Son las cuatro de la mañana y en la estación central de trenes de Kazán solo hay argentinos mirando el piso. No hay canciones, tampoco euforia, no hay nadie mostrándole por su celular a alguien que quedó en casa algo de la majestuosidad rusa. Es todo lo contrario. El calor que hizo durante todo el día, se convirtió en una humedad tan pegajosa en la piel que irrita. Esas caras muestran las frustraciones de otra vuelta a casa con la valija vacía de satisfacciones. De saber que a esta generación de jugadores, la generación Messi, la despedirá con las manos vacías, a pesar de quizás ser la más talentosa de nuestra historia. Pero en este momento todavía no es tiempo de análisis. Las apiladas de Mbappé, el talento de Pogba y la omnipresencia de Kanté (creo que lo vi recién corriendo hasta la estación) están guardadas en la retina. Y en el corazón. Nos separan 17 horas de Moscú. El de hoy es el Tren de la Tristeza. 

Son las cuatro y media de la mañana y ya sabemos que en el vagón 15 del tren que nos está esperando en el andén 11 con Sebastián tenemos la inmensa alegría de que su hermano Rodri y el Negro Tomi, un amigo de los dos, consiguieron pasajes en el comedor para no tener que esperar en la ciudad a la que siempre recordaremos por el final de una era. Ahora solo nos quedaba esperar que el destino no siga empecinándose con nosotros y no nos mande al camarote a dos franceses. Nosotros tenemos las camas 29 y 30, ojalá que las 31 y 32 sean dos tipos que lleven el mismo dolor.  El primero que llega, en un guiño del tan puteado destino, es un amigo. Es el periodista Edgardo Broner, que con sus ganas a cuestas y con la tranquilidad de haber visto otro Mundial se toma el viaje como una bendición para poder hablar de las cosas que el poco tiempo porteño nos permiten conversar.

El tren está por salir cuando, todo agitado llega Julián, un hincha argentino vestido con la chomba de Boca y una bandera argentina colgada en su mochila. Este pibe de nuestra edad, apenas llega nos cuenta su historia y una desazón que no le entra en su poco más de metro y medio de altura. Es que el hombre de Castelar, que vino con un amigo que está en el tercer vagón, nos asegura que estuvo a punto de no venir. Ante la repregunta de los tres periodistas del cuarto al unísono nos contó su historia. “Mi hijo nació prematuro y con algunos problemas de salud. Estuve a punto de no venir, porque hace cinco meses que la viene luchando. Pero vine igual”, cuenta. Pero después aclara: “estuve a punto de no venir. Si Islandia le ganaba a Nigeria cancelábamos todo y recuperábamos al menos una parte de la plata. Pero cuando supimos el resultado tuvimos la corazonada y volamos. Llegamos a San Petersburgo el día del partido y de allá viajamos a Moscú para venir para acá. No duermo en una cama hace días. Pero un Mundial vale el esfuerzo”. 

La charla entre los cuatro se terminó cuando se puso el tren en marcha. Cuatro vidas distintas, cuatro camas, y cuatro historias en un tren en el que único que nos unía era la tristeza. A diferencia de la vuelta de San Petersburgo, en la que cualquier cansancio se tapaba con la euforia de aquel ya lejano gol de Rojo, en este tren de Kazán la desolación era absoluta. Así que había que tratar de dormir. El lugar no era muy amable, pero lo que más nos carcomía el cerebro es que nos quedaban 17 horas de regreso. Había tanto tiempo para gastar que ni siquiera quería dormir para no agotarme todo el cansancio acumulado de una vez. Al lado habían cuatro franceses. Los únicos de todo el vagón 15, quienes cuando quisieron arrancar a cantar el “shhhh” del resto de las habitaciones se apagaron en seguida. 

Durmiendo de a ratos, en la pieza del tren no se movía un pelo. El aire acondicionado a full nos obligó a agarrar la sábana para que el sueño sea perfecto. Nos hacía olvidar, y de paso descansábamos. Es que no había otra cosa para levantar el ánimo. La señal del chip que mi vieja me hizo comprar apenas llegué brilla por su ausencia y la luz para leer algún de esos libros que trajimos a pasear no se puede prender porque molesta a los demás. Cada vez que se abren los ojos, lo primero que se agarra es el celular para ver si la hora pasó más rápido. A eso de las 15 Julián se levanta y dice: “voy a ver a mi amigo. Ahora vuelvo”. En otra habitación, Rodri y Tomi batallaban con dos rusos que los querían obligar a tomar una copa de Whisky con gaseosa. No los podían convencer hasta que los rusos les pidieron que les canten la canción de Messi y Maradona, que tan famosa se hizo en estos días. 

Pasaban las horas. La señal del celular volvía y Moscú estaba más cerca. Pero Julián no volvía. Con Seba y Edgardo nos pusimos a hablar de la vida, mientras por Whatsapp nos avisaban que Rusia dejaba afuera por penales a España. Nos sentimos un poco mejor porque no éramos los únicos que caíamos en esa instancia, siempre la desgracia ajena alivia la propia, por más egoísta que esto suene. Y cuando estábamos a 15 minutos de volver a la capital rusa vuelve aparecer Julián, agitado como la primera vez, pero con una sonrisa de oreja a oreja. “No me van a creer lo que pasó. Estos rusos son unos amargos, le acaban de ganar a España y festejamos más nosotros que ellos. Hasta les cantamos una canción y ellos nos filmaban”, arrancó sin que le preguntemos. Y la cantó. “Mamá, mamá, mamá, yo quiero oooh, mamá, yo quiero, mamá, yo quiero mamá, que gane Rusia, oohhh, que gane Rusia ooooh, que gane Rusia y todo el año es carnaval”. Y llegamos con la alegría de ellos, los rusos, pero la tristeza de volver a darnos cuenta que ahora miraremos el Mundial por TV. Como lo supimos desde el momento en el que partió el Tren de la tristeza.