Era una pieza al fondo de una casa a medio construir en las afueras de La Plata. Para acceder había que cruzar un patio abandonado y quizás el mal humor imprevisto de una persona autorizada a portar armas y a no honrarlas demasiado. Peligro, miedo, tensión. La recompensa, sin embargo, era importante: la posibilidad de ser feliz con nada; de crear un mundo que pronto sería de muchos. “Canciones que eran el reflejo intimista de nuestras primeras salidas al mundo adulto”, sintetiza Javier “Gato” Sisti Ripoll de 107 Faunos, que en ese entonces (fines de los noventa, principio de los dos mil) todavía no componía temas ni tenía banda pero sí cumplía el rol de guía musical. “Sin buscarlo Gato te explicaba lo conceptual del asunto. Ya era un poeta. Un poeta no afectado, sin cliché. De nueva clase”, pondera Santiago “Chango” Barrionuevo de El Mató a un Policía Motorizado, que tampoco componía ni había formado El Mató pero sabía dar lo mejor dentro de aquel particular grupo de amigos: “Yo era el que ponía manos a la obra, el que le metía dinamismo a lo hacíamos. Pero los iniciadores espirituales fueron el Gato y Koyi. Sobre todo Koyi”.

¿Quién era Koyi? Diego “Koyi” Darrigrán era el “dueño” de la pieza del fondo. El post-adolescente de pelo enmarañado y pinta medio rolinga pese a su fanatismo por Pavement, Yo La Tengo y Guided By Voices (además de los Ramones y los Stones, claro) que vivía al día, sin padre ni madre, y que a diferencia de los demás sí componía temas. Muchos. Los mejores del planeta a ojos de Gato, Chango y el resto de “la pandilla” que luego se conocería como sello Laptra y que solía reunirse alrededor suyo; a chequear de cerca cómo era que encendía el fuego con apenas dos piedras y un puñado de ramitas. “Fue una época muy linda, aunque en el momento no sé si nos dábamos cuenta”, dice el propio Koyi que efectivamente vivía con desprendimiento los efectos de su talento (“Un Dylan callado y amoroso”, describe Gato; “Siempre en paz y de buen humor con su bici”, completa Chango). Y que luego de haber animado a sus amigos a que hicieran lo mismo (y vaya si lo hicieron: Laptra terminó por convertirse en el sello emblemático del rock independiente de la última década), dejó todo lo que tenía y partió lejos. A otro país. Durante seis años. Justo cuando sus compañeros empezaban a consumar el fuego de aquellas primeras chispas alimentadas a pura libertad y acción. 

“Durante ese tiempo que estuve afuera por ahí venía de vacaciones, presenciaba lo que había crecido no sólo El Mató, sino también los Faunos, la aparición de Go-Neko! y el resto de los chicos, y me emocionaba mucho”, relata Koyi, que nunca dejó de tener contacto con la pandilla (y la pandilla nunca dejó de recordarlo). Pero que ahora, tras restablecerse en el país, y luego de una década y media de grabaciones artesanales –tanto solista como en su momento con Grupo Mazinger, la banda que los aunaba entonces y que fue una de las pioneras de lo que se conoció como indie platense– publicó su primer disco hi-fi titulado simplemente Koyi. Un álbum de canciones bellas y rotundas que muestra de qué va hoy ese don precoz que supo marcar un camino. Y por qué Chango, cada vez que le elogian el estilo de letras breves de El Mató, ese arte para hacer canciones en pocas palabras, contesta: “Es algo que aprendí de Koyi, que saqué de Grupo Mazinger. Él fue quien nos enseñó”.

¿Fue el primero de todos ustedes?

–El primero que yo conocí fue José Goyeneche, que después formó Valentín y los Volcanes. Pero en paralelo estaba Koyi. Y cuando alguien cercano a vos, que vive en tu mismo barrio, que es pobre como vos y tiene tus mismos recursos, de repente empieza a hacer temas que encima están buenísimos, el impacto es mucho grande que si te viene de un ídolo inaccesible que por ahí escuchás en la radio. Koyi era nuestro amigo y estaba ahí con nosotros. 

Y DE REPENTE UN TESORO

“Era todo muy precario y ruinoso: paredes de ladrillo, piso de cemento, materiales de obra abandonados y, de repente, un tesoro: los posavasos de He-Man que Pepsi sacó en los ochenta”, se entusiasma Gato cuando recuerda cómo eran los alrededores de la mentada pieza de Koyi donde empezó todo y en la que practicaban ingeniosas técnicas de grabación: “Poníamos las frazadas en el contrapiso, tapábamos las ventanas con trapos y usábamos los palos de escoba como pies de micrófono. Teníamos hambre de hacer canciones y la fantasía que vivíamos era total”. Completa Chango: “Todo lo que pasaba ahí lo transformábamos en algo bueno. Era como un lección”. 

El inicio de la amistad, lo que disparó la formación de la pandilla, ocurrió cuando Koyi conoció a Willy Ruíz Díaz –futuro baterista de El Mató que vivía a cuatro cuadras– y conectaron en seguida: “Teníamos 12 años y jugábamos a armar y desarmar bandas, a grabar casetes sin parar”, cuenta el precoz autor de canciones, que entonces conoció a los amigos de Willy que iban al Bellas Artes (como Chango) y también a lo que iban a el Nacional (como Gato) y sintonizó con ambos bandos en seguida; se convirtió sin buscarlo en el centro creativo que un poco equilibraba ese cúmulo de vínculos en constante reverberación del cual surgiría Grupo Mazinger. 

“Canciones pop geniales pisadas por una instrumentación irresponsable y trasnochada en pulso de noise rock”, puede leerse en redes sociales ya caducadas como Last FM o Pure Volume sobre ese cuarteto que tenía a Koyi en voz, guitarras y composición (además de Willy y Gusti Monsalvo, luego guitarrista de El Mató). Y que en seis años de existencia logró reunir un público fiel, publicar varios discos (el primero, Felices vacaciones, salido en el 2000, con producción de Jo Goyeneche) y dejar una estela de desparpajo, creatividad y entusiasmo que aún resuena en la mayoría de quienes los pudieron ver. “Chango siempre me dice que ‘Te visitaré mañana’ es uno de sus temas favoritos del rock nacional y eso me sonroja a la vez que me emociona”, refiere Diego, que por entonces –y casi sin proponérselo, gracias a la portaestudio que le prestó Gastón Olmos, luego baterista de 107 Faunos– también empezó a grabar temas por su cuenta.

“Estaba en un pico de inspiración, componía mucho. Y algunas cosas que hacían no cerraban para Mazinger. Eran demasiado folk, demasiado solista. Otra cosa”, señala sobre Canciones para mañanas de invierno, su primer disco sin Grupo Mazinger, también editado en 2001, que hace poco volvió a subir a la web y corrobora el tipo de expresividad suave, plagada de detalles en segundo plano, que como solista lo caracterizaría a partir de entonces. “Te dabas cuenta que hablaba de él, que no hacía canciones por hacerlas. Era absolutamente personal”, señala Gato. Un registro sensible que visto desde hoy, de alguna forma, iba en paralelo también con cierta precariedad en la que vivía; acosado intermitentemente por la irascibilidad de su medio hermano mayor –un policía oscuro que habitaba la parte delantera de la casa y cuya presencia amenazante percibían todos– que lo llevó a abandonar prematuramente ese hogar donde se había fundado Laptra y partir hacia rumbos desconocidos. ¿Un salto al vacío?

EL HIJO PRÓDIGO

Varios años después Koyi está en el DF, México. Y está bien. O eso cree. Junto a su novia de entonces la pelearon bastante para poder adaptarse a suelo extranjero. Y lo lograron: “Fuimos bien recibidos. Conocimos gente que nos ayudó. Y terminé trabajando en restaurantes argentinos, aprovechando la experiencia que traía desde antes”, cuenta sobre aquellos días mexicanos que tuvieron como capítulo previo –luego de marcharse de lo de su hermano– una provisoria estadía platense en lo de Willy (primera vez que compartía departamento con un amigo) y un ingreso sin anestesia en el siempre exigente mundo de la gastronomía para solventar gastos. “Un rubro que dentro de todo siempre me gustó”, sonríe Koyi, que en esos años –mediados de los dos mil– justo había empezado a hacer pie en Capital con Grupo Mazinger (recuerda un show muy bueno en Belleza y Felicidad), aunque sin chances reales de poderlo aprovechar. “En los restaurantes donde trabajaba no tenía horarios ni francos fijos. No podía planear nada. Y los ensayos y las fechas se empezaron a caer”. 

Así, al mismo tiempo que sus hermanos recientemente formados de El Mató cosechaban los primeros elogios con Navidad de reserva, el disparador de su trilogía decisiva de EPs, Grupo Mazinger comenzaba a languidecer. “Teníamos que laburar para vivir y por momentos sólo vivíamos para laburar. México entonces fue la ilusión”, cuenta Koyi, que no meditó demasiado sobre el asunto y simplemente partió a vivir una mejor vida; incluso a costa de nunca poder cortar del todo el lazo local. “Escuchaba radios platenses, chateaba todos los días con los chicos, y me bajaba sus discos apenas salían. Seguía muy enganchado con todo lo que sucedía en Argentina”, recuerda con melancolía y más allá de que durante aquel período no dejó de grabar discos artesanales (Carreteras en 2006 y Pelícanos en 2010 con la hermosa “Danza en la playa”) y de mantener viva la llama de miembro fundador de Laptra: el hijo pródigo.

“Para nosotros nunca dejó estar presente. Era nuestro embajador”, afirma Gato mientras Chango recuerda la vez que con Morita Sánchez Viamonte (tecladista de 107 Faunos) pasaron fin de año con él. “Esperamos que hicieran las 12 mirando el Pacífico y transcurrimos un mes como en familia: desayunando frijoles con huevo en la playa, intentando pescar con tanza (nunca pudimos) y jugando al fútbol con sus amigos argentinos y mexicanos. Fue muy lindo toparnos con un Diego más maduro y sabio. Y al mismo tiempo comprobar que bajo esa nueva fortaleza no había perdido su sensibilidad”. 

Una mañana en el DF, entonces, Koyi se levanta, mira a su alrededor, chequea todo lo que consiguió hasta ese momento (un lavarropas, un plasma, una innegable estabilidad bajo ese techo de alquiler accesible) y con malestar creciente no puede evitar preguntarse: ¿esto es todo? ¿ya no hay más? ¿se termina acá? No. Evidentemente no. Al poco tiempo emprende la vuelta y rearma una banda solista con dos créditos del sello como Srta Trueno Negro (ahora solista) y Peta D’Agostino (ex líder de Go-Neko!, productor referente del under, eximio guitarrista sin más) que le inflaman nuevos bríos a su música. Lo ayudan a concretar el álbum que quizás desde siempre soñó. “Koyi es un disco mucho más simple que todos los que hice antes. No tiene detalles ni soniditos. Es clásico y directo”, cuenta sobre temas inmediatamente entradores como “Pelícanos”, “Los truenos” y “Lluvia de abril”, y en especial sobre ese mid-tempo llamado “Carteles”, canción central del álbum, cuya letanía hecha de guitarras cristalinas (“Estaba todo bien, pero te fuiste igual”, arranca sobre el punteo libre de Peta) también puede entenderse como la historia de su vida, pero desde el punto de vista de sus amigos: los que nunca dejaron de esperarlo y ahora disfrutan de tenerlo acá. “Y hoy, cuando te vi volver, corrí para abrazarte más fuerte...”, canta en ese tema como si jamás se hubiese ido, como si todavía estuviese purgando por regresar. “Y pienso: nunca más te vayas, nunca más...”