Tal como se dijo en estas páginas la semana pasada, la Revolución Digital provocó los cambios más impactantes en menor tiempo del que se tengan registro. Es una era en la que el grueso de los consumidores empieza a ver los formatos físicos como asunto ya perimido, y ya ni el download entra en cuestión; más allá del rescate del disco de vinilo, objetos en algún momento vistos como revolucionarios tienen la misma pátina sepiada del primer fonógrafo de Edison. En 1980, las compañías Philips y Sony anunciaron al mundo el nacimiento del Compact Disc Digital Audio, un disco de policarbonato de 12 centímetros de diámetro con una capacidad de 74 minutos (que luego se llevarían a 80); el brillante disquito debutó en Europa y Japón en 1982, llegó a Estados Unidos en 1983 y, siete años después, alcanzó el billón de copias vendidas en el mundo. El futuro había llegado, supuestamente para quedarse. 36 años después del glorioso debut, las laptops ya ni traen bandeja para CD.

Como se apuntó aquí (https://www.pagina12.com.ar/125449-el-vinilo-y-la-historia-paralela), la industria argentina supo regalar una suerte de “historia paralela” del rock dibujada por sus espasmódicas ediciones. Pero la rueda no se detuvo allí, y la Era del CD agregó capítulos a menudo risibles. A comienzos de los 90, cuando la cadena de disquerías Musimundo (luego reconvertida en cadena de electrodomésticos, hoy en convocatoria de acreedores) limitó sus ventas a los formatos de CD y casete, el vinilo recibió un golpe supuestamente mortal. En los países desarrollados, el advenimiento del CD produjo un fenómeno de convivencia; en Argentina se operó una suplantación lógica, teniendo en cuenta los márgenes económicos del consumidor de música. En 1992, los vinilos quedaron reservados a las disquerías especializadas y lugares de comercio libre como el Parque Rivadavia, y los dueños de amplias discotecas implementaron un programa de renovación de la colección. La calidad sonora del CD nunca estuvo en duda; sólo después llegó el debate sobre el encanto del ruido de púa contra la perfección digital, y con él la resurrección del oro negro.

Los sellos festejaban: podían volver a vender lo mismo en un nuevo envase. 

Quienes más perdieron en aquel trámite del pasaje al CD fueron los creadores argentinos de discos anteriores a la década del ‘90. Históricamente, las condiciones de contratación ofrecidas a los rockeros argentinos transitaron entre la desidia y la estafa lisa y llana, que llevó a que oscuros personajes de las discográficas consiguieran el título de propiedad de la obra de Charly García, Luis Alberto Spinetta, Litto Nebbia y otros grandes creadores de la escena argentina. Cuando las compañías comenzaron a reeditar sus catálogos nacionales en formato CD, al no estar obligados contractualmente a pedir autorización y supervisión del material a los músicos, produjeron un desbarajuste histórico. Hacia agosto de 1992 existían 160 discos de rock nacional editados en compact, y el recuento de burradas cometidas enervaba al espíritu más templado. Listas de temas que no coincidían con lo que sonaba, ediciones paupérrimas, eliminación de fichas técnicas, letras e información sobre el disco, se convirtieron en una lamentable constante a la hora de enfrentarse a un producto nacional. Como relató a este cronista el ingeniero de sonido y productor Mario Breuer: “La falta de reconocimiento a nuestro trabajo también se nota en los relanzamientos que hicieron todas las compañías: algunos están honrosamente bien, pero la gran mayoría sale como el culo. Yo llamé a una discográfica para reclamar por el sonido que tenían algunos trabajos míos, y les ofrecí remasterizar las cintas en mi propio estudio. Me bajé los pantalones, les pedí sólo 300 dólares, pero no estaban dispuestos a gastar un peso en hacer un buen trabajo”. Los primeros relanzamientos de obras fundamentales del rock argentino, así, significaron pura ganancia para las empresas. Y, de un modo algo perverso, dejaron la puerta abierta para en el futuro volver a publicar los mismos discos... con la leyenda “Edición remasterizada”. He aquí un breve recuento de las atrocidades cometidas a comienzos de los 90.

  • El Album (Interdisc/EMI, 1992) integraba en un CD los discos Consumación o consumo y Para terminar de Fricción. El CD fue realizado con un master analógico y, al no realizarse un trabajo a conciencia, tiene una rara opacidad; carece de cualquier información sobre la banda liderada en los 80 por Richard Coleman (que aparece en la firma de temas como “Ricardo Coleman”) y presenta un librillo interno tan pobre como el mismo título de la recopilación. Coleman se enteró de su lanzamiento al leer la noticia en el Suplemento NO de Página/12.
  • La primera edición en CD de Artaud (Luis Alberto Spinetta, firmado como Pescado Rabioso, 1975), realizada por Microfón, comenzaba con seis temas de Nito Mestre. Cuando se difundió el hecho, la compañía no retiró los discos de los mostradores, sino que esperó a agotar la tirada para subsanar el error. Hoy es un preciado objeto de colección.
  • Doble vida, disco de Soda Stereo editado por CBS/Sony, presentaba en sus primeras ediciones uno de esos chistes difíciles de igualar: en la contratapa del CD se lee “Lado A / Lado B”. 
  • Por su parte, Signos (1987, CBS), el primer disco de rock argentino editado en CD –en 1990–, tiene quizá el booklet más penoso de la historia... aunque tiene seria competencia en Los niños que escriben en el cielo (Spinetta Jade, 1981, Interdisc/EMI), que no solo cambia las tipografías originales y agrega un guión en el nombre de la banda, sino que al abrir el librillo presenta dos páginas en blanco. Ni siquiera se consigna el nombre de los músicos.
  • El caso de Acariciando lo áspero (Divididos, 1991, EMI) es un canto a la dejadez. Como relató el ingeniero de sonido de ese disco, Amílcar Gilabert: “Yo tengo pruebas técnicas de lo que se hizo. Se hicieron dos masters simultáneos, uno digital (DAT) para el CD y uno analógico con Dolby SR para casete. La compañía perdió el DAT, y mandó el otro a una empresa X, que copió el analógico a otro digital, pero sin el Dolby. El resultado es que tengo un casete copiado del master original que suena diez veces mejor que el CD”.
  • A la hora de convertir al formato digital Nadie sale vivo de aquí (Andrés Calamaro, 1989, CBS/Sony), los responsables del sello decidieron ahorrar en papel. Así, su librillo presenta –en apretadísima y minúscula tipografía– el texto realizado por el escritor Rodrigo Fresán para la edición en vinilo, pero elimina sin cargo de conciencia las letras de las canciones.
  • Ciudad de pobres corazones (1987, EMI), disco clave en la carrera de Fito Páez, tiene un impactante arte de tapa realizado por el fotógrafo Eduardo Dylan Martí y el diseñador Sergio Pérez Fernández, que muestra a un Fito vestido de negro, rodeado de paredes grises del Abasto y flanqueado por paneles de metal sobreimpresos. Todo eso desapareció en la edición en CD, que en la tapa solo presenta la foto del músico lanzando patadas  al aire.
  • Grasa de las capitales (Seru Giran, 1979, Music Hall) quedó en un momento en medio de un limbo legal que posibilitó una edición pirata que se vendía en kioscos de diarios. Como no tenían acceso al arte original, los responsables del asunto “copiaron” la parodia de la tapa de la revista Gente, utilizando una tipografía apenas parecida y en la que se lee “frebrero” en vez de “febrero”. Hubo otra edición en la que sí se ven las letras originales, pero le cambia el apellido al guitarrista de la banda: “David Levon se confiesa”. Y otra que directamente elimina toda la gráfica original y deja solo la foto del grupo. Eso sí, todas coinciden en el sonido pobrísimo.
  • La La La, el disco conjunto de Spinetta y Fito Páez, contó con un nuevo aporte artístico del sello EMI. Dado que lanzar un CD doble no era rentable, la compañía decidió eliminar la última composición del disco y así encajar el material en uno solo. Recién en 2007 se hizo una edición de dos discos, incluyendo el tema eliminado, que lleva el profético título de... “Hay otra canción”.
  • Pero la gema más brillante del catálogo de burradas la sigue exhibiendo Sony Music, que en 1993 lanzó la esperada edición en CD de El jardín de los presentes (1976, CBS), último disco de Invisible. La tapa es otra justificación de por qué Luis Alberto Spinetta se brotaba toda vez que salía el tema del irrespeto de las compañías por su obra: los responsables de la reedición sobreimprimieron los nombres de los músicos sobre la foto de portada, el pierrot de Jorge Dyuri Gubistch. Y no solo olvidaron que a esa altura Invisible ya era cuarteto con la incorporación de Tomás Gubistch (hermano menor del modelo de tapa), sino que reemplazaron a Pomo por el que en esa época era baterista de La Máquina de Hacer Pájaros. Así, quien le dé crédito a esa edición en CD estará convencido de que Invisible estaba integrado por Spinetta, Machi y Oscar Moro. Pomo, Moro. Se’gual.