Los árboles parecían más chicos. Algunas casas ya no estaban. A otras las recordaba distintas; tal vez más limpias, más jóvenes. La calle ahora estaba asfaltada y allí donde antes se extendían las zanjas de aguas servidas, que las mujeres de la cuadra usaban para aplacar la tierra al atardecer, había tapas de cemento y, por supuesto, ya no crecían las calas. Ni siquiera el cielo era el mismo.

Sentí el fugaz impulso de golpear a la puerta de algún vecino y la feliz cobardía para evitarlo. ¿Qué decirles? ¿Qué podía esperar de ellos? ¿Que supieran recordarme después de 40 años? ¿Que me preguntaran por mis viejos? Caminé hasta el final de la calle, donde una fábrica de anilinas cortaba el trazo, y desde allí tomé una foto apuntando hacia la avenida. Observé el resultado en la pantalla de la cámara y decidí borrarla: mi calle, la que recordaba, era mucho, mucho más bella que aquella que ahora se me mostraba.

Volver al espacio donde ocurrió mi primera felicidad no sirvió de nada esta vez. Hay días en que el fuego es más poderoso que el agua. El viento se oculta debajo de la tierra y las hordas acaloradas se adueñan de cada hoja, cada rama, cada telaraña. Y así como también hubo días en que una gota de rocío fue el milagro que esperaba, hay otros en que la resurrección de una culpa me pudre el aliento y me deja tirado, calcinado. Cada uno de esos días tuvieron y tienen su porqué, su cuándo, su muerte. Y mi trabajo al despertar, desde que empecé a notar que mi paciencia agonizaba, consiste en descubrirlos antes de que lleguen a patearme los zancos falsos sobre los cuales se sostienen en el presente. Parece tarea fácil: por qué, cuándo y hasta cuándo. Sin embargo me lleva cada minuto de vigilia y aún muchos de la duermevela.

Por ejemplo ahora, que es ayer y es un recuerdo. Ahora surge la imagen de una calle de Florencia que caminé para llegar a la Galería de la Academia, donde se exhibe el David. Ahora soy capaz de retomar el instante en que descubro los perfectos detalles mínimos en la piedra blanca casi viva. Ahora por qué. Ahora cuándo y hasta cuándo.

O el puente de Venecia donde un carabinieri me señaló la camiseta que llevaba puesta y exclamó: ¡Newell´s Old Boys! O la cerveza en la Plaza Mayor de Madrid. La hamburguesa en Barcelona. Las puteadas en Roma. La lluvia en Praga y el frío en Berlín. La luna llena en París.

Si dejara que una de estas imágenes me ganara, entonces ya no tendrían sentido las preguntas. Mucho menos las respuestas. Si, en cambio, ellas me supieran y reconocieran vencedor, entonces vendrían a mi auxilio ante el primer signo de interrogación. Y se acercarían con bandejas repletas de respuestas, miles de respuestas. Infinitas respuestas para cada pregunta. Me dejarían elegir la que a mí más me agradara. Y siempre tendría razón. Al exponerlas, siempre tendría razón.

Pero no ocurre de ese modo; no soy yo el vencedor. Y sé perfectamente que recurro una y otra vez al pasado porque en el presente estoy perdiendo la paciencia. Me encierro en imágenes que conozco hermosas no para encontrar soluciones sino para apaciguarme un día más en este presente de error no forzado.

Es afuera donde pasan las cosas, claro. Desde aquí solo las veo. Una voz alerta a los vecinos que las verduras están frescas. No me interesa. Me molesta el ruido metálico del altoparlante y la música con la que, a todo volumen, separa las ofertas. Paciencia. La camioneta avanza lenta; no puede tardar mucho más en alejarse. Paciencia. Ahora conozco el precio de una bolsa de papas y de dos kilos de naranjas.

Hay una nube de insectos sobrevolando la basura que dejó en el baldío el sorete que vive en la casa de tejas azules. Llegará el día en que lo pueda ver para encararlo con pruebas. Mientras tanto, paciencia. Toda la puta vida exige paciencia. Paciencia, ya la alcanzaremos. Paciencia, ya se te va a pasar. Paciencia, todo llega y ella también. Paciencia, le queda un año y medio nomás. Paciencia. Me exaspera la paciencia. Me dreno y me vacío de paciencia.

Paciencia.

El contexto. Las circunstancias. Falta que en la esquina un auto demore el paso y comiencen los bocinazos, cosa que en cualquier momento ocurrirá. Y entonces, cómo no, también regalaré paciencia.

Suena el teléfono. No estoy para nadie. Cinco, seis rings. Se calla y al rato vuelve a empezar. Paciencia. Sonará todavía un rato más. Mientras tanto, paciencia.

Es temprano para meterme a la cama. Es tarde para llamar a cualquiera. Nadie llama a estas horas sino para avisarnos que alguien murió o agoniza en un hospital. Me dejo convencer por mi piadoso pesimismo y atiendo. Buenas Noches, ¿podría hablar con Alejandra? Si me molesto en informarle que se ha equivocado de número en lugar de cortar sin más respuesta que un golpe de tubo, o de una puteada, es porque quiero que le quede claro el error para que no vuelva a cometerlo, al menos conmigo y con mi número. Y porque me obligo a la paciencia.

Paciencia. Toda la puta vida exige paciencia.

Pero al rato el teléfono vuelve a sonar y esta vez no temo a las malas noticias porque sé que es el mismo pelotudo de antes, el que ni siquiera se molestará en disculparse antes de cortar al oír nuevamente mi voz.

Paciencia.

Si el dólar llega a 30 y tu sueldo se desvanece en el aire, hay paciencia; si no tenés laburo ni sueldo ni ‑mucho menos‑ dólares, queda paciencia; si el FMI exige ajustar todavía más, paciencia. Si la naranja mesiánica dice que está todo bien porque Miami está llena de argentinos, qué otra cosa queda sino recurrir a la paciencia. Si al ministerio de endeudamiento lo conducen millonarios evasores, paciencia. Si aumentan la pobreza y la indigencia, paciencia. Si la CGT discute y discute y discute el inicio de un plan de lucha sin llegar nunca a nada, paciencia. Si deciden un paro y lo esperan como se espera un infortunio, sin plan posterior, paciencia. Si el ministro te dice que vienen meses difíciles después de que una y otra vez te aplastaron la cabeza mientras anunciaban la llegada del cuerno de la abundancia, paciencia. Si te explican en el más insoportable tono cheto‑porteño que todo anda para el culo porque "pasaron cosas", paciencia.

Hasta cuándo y hasta dónde.

La paciencia se agota, pero también se pierde, me dijo un viejo con conocimiento de causa.

--Parece eterna, de goma; pero ojo, la paciencia se amucha en un envase de vidrio que acumula enojos, frustraciones, pérdidas, arrepentimientos y una furia que presiona cada vez más. Total normalidad hasta que el frasco explota y se va a la mierda. Se pudre todo y todos se pudren. Pero cuando la paciencia se pierde es porque ya se dejaron mojar demasiadas orejas, tocar demasiados culos, y es muy tarde para exigir respeto. El frasco estalla y vuelan los vidrios y, como siempre, las lágrimas terminamos poniéndolas nosotros.

Se huele en el aire, anda la crisis con ansias de causar nuevos lamentos.

Pasa un amigo y me saluda canchero desde el otro lado de la grieta.

-‑Hola, ¿cómo andás?

-‑Como el país, para el orto.

-‑Bueno, paciencia --me dice; entonces miro hacia adentro, hacia atrás, para no mandarlo a la puta que lo parió. "Hay que darle tiempo, ahora ya somos un mercado emergente". Me canso de la paciencia, pero quiero agotarla antes que perderla en el otro que hasta ayer era mi patria. "Date cuenta, vivíamos en una mentira", insiste y logra mandarme la filosofía y el samsara a la reputísima mierda.

Pero me contengo, una vez más. Porque ya no me alcanza con putearlos. Paciencia. "Ya se le va a arreglar", oigo la voz del pai José de Vicente Larrusa. No lo puteo ni lo saludo, me voy. Ya en casa enciendo la tele y lo veo al míster entrando a la rosada el lunes del paro, y diciendo con su mejor cara de recién amanecido a las dos de la tarde: Acá se trabaja. Un día después, echan a 400 compañeros de Télam. Y lo siento, otra vez, muy real, tangible: agoniza mi paciencia, muere, se pierde.

Entre goles y partidos del mundial, leo en redes, sobre los despidos en Télam, comentarios del tipo «seguro que la mitad votó a Macri, ahora a llorar a la iglesia». Y pienso que es una hijaputez saborear como revancha la desgracia de otro, haya votado a quien haya votado y sobre todo por la manera tan perversa en la que fueron despedidos. Hasta que aparece la señora que, llorando, reivindica no tener ninguna ideología «con los k» (así, tan despectivamente haciendo referencia al gobierno anterior y a quienes lo apoyamos), que nunca acompañó una medida de fuerza de sus compañeros, dando a entender que entonces ella no merece el despido pero los otros sí, y esa ausencia de solidaridad en la desgracia común, esa buchonería postrera me manda otra vez todo intento de compasión a la mierda. Puteo al cielo. Suena el timbre, abro, son dos Testigos de Jehová que quieren regalarme una revista y hablarme del Señor con mayúsculas. No me interesa, les digo exasperado, antes de que puedan terminar la frase; y cierro con un portazo. Me quedo mirando la puerta, alelado y arrepentido de mi reacción. Me reconozco a punto de estallar. ¿Pero por qué a ellos, contra ellos? ¿Qué hicieron ellos? ¿Qué hicieron mis amigos, mis vecinos, la señora sin ideologías? O, peor, ¿qué estoy haciendo yo? Y empiezo a darme cuenta de la clase de boludo triste que soy.