La luz helada ya no alcanza para contar. No puede la voz de las mujeres, a veces perdida entre las repeticiones, entre esos diálogos de amigas que ya no se soportan, enfrentar una fatalidad que se ha dejado de lado. La palabra sirve en Turma para establecer una distancia austera con el dolor. El absurdo de ese mundo añejo pero futurista, no las implica del todo. Las mujeres de Turma saben describir aquello que les pudre la vida pero no pueden transformarlo.

La nieve las tiene encerradas. El frío extremo y la política dislocada de una Croacia todavía vacilante por los restos de la guerra, las deja en un estado de quietud. Vedrana Klepica construye una dramaturgia que parece una reescritura de Esperando a Godot donde quemar el tiempo se convierte en una tarea conciente y fatigosa, la verdadera secuela de ese sinsentido en el que las atrapó la política. Matar a artistas plásticxs en una piscina llena de ácido, estrangular a lxs bioquímicxs con los cables de la luz, son imágenes de un espectáculo de la muerte que todxs conocen, que mencionan en una sobremesa de platos vacíos porque la comida no llega y entonces deben engullir guisos de tizas o el corazón de un rollo de papel higiénico.

La autora croata hace de la política una narración desafectivizada, un retrato que estas mujeres soportan en su lenguaje despojado de crítica. Saben que sus vidas están perdidas, se consideran estúpidas e incapaces de defenderse si no se acoplan a la furia de los hombres pero tampoco se engañan. 

Los vestidos manchados de sangre, de una sangre que no se ve pero está allí, las hace cómplices. Lxs hijxs se tienen sin ganas y se mueren porque ellas están secas. Esa calamidad a la que se acostumbraron las saca del realismo. La dirección de Azul Lombardía se ocupa, acertadamente, de mantener a las actrices a distancia del drama, con cierta cautela para asumir cualquier forma intensa de identificación. Ese afuera donde las fábricas explotan y los hombres mueren descuartizados rechaza toda lógica, se compone de prohibiciones inconsistentes, de dejar a los sujetos en un lugar donde la reacción es casi imposible. Ellas se limitan a decir la anormalidad que se ha vuelto ley y control mientras que los hombres todavía intentan dominar su mundo doméstico desde la fuerza.

Son personajes sin objetivos. En las tonalidades de la actuación se descubre la aspereza de quien puede contar los hechos sin entenderlos. Esa es la marca política de su derrota. 

Hay una dimensión de lo explícito en Turma que habla de la incapacidad de detenerse frente al dolor del otro. Una ideología de la crueldad que se derrama en el veto al sufrimiento que proclama el propio estado. No se puede llorar a los muertos y la verdad que estas mujeres no extrañan a los maridos exterminados por la guerra. Tal vez los envidian porque al igual que en el texto de Samuel Beckett, la muerte es una opción más que no causa ningún desgarramiento, una receta que la médica le extiende a Eva porque se ha llegado a una época donde las personas sobran y son una carga para el estado y donde la política ya no quiere esconder sus intenciones. Las actrices sostienen una forma de la representación que opera casi como una imitación de esa razón de estado. Es allí donde la puesta de Lombardía funda su crítica. Las víctimas son reproductoras de la instrumentalidad del poder y en su modo de normalizar lo intolerable hacen de esa política incomprensible y asesina un modo de vida, una costumbre que se enseña a cada nueva generación, una trinchera perdida de una guerra en la que nunca van a pelear. 

Turma se presenta los viernes a las 21 en el Teatro Anfitrión. Venezuela 3340. CABA.