No hay dos personas más distintas en este campo de juego que ese delantero irreverente, mordedor y rabioso y ese mediocampista bailarín, silente y pulcro. Uno crece desde el conflicto, se nutre de él y saca rédito de cada centímetro del rectángulo: ese hombre le arranca la carne al partido como si su vida se jugara ahí adelante. El otro no parece conmoverse por nada y va paseando por el césped con una paz que ninguna de las 80.000 personas que se agolpan a su lado tiene: ese tipo podría estar jugando una semifinal del mundo en tiempo suplementario o un picado con amigos a la vuelta de su casa y su gesto sería el mismo. El gigante Mario Mandžukić y el pequeño Luka Modrić son los extremos cóncavos y convexos de esta Croacia finalista. ¿Sabe qué? Aunque no se parecen en nada, en algún punto encajan.

Mandžukić nació en Slavonski Brod, a 200 kilómetros de Zagreb, pero rápidamente partió a refugiarse de la guerra a Alemania, junto a toda su familia. “Crecí con la guerra, con terror y a la carrera”, confesaría años más tarde. Aquella infancia conflictiva disparó en Mario una personalidad completamente palpable dentro y fuera de la cancha: es un nueve que se mueve en la discordia. Él mismo lo dice sin miedo a la mala prensa: “No vine al fútbol a hacer amigos.” Su pasión despiadada lo convirtió en un sacrificado delantero que sabe que no es el mejor, pero que pelea hasta la última bola por serlo. Eso ya lo tienen claro en Dínamo Zagreb, Wolfsburgo, Bayern Múnich, Atlético de Madrid y Juventus, los lugares por los que pasó dejando una estela de goles.

Modrić se considera de Zadar, la localidad que le dio refugio durante la guerra y el lugar al que su familia partió desde el pueblo que lleva el nombre de sus ancestros, Modrići. Luego del asesinato de su abuelo, Stype y Radojka, sus padres, se ocultaron en un hotel de la ciudad costera. El genio de Croacia creció con una dualidad: afuera de la cancha apenas decía palabra y adentro era un recital de múltiples voces. Años después, sostiene esa marca de agua. “Sigo siendo tranquilo y muy tímido. El único sitio en el que no tengo timidez es en el campo, ahí soy diferente. Ahí me transformo porque el fútbol es algo que me apasiona y del que disfruto cada día, en cada entrenamiento y en cada partido. No me gusta perder. Cuando pierdo y las cosas no salen bien, aquí me dicen que soy un vinagre”, dijo hace poco al diario El País. Este Luka que de Zadar salió a Dínamo Zagreb, Tottenham y Real Madrid, apenas brindó un puñado de entrevistas en la última década.

En la noche del estadio de Luzhniki, Mandžukić y Modrić llevaron su dualidad hasta la final del mundo. Luka fue, como otras tantas veces, el arquitecto del juego de los suyos. Fajado físicamente, no falló un pase, gambeteó, abrió el espectro y espesó las acciones lo necesario para que el trámite no se convirtiera en ese partido aeróbico que ama Inglaterra. Mario, por su parte, fue la definición. Ni el pase atrás, ni la creación de espacios, ni la pisada, ni el lujo: la definición. Manual de goleador oportunista, olfato de distracción ajena, bomba y adentro. Juntos, cada uno a su modo, llevaron de la mano a los suyos al próximo domingo.

La frase de cabecera de Modrić es una sentencia que dijo la estrella de su país, Robert Prosinecki: “Si no ganas te silban, pero si ganas sin dar espectáculo, también te darán la espalda”. El Mago de Zadar juega como si tuviera eso delante de sus ojos en cada pelota. Mandžukić, en tanto, lleva otro lema encima. “Lo que no me mata, me hace más fuerte”, se imprime en tinta en su espalda. Y el punta es justamente eso, un hombre capaz de robarse la mano ganadora de la pelea incluso cuando lo dan por caído.

Mientras la completa oscuridad toca el cielo del estadio más grande de Moscú, hay un instante en el que Mario Mandžukić y Luka Modrić dejan de ser los dos tipos más distintos de este firmamento. Es ahí que el aguerrido delantero que se peleó con Pep Guardiola y con Diego Simeone y el mágico mediocampista que enamoró a José Mourinho y a Zinedine Zidane se miran incrédulos mientras sus compañeros festejan y festejan. Al mismo tiempo que un montón de croatas en cuero revolean remeras, se revuelcan por el pasto o simplemente lloran sin parar, el perro rebelde y el príncipe silencioso se abrazan y saben que han cumplido. Esos refugiados que volvieron desde un montón de lugares, aquí y ahora han logrado inscribir la noche más memorable de la historia futbolística de su nación.