Si a primera vista el registro crudo parece inundar la casa de la familia Coleman, bastará que el lenguaje tome cuerpo y se afiance en esa naturalidad tormentosa de sus integrantes para entender que Claudio Tolcachir construyó un realismo bajo la guillotina del absurdo.

Ese drama que los personajes dejan a un lado para nombrarlo sin medir su densidad, se parece, en sus procedimientos a ese mundo donde Vladimir y Estragón se inventaban conflictos insustanciales para no ponerle el cuerpo a una acción que era inabordable.  

Pero el universo Coleman tiene doce años de existencia y en ese comienzo de siglo, estaba demasiado cerca la cotidianidad desarmada de una clase media hundida. Mientras la abuela y los hijos juegan a esconderle los fósforos a Memé, como una maraña de pequeños actos que atoran y pegotean los cuerpos arremolinados en esa casa donde todo se rompe, se descascara, envejece, sin posibilidad de solución, queda claro que los integrantes de la familia Coleman no tienen propósito alguno, que intentar inyectar en ellos el más mínimo objetivo sería una tarea que iría en contra de su propia naturaleza. Tolcachir supo encontrar los mecanismos invisibles de esa sociedad vencida con la salida de la convertibilidad y eludió la crónica, para destacar el lenguaje que trae el dolor cuando se ha convertido en rutina, en una identidad que devuelve al mundo criaturas carentes de estrategias.

Cuando la acción opera como una madeja que se distancia de la comprensión de los hechos para seguir en una dinámica que marca el ritmo del propio acostumbramiento, el lenguaje se vuelve una zona de asombrosa impunidad. No sólo por la compulsión de Marito por inventar calamidades con el tono aniñado del joven desempleado que hace de su permanencia en la casa un estado de infantilización casi irreparable. A su palabra se une la liviandad de Memé al confesar que nunca quiso tener esos hijos de padres diversos y ausentes pero que ahora, ya crecidita, se siente preparada para tener un nuevo hijo y ser una buena madre. El drama es reconocido en Gabi que no quiere hombres porque alguna mala experiencia la dejó herida, en su madre y su abuela donde la violencia sufrida es tan intrascendente como el hambre o las horas perdidas en el inevitable encierro hogareño, pero eso no obliga a que las acciones se tomen en serio ese lenguaje.

Si Memé le clava un cuchillo en la mano a su hijo, si se baña en la clínica donde está internada su madre porque les cortaron el gas, si se queja porque el shampoo barato que pueden comprar le deja el pelo pajoso, todo tendrá para los integrantes de esta familia el mismo valor. Lo político aparece en Tolcachir aún cuando los datos materiales que lo nombran son sustraídos. La omisión es la estructura que le sirve para hacer de la marca sociológica una conducta.

Después del teatro de los noventa donde la palabra era una totalidad que desterraba lo real, llegó el momento de preguntarse si la escena nacional podía contar la crisis, el derrumbe, si se animaba a volverse realista. La factoría de Timbre 4 funcionó como síntesis. El autor instala a sus personajes en una realidad arrasada pero entiende que el modo de relacionarse con el conflicto debe diferenciarse del realismo de los años ochenta. Sus protagonistas son sobrevivientes y  el estilo proviene de sus torpezas y falencias. Como alguien que observa y encuentra una válvula donde ese drama desnuda una forma única, argentina en su manera de ser asimilada. Nacional, no tanto en sus influencias estéticas sino en un modo de mirar, como esos dramaturgos rioplatenses de antaño que encontraban en ese pueblo golpeado o pujante otros recursos de escritura, actuaciones que nacían de cuerpos implacablemente parecidos a sus personajes. 

La omisión de la familia Coleman se presenta los viernes y sábados a las 20 y los domingos a las 19 en el Paseo La Plaza.