El encanto particular de las chicas cuando se mueven en grupo ya fue tratado en el cine y la literatura en varias oportunidades, desde el deslumbramiento del narrador de En busca del tiempo perdido con el ramillete de muchachas entre las cuales divisó por primera vez a Albertine, hasta la banda de integrantes del clan Manson que la narradora de Las chicas, de Emma Cline, observó fascinada mientras avanzaban, entre la belleza y el peligro, “como tiburones”. Quizás uno de los tratamientos más memorables de las chicas como grupo sea el que hizo (uno de los que hizo) Sofia Coppola en Las vírgenes suicidas (1999), basada en la novela homónima de Jeffrey Eugenides. En un @miento de pelos dorados flameando en la luz, Coppola versionaba la historia de cinco hermanas criadas en el más estricto aislamiento del mundo por padres que consideraban     –cómo no, toda la sociedad lo considera– que ser una chica era un peligro. En esa línea se inscribe Paisaje, la opera prima de Jimena Blanco que se estrena esta semana luego de participar en la Competencia Internacional del 20º Bafici. La película se centra en una salida a la ciudad de cuatro amigas que viven en las afueras de Buenos Aires, no en un pueblo pero lo suficientemente lejos como para que ir al centro implique esperar un colectivo en la ruta.

La excusa es asistir a un recital, el de la banda del chico que le gusta a una, en plena década del noventa y sin teléfonos en el bolsillo. Paisaje presenta a las cuatro amigas (Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini, Ana Waisbein) por separado, en el ocio de un verano lento, cada una en el esplendor de sus cuerpos adolescentes y con la cámara pegada a esos brazos y piernas desnudos cubiertos de vello dorado, a los pechos recién estrenados de los que después las chicas hablarán entre risas. El procedimiento de pegarse a los cuerpos y fragmentarlos se sostiene a lo largo de toda la película y genera una cercanía muy particular: si en Las vírgenes suicidas Sofia Coppola miraba a las chicas desde el punto de vista de una bandita de pibes que las admiraban desde lejos, como criaturas exóticas que habitaran un mundo secreto, Paisaje se mete entre las chicas al punto de llevar al espectadxr al centro de ese revuelo de mechones de pelo, puteadas, calentura y cachetes con hoyuelos que son muchas veces las adolescentes en el umbral del sexo. La decisión es acertada porque, vistas casi desde el interior del grupo, las protagonistas de Jimena Blanco se despojan de mucho del estereotipo que circula sobre lo femenino: no son ni femeninas ni masculinas, ni infantes ni adultas, tienen la capacidad de juego a flor de piel y también saben ya dedicarse con seriedad a los problemas más densos. 

Y sobre todo no quieren seducir ni ser seducidas sino probarlo todo: la cerveza, los besos, el amor entre chicas, el riesgo, la independencia. A partir de una circunstancia pequeña pero decisiva –en una fiesta se olvidan la mochila donde llevan la mayor parte de sus pertenencias, incluida la plata para viajar– las cuatro amigas quedan a la deriva en una ciudad en la que no conocen ni el camino a casa, ni el mapa del peligro. Y es precisamente esa cercanía con los cuerpos que cobra un sentido distinto en cada escena la que hace que, cuando el acoso se presente en la forma de dos tipos que les ponen el cuerpo para impedirles la circulación, el terror sea tan vívido. Paradójicamente, son también esos primerísimos planos los que hacen que la ciudad, lejos de cualquier postal generada previamente por el cine, se sienta como un territorio a explorar que es de ellas solas –¿no es exactamente eso la juventud?– y al mismo tiempo las repele. Estar en el mundo como una chica: esa es la sensación que Jimena Blanco logra capturar en Paisaje como experiencia, con la melancolía de ese momento preciso en que el grupo deja de ser algo dado para empezar a quedar atrás sin que se pueda impedirlo.