En la posguerra alemana, el jurista Gustav Radbruch acuñó, en un país devastado, una fórmula simple para catalogar el horror, impidiendo la legitimidad legal o judicial de aquellas normas en que se basaban y legitimaban los procedimientos “administrativos” del nazismo: la injusticia extrema no es Derecho. Esto es: una ley “legal”, procedimentalmente válida, formalmente “jurídica” (y para el nazismo “justa”, “legal”, “válida”), puede, sin embargo, no ser Derecho, cuando encarna una “injusticia extrema”. La política migratoria de EE.UU. amenaza con adentrarse en ese camino que llevan adelante otros regímenes no democráticos (regímenes religiosos que subyugan a las mujeres, por ejemplo, existen muchos países donde las mujeres deben pedir permiso para visitar un médico) en otros rincones del planeta: una política que decanta en hechos de una “injusticia extrema”. Chicos separados de sus papás, llorando solos en una celda, es una imagen impropia –intolerable, e inaceptable– en cualquier democracia.

Unicef ha dicho que la crisis migratoria que lacera el mar Mediterráneo hace décadas es sobretodo una “crisis de niños”. Muchos menores son enviados solos a cruzar el mar para “salvarse”. Sus familias pagan con sus pocos recursos viajes de hacinamiento, muchos fatales, a Europa. Intentan salvar a sus hijos de un destino que se presenta aciago, violento y empobrecido en Africa. Ven en Europa lo que Europa misma promete y promueve en los papeles: una democracia liberal, civilizada, de puertas abiertas, donde reinan los derechos universales del hombre y la mujer.

Estados Unidos, una de las mayores democracias del mundo, no está demostrando ser un ejemplo de defensa de libertades civiles básicas. La libertad de circulación es un derecho humano elemental en un mundo globalizado, donde circulan más libremente las mercancías que las personas. Guantánamo es un ejemplo paradigmático de violación de derechos. La política migratoria actual es un paso más en la dirección equivocada, que aleja a Estados Unidos de la comunidad internacional. Es una política totalitaria. Anti liberal. Nazi.

Las “perreras” o centros en Europa o Estados Unidos, donde los menores son alojados, separados de sus papás, son –aunque respondan a procedimientos legales, administrativamente y formalmente “válidos”– políticas de una “injusticia extrema”. El lamento de un chico separado de sus papás puede encontrar un parangón moderno en la Alemania nazi, cuando miles de niños eran enviados, luego de ser separados de sus papás, a las cámaras de gas. Estos niños no son asesinados en campos de exterminio, pero la política que los segrega y separa de sus propias familias, violenta (además de traumarlos de por vida) estándares básicos y universales de derechos humanos, que hacen a la dignidad humana elemental: conculca los derechos del niño, cuyo interés superior prevalece frente a cualquier decisión política de un gobierno. Son derechos inalienables y básicos. Están en la base de la civilización, sobre la que se edifica la democracia. La política migratoria del gobierno de Estados Unidos no solo es decididamente antiliberal y anti democrática: es violatoria de derechos humanos básicos, de intereses superiores, como son los intereses de menores y frente a cuyos abusos y atropellos las democracias civilizadas debieran pronunciarse sin demora.

No es una casualidad que EE.UU. haya abandonado el Consejo de DD.HH. de las Naciones Unidas ni tampoco que el país no haya adherido nunca a la Corte Penal Internacional, de cuya jurisdicción pretende sustraerse, imponiendo al mundo la labor de sus propios tribunales internos, alzándose en gendarme planetario, en desmedro de los foros propios de la diplomacia, hoy desdibujados. Pero estos actos, aunados a una política migratoria cruenta, conforman (junto a la doctrina ilegítima de la “guerra preventiva”, que arrasa con pilares básicos del derecho internacional público) una amenaza al frágil consenso de posguerra, que tenia en la democracia liberal y la economía de mercado los dos pretendidos pilares del progreso internacional, un progreso que debía ser tanto material como ético y político. El proteccionismo anti-liberal y segregacionista es un retroceso en varios planos y desemboca siempre en mayores injusticias y menos diálogo: menos diplomacia y menor libertad. Genera racismo e intolerancia, violencia y desigualdad. Europa y EE.UU., por distintos caminos, directos o indirectos, están llegando, con sus políticas “proteccionistas” a un mismo resultado: separar a los chicos de sus padres. En ambos casos, se trata de políticas inhumanas. De una injusticia extrema e intolerable. Además de antidemocrática.

* UBA-Conicet. Director del Tribunal Experimental en DD.HH. Rodolfo Ortega Peña (UNLA).