El triunfalismo argentino llegaba a límites de vergüenza, y la perorata vocinglera y hueca de decenas de comentaristas alcanzaba cimas de ridículo, cuando en pocos minutos tres goles franceses dieron un baño de realidad que el mundo entero vio en la tele. 

Incluso al final de ese partido que no enfrentaba a Molière con Borges, ni a Paul Valery con María Elena Walsh, hubo un segundo en el que pareció que milagrosamente se alcanzaría un empate dilatador de esa agonía deportiva. Pero al menos para quienes amamos el deporte en general, y especialmente el buen fútbol, la lógica se imponía.

Así murió otro sueño desmedido: el de millones de argentinos que en el fútbol esperaban no ver el engaño gigantesco del que fueron, son y siguen siendo víctimas.

Claro que lo de Rusia este año es mucho más penoso que todo lo anterior. En el 94 y el 98, en 2002 y 2006, en 2010 y 2014, mi generación se ilusionó y desilusionó –en implacable continuidad– viviendo derrotas en todos los torneos mundiales. Pero eso no es lo grave, no en absoluto. Lo gravísimo es que no se aprenden las lecciones, las conductas son cada vez peores, las dirigencias son más y más corruptas e inútiles y la incapacidad autocrítica es nula de toda nulidad.

Todas las taras argentinas se repiten, y no sólo en materia futbolera, pero ahora una vez más el fútbol es el espejo que nos devuelve la imagen más dolorosa. Dirigentes incapaces devenidos vulgares operadores políticos, entrenadores farsantes que ocupan el lugar que por cansancio o dignidad abandonaron los más capacitados, barras violentos consentidos por inmorales, y jugadores frivolizados que, pobrecitos, hacen esfuerzos enormes hasta aprender, en sus corazones, que el solo esfuerzo nunca alcanza.

Y es que saben, deben saberlo, que sus virtudes naturales de poco valen si no tienen detrás un riguroso conjunto de factores benéficos que los contengan: trabajo serio y continuado, tiempo y análisis, educación integral, estrategias compartidas y ensayadas, guía moral por parte de los técnicos, y nada del bestiario machista de miles de grotescos, embrutecidos y violentos hinchas cuyas conductas espantarían a más de uno en el infierno de Dante.

Lo que sucedió este fin de semana fue, en este sentido, ejemplar. Mientras la verborrea mediática procuraba amainar la desilusión en un pueblo, el nuestro, que vive un presente ominoso, se clasificaba la notable y disciplinada selección uruguaya de la mano del “Maestro” Oscar Tabárez, que la conduce desde hace años. Y también la de Francia, que con toda humildad salió a la cancha a hacer lo que tenían que hacer, sin desbordes pasionales de sus simpatizantes (que simpatizan, o sea que no enloquecen). Y ayer domingo también la disciplinada selección del país anfitrión, cuyo entrenador mantuvo en todo momento una serenidad y discreción tan admirables como contrastantes con el descontrol del Sr. Sampaoli.

Es claro que las y los futboleros solemos dejamos ganar por la pasión de la competencia y el buen gusto que nos regalan los Maradona, Messi y tantos otros chicos, cuando son chicos, pero no por eso perdemos la compostura ni la razón. Por eso dolió tanto que el fútbol, argentinísima expresión dizque cultural, una vez más le dio un sopapo a su propio pueblo, que se pretende a sí mismo modelo quién sabe de qué pero seguro que no de educación, equilibrio, racionalidad y cordura.

Por eso quizás sea éste un buen momento para decir que la mediáticamente celebrada “pasión argentina” es inservible e inconducente. Y nos da una pésima imagen, además, porque somos un pueblo mucho, muchísimo mejor que lo que muestra la tele durante todo el año y en particular en los torneos planetarios.

Quizás sea momento oportuno, también, para llamar la atención sobre la cercanía –en realidad una misma cosa– entre el penoso charlatanerío y la estafa del poder, que arruinan el presente y el futuro de un pueblo que sólo quiere trabajo, paz y concordia pero al que le joden la vida las jaurías de ladrones con offshores, ahora y siempre al servicio del fondo monetario.

Más que cercanía, podría decirse, es una misma identidad: hay un tumor que infecta al pueblo argentino, un cáncer maligno que fue instalado a lo largo de dictaduras, crímenes de Estado y traiciones de políticos y jueces venales. Están ahora mismo en el poder, en la Rosada y en todos los ministerios, en los gobiernos distritales, en el Congreso y en la todavía así llamada “justicia”. Y también en los bancos y empresas transnacionalizadas, y en el machismo racista y clasista de los pocos y concentrados dueños de la tierra, a la que llaman “el campo” como si fuese una sola cosa, y cosa buena y de todos. Esa mentira contumaz.

El griterío, la soberbia y el descontrol sólo son demostrativos de una sociedad mal y cada vez peor educada. El propio Presidente es un mentiroso serial, y todos los indicadores y denuncias lo responsabilizan del desastre económico, social e institucional que padece nuestra sufrida república, y no es casual que uno de sus principales objetivos es destruir por completo la educación pública. Debiera leer el Sr. Macri la carta pública que la semana pasada escribió el Maestro Tabárez hablando no de fútbol (en pleno Mundial) sino exigiendo que el 6 por ciento del PBI uruguayo se destine a la educación de cientos de miles de botijas.

Futbolero como el o la que más, este escriba lamenta el nuevo fracaso, que no por recontranunciado duele menos. Y lamenta sobre todo, y ésa es la razón profunda de este texto, que nos cueste tanto aprender, como pueblo, y entonces repitamos una y otra vez, y otra más, las mismas necedades. En el fútbol y en la política.

Dedico este texto a la memoria de dos amigos y colegas que no dudo hubiesen confirmado todo esto: Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano.