y se fue, saludándolos con la venia. A veces, un agente melancólico te salva. Rarezas de la época de plomo.

     
  • El músico asistía a aquella mesa y se complacía en oír historias, relatos artificiosos, mañas, chistes que lo regaban por dentro y le daban un indicio de que algún día en formato de letras, estas charlas o sus extractos se habrían de constituir en canciones. Aquella noche, la mentira como obra de arte sobrevoló el lugar y aterrizó en los hombros de aquel tipo, un especialista en inventos y hazañas que nunca existieron. Largó de la nada:

    -‑Estábamos con dos amigos en un bar de Liverpool, meta tomar cerveza cuando apareció un flaquito y se sentó al piano. Nadie lo escuchaba y ninguno lo aplaudía. No era buenísimo pero le ponía garra. Nosotros, como típicos argentos, le festejamos algunos temas y cuando pasó al lado nuestro, al flaco ese de la cara chupada lo palmeamos y recuerdo que yo le dije "Aguante pibe, que estos son todos sordos y vas a llegar". Un silencio de respeto ante la maravilla que se estaba gestando en la artificialidad del terreno aéreo donde el embuste está totalmente permitido, la desmesura es una amiga y la patraña, un festejo. Alguno, suavemente como para no espantar el remate susurró "¿Quién era el pibe, che?".

    Otro silencio del maestro de ceremonias, la ingesta del resto de café que restaba en su taza y aquel final de la oración: "Al tiempo, por suerte, le fue lo más bien. ¿Pueden creer que el tipo aquel resultó ser John Lennon?

     
  • Marcelo Pergolini era por los '90 un rey de la tevé, un falso revolucionario pero hábil en el manejo del idioma de la calle, buen bromista y conductor. Alguna vez el músico rosarino le había oído declarar que la Trova Rosarina era muy triste. Entonces, sabiendo que ese día se lo cruzaría en el canal, llevó consigo un objeto envuelto a modo de regalo. Cuando se encontraron en el pasillo lo paró y le pidió un autógrafo. El conductor extrajo maquinalmente la lapicera, miró la guitarra del tipo.

    -‑Vos sos músico, yo te conozco.

    -‑Sí, sí -interrumpió el otro- No importa eso ahora, lo único que quiero es regalarte esto ‑le extendió el paquete‑ y que lo abras delante nuestro.

    Marcelo se sonrió condescendiente y sopesó el libro mirándolo a los ojos -‑Es un diccionario -le espetó el artista- Está lleno de palabras. Con ellas se construye la poesía. Leelo que te va a venir bien.

    Y se fue por el pasillo.

     

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