El Mundial es un acontecimiento que poco tiene que ver con el fútbol; al menos, como lo concebimos en Argentina. La convivencia de los mejores jugadores podría ser el paroxismo de los futboleros si no fuera porque en el país que endiosa y demoniza a Diego Maradona somos más hinchas de nuestros equipos que de la Selección. Y porque el Mundial es un hecho cultural y deportivo que excede largamente el gusto por el fútbol. Las abuelas, que ni siquiera saben cómo salen ni River ni Boca, durante un mes hablan de Leo Messi con la misma naturalidad que tienen para explican el punto del tejido al crochet. El Mundial también podría ser un universo borgeano si no fuera porque Jorge Luis Borges despreciaba tanto al fútbol. Dicen que cuando el escritor argentino –que murió en 1986, ocho días antes de la canonización de Maradona en México: el partido contra Inglaterra y sus dos goles– se enteró de que Argentina le había ganado a Holanda la final del Mundial 78, lanzó un dardo cargado de ironía: “Así que derrotamos a Holanda. Caramba, ¿anexamos Amsterdam?”. Entre los únicos dos títulos mundiales que obtuvo la Argentina, se jugó España 82. Podría haber sido el Mundial de la transición, algo efímero, un paréntesis en la apoteosis del fútbol argentino, sino fuera porque en ese momento un ejército de pibes tuvo que ir a combatir en las Islas Malvinas contra los súper profesionales gurkas. Si el fútbol a veces es la representación teatral de una guerra, en 1982 fue su telón de fondo.

Marcelo Rosasco estaba en una trinchera cuando Erwin Vandenbergh marcó el gol con el que Bélgica le ganó 1 a 0 a la selección de César Luis Menotti. Era 13 de junio, el día anterior a la rendición en Malvinas. Su testimonio es el relato de un náufrago que en la desesperación fue capaz de aferrarse a una tabla de salvación, aunque su hallazgo y el de sus compañeros no suponga exactamente eso: “Estábamos cargando municiones para que un Unimog los llevara a Monte Longdon, la zona de combate donde se definió el conflicto. Y de repente nos dijeron que fuéramos a los refugios, a las trincheras. Había riesgo de que explotaran bombas en la posición en esa que estábamos. Ahí habíamos encontrado una radio vieja, que evidentemente había dejado algún soldado argentino. Es probable que la haya conseguido en la casa de un kelper. Nosotros, éramos siete u ocho, empezamos a jugar con los cables hasta que sintonizamos el partido: lo relataba el Gordo Muñoz”. Rosasco se lo dice a Enganche y repara en la paradoja, un viaje en el tiempo que podría ser kafkiano: mientras relata “ese flash”, el gol de Bélgica, dice “qué casualidad: ahora, justo ahora, estoy viendo a Bélgica”. En apenas unos minutos, el equipo europeo pasará a los cuartos de final de Rusia 2018 tras eliminar a Japón 3 a 2, en la última jugada.

Aquel otro partido que para Rosasco fue un momento de fuga del horror duró media hora: “No recuerdo si se cortó la transmisión o apagamos la radio”. A pesar de las muertes, de la tragedia, de tanto dolor, aún le quedaba margen para los lamentos menores, ese drama ficticio: “Cuando hizo el gol Bélgica me puse a putear, estaba tan loco que pensaba en el Mundial”.

Entre los jugadores de aquel plantel que contaba con varios campeones de 1978 y que ahora tenía a Maradona estaba Osvaldo Ardiles. El volante jugaba entonces en Inglaterra, en el Tottenham junto con Ricardo Villa. Para ambos la guerra era un asunto incómodo. Para Ardiles, incluso, la hondura de los hechos tenía un carácter familiar: su primo José fue el primer piloto argentino muerto en las islas. En el documental español Informe Robinson titulado “74 días: Malvinas”, Osvaldo Ardiles revela que el inglés que le disparó el misil que hizo explotar la aeronave de su primo le mandó una carta a su tío para contarle los detalles. Su objetivo era que el padre de la víctima dejara de buscar sin sentido a quien ya estaba muerto. “No había tenido tiempo de saltar”, resume Ardiles, quien fue titular en aquel debut contra Bélgica. No hay instante más difuso entre el fútbol y la patria que cuando suenan los himnos. Ardiles se conmovió como nunca en aquel entonces y explica: “De la mejor forma que podíamos ayudar a Argentina era jugando bien, ganando la Copa del Mundo”. Patricio Hernández, integrante de aquel plantel que superaba en edad a los soldados de 18 años (entre los 22 promediaban 26,7 años) dice que todos estaban eufóricos mientras cantaban “el que no salta es un inglés”. Sin embargo, Ardiles era el único que estaba preocupado. Después del Mundial, Ossy –como lo habían apodado en Inglaterra- se fue a jugar al PSG francés: “No puedo jugar en un país que está en guerra con el mío”, pensó.

La revista Gente inmortalizó dos títulos no por su ingenio y creatividad sino por el grado de engaño: “Estamos ganando” y “¡Seguimos ganando!”. Los medios argentinos durante la dictadura se convirtieron en una usina de voces oficiales y alteraron la información de la realidad, aunque algunos llegaron más lejos que otros con sus distorsiones. “Cuando empezamos a ver los diarios de Madrid, Diego (Maradona) me dijo ‘¿estás leyendo lo mismo que yo?’. Nos están matando”, contó Patricio Hernández. En la edición del 13 de junio de 1982, día de Argentina-Bélgica, el diario El País, de España, publicó que “momentos antes de que el Papa Juan Pablo II comenzara a celebrar ayer una solemne misa en Buenos Aires, a la que asistía más de un millón de personas, el Estado Mayor conjunto argentino anunciaba que las fuerzas británicas habían lanzado un nuevo ataque contra la capital de las Malvinas, en lo que parecía ser la ofensiva final por el control del archipiélago. La transmisión televisiva de la ceremonia religiosa, que se celebraba al aire libre en el barrio de Palermo, se interrumpió para difundir dos comunicados del Estado Mayor (…). Uno de los comunicados anunciaba que los británicos habían iniciado en la madrugada de ayer una ofensiva terrestre contra Puerto Argentino (Port Stanley) y señalaba que se estaban librando fuertes combates en la zona durante la mañana, hora argentina. El otro comunicado acusaba a las tropas británicas de bombardear indiscriminadamente la capital del archipiélago, causando la muerte de dos mujeres y heridas a otros habitantes de las islas”. Lo que siguió fue un intento por negar a Inglaterra. Uno de los primeros en sufrir la censura fue Juan Carlos Morales, que relató el partido entre Inglaterra y Alemania jugado el 29 de junio. El hombre que durante mucho tiempo fue la voz de las radio Rivadavia y América tenía prohibido mencionar al país británico. En ese partido se esforzó para evitar nombrar a la nación que se había convertido en el monstruo de la Patria. Morales se refería a la selección inglesa como “el equipo que juega contra Alemania”, “el adversario de Alemania”, “los rojos que juegan a la carga” (en alusión al color de la camiseta) y todo tipo de eufemismos.

En la anacronía de esta historia podría decirse que la pelota no se mancha. Pero el fútbol pareció darle la espalda a una guerra que, aunque no hubiese sido evitada, al menos prescindiría de la distracción del fútbol. El viernes 2 de abril, cuando se inició la recuperación del territorio de las islas, se jugó Central Norte de Salta y Mariano Moreno de Junín en el inicio de la novena fecha del Torneo Nacional de Primera División. Ese fin de semana se disputó también el resto de los partidos. Una semana después, Juan Colombo podría haber debutado en la Primera de Estudiantes de La Plata, pero recibió el llamado para ir a Malvinas y supo que no sería posible. La postergación de su carrera se extendió un año, hasta que jugó por primera vez en el Pincha el 3 de abril de 1983. “Bilardo y Estudiantes me salvaron la vida”, le dijo al diario Olé en una entrevista, en 2016. Con una dieta a base de mate cocido había sobrevivido a la guerra con 14 kilos menos de los que tenía su cuerpo cuando llegó al archipiélago. “En lo único que pensaba era en que no me pasara nada en las piernas”. Colombo nunca dejó de ser futbolista. También lo era Luis Escobedo, quien jugó en Los Andes, Belgrano, Colón y Vélez, entre otros equipos. Cuando la televisión española lo entrevistó para preguntarle sobre los futbolistas argentinos que jugaron el Mundial de 1982, opinó: “Ellos decidieron ir porque creyeron que era lo correcto. Creo que no era lo correcto. Yo no hubiese ido. Y más siendo campeón del mundo”. En esa rocambolesca relación entre la patria futbolera y los horrores de la Patria, Escobedo reflexiona: “A mí el fútbol me hizo olvidar de la guerra. Haber jugado fue la terapia que no tuvieron los compañeros que tomaron la drástica decisión de suicidarse”. 

Los términos bélicos de los que se apropió el fútbol hacen posible las analogías. Los que patean, rematan, fusilan al arquero, disparan misiles o cañonazos desde afuera del área. En el laberíntico cruce de palabras “el terreno árido, sin plantas y ventoso” con que Rosasco describe la geografía de Malvinas contrasta con el césped del Camp Nou sobre el que corrieron los jugadores argentinos para enfrentar a Bélgica el día que un puñado de soldados escucharon, interpelados por el miedo, el relato de Muñoz. La revancha, esa palabra tan del fútbol, Rosasco la sintió en la carne y en la dignidad recién en el Camberra, el barco que lo trajo de vuelta a la realidad: “Los ingleses separaron a los oficiales de la tropa. A ellos los tenían encerrados. Y les hacían limpiar la cubierta a los suboficiales, que a la vez nos daban las escobas y los trapos a nosotros. ‘Not, you’, decían los ingleses. Querían que limpiaron nuestros superiores, no nosotros”. Fue también en aquella embarcación que los ingleses les mostraban a los pibes argentinos dos fotos de sus ídolos: Osvaldo Ardiles y Ricardo Villa.