En pleno Barrio Norte, el edificio de Argentores, sindicato de autores fundado en el año 1934, recibe a sus visitantes y asociados con fotos de hombres, en su gran mayoría, de rasgos duros  y  en pose. Desde Discépolo hasta David Viñas, Carlos Gorostiza y Tito Cossa, pasando por Alberto Migré y Mauricio Kartún, los cuadros imponen un rictus de solemnidad y respeto. Detrás de esa aparente seriedad, las oficinas funcionan desde hace décadas como un lugar de encuentro gremial, refugio autoral, y marca de época de una generación de autores y guionistas. Un espacio legal para la eterna pelea por la autoría de las historias; de ahí las miradas desafiantes que sus retratados imprimen. En el segundo piso del edificio, después de subir una escalera sinuosa y elegante, hay un bar cuya arcada que lo separa del pasillo central insiste con un lema que es como un mantra: “sin autor no hay obra”. En las paredes, más dibujos al estilo Sabat de dramaturgos, libretistas y guionistas que persisten en esos rostros duros como fantasmas añejos, una placa en conmemoración por Teatro Abierto y un busto de Florencio Sánchez. Debajo de un techo a media agua de acrílico, con sillas de tubos grises y pupitres de colegio privado, se ilumina un bar que parece un club de fomento de barrio oculto en Recoleta: ahí están sentados los dos guionistas que cambiaron la televisión argentina de los 80 y los 90.

“Ahora se lo llama guionista, pero es un término importado. Nosotros seguimos insistiendo en la idea de Autor” dice Jorge Maestro, quien cambió su nombre original Jorge Mordkowicz, no porque el mote de maestro le diera un aura especial como pedagogo dentro de la industria televisiva, sino porque, con su eterno amigo de infancia Sergio Vainman, compañero de banco y de juegos de la primaria, se anotaron juntos para hacer el magisterio en el mítico Mariano Acosta y fue, para ambos, la primera profesión a la que volvieron cuando los vaivenes de la televisión los sacaron de la marea laboral en las épocas duras.

Sentado en la esquina de su silla, Maestro habla con un tono de voz bajo y pausado. Pelo blanco y chomba del mismo color, insiste en la idea del autor como una entidad invisibilizada dentro de la cadena de montaje televisiva: “Siempre prima la mirada del actor. A veces la de los directores. Nos pareció interesante, en cambio, contar la historia desde nuestro lugar, aunque nunca se le preste mucha atención a la Historia de la televisión con mayúscula. Yo doy clases en la Universidad de la Matanza y los chicos, cuando estudian historia, siempre hablan de El acorazado Potemkin o Ladrón de bicicletas, pero no saben quién fue Lucas Demare. Nos pareció que podíamos aportar a la Historia, que es distinta a la que hicieron Carlos Ulanovsky o Jorge Nielsen; una mirada más desde adentro de la industria”.

Sergio Vainman, a su lado, mueve la cabeza, asiente: pelo gris oscuro y abundante, está sentado con los antebrazos sobre la mesa y la espalda bien erguida. Su vozarrón le imprime una textura distinta a cada palabra que emite. Tiene cejas tupidas, anteojos de marco grueso. Enuncia sus frases con un tono arrabalero, bien de calle, redondo y sintético; al hablar pareciera estar traficando una idea en un pitch y de a poco, mientras las palabras se ablandan en su boca, se entusiasma con las ideas. Señala el libro sobre la mesa: Maestro & Vainman. 36 años de historias de la televisión que todos vimos publicado por Sudamericana. “Mi hijo es historiador –dice Vainman– y cuando lo vio me dijo: me ahorraste un trabajo, contaste la historia. Quisimos reivindicar eso, la televisión desde el lugar del autor, desde el rol y la mirada del autor. Nos debíamos como autores y le debíamos al gremio autoral también. Porque la mayor parte de la gente sigue ignorando que detrás de una réplica ingeniosa, de un personaje redondo, o de una situación encantadora o trágica, hay un gil que se sienta y piensa cada una de las palabras que van a crear eso”.

Maestro mueve la cabeza, asiente. Dice: “La marca Maestro y Vainman despertaba en el público cierta intriga: ¿qué era eso? Creo que en esa época no se consideraba al autor dentro de la cadena de montaje de hacer una tira, y a partir de ahí, mucha gente que trabajó en televisión lo tomó como referencia”. Vainman mueve la cabeza, asiente: es una imagen que se va a repetir el tiempo que dure la entrevista. Una imagen que seguramente se repitió durante treinta y seis años de oficio detrás de hitos de la televisión argentina como Clave de Sol, Archivo Negro, Zona de Riesgo y Montaña Rusa; una imagen multiplicada entre más de 50 tiras televisivas, telenovelas rosas, unitarios oscuros y hasta guiones de docuficción. Una imagen que, al día de hoy, los espectadores asocian a alguna de las tantas historias que marcaron la infancia, adolescencia, juventud y adultez de una generación de televidentes. ¿Quiénes, quién o qué era esa placa que aparecía antes de comenzar un programa y decía simplemente Maestro y Vainman?

1966. Tercer año de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta. Primeros pasos en la narrativa y el teatro independiente.

El estado de las cosas

 Resulta difícil que M&V no vuelvan al presente cada vez que la pregunta se dirige hacia el pasado. Vivimos, en términos audiovisuales, una situación de emergencia. Estos dos guionistas (o autores) que supieron sortear los vericuetos de la televisión abierta argentina desde la vuelta de la democracia con ex generales que oficiaban de directores de programación, que viajaron a Miami a mediados de los 80 con la esperanza de dar el batacazo en la televisión mexicana con Verónica Castro y el Puma Rodríguez y llevaron al límite económico a sus familias y volvieron con la frente marchita (y bronceada) sin un solo programa grabado, que pelearon en cada una de las oficinas de programación hasta lograr los primeros  éxitos cuando la televisión pública viró hacia el sector privado, dos tipos que se inventaron y se reinventaron después de cada éxito y fracaso: no pueden evitar hablar del estado de la televisión actual.

La falta de trabajo, no solo para los guionistas o autores, sino para los directores, técnicos, escenógrafos y directores. La situación crítica de la televisión argentina con la poca apuesta de sus programadores, el corporativismo mediático, y la lluvia de enlatados turcos para la telenovela de la tarde, el poco el espacio para que una tira se desarrolle y tome vuelo. ¿Es un problema de calidad o de producción, de imposibilidad ante el aluvión de series y series de HBO, MGC y Amazon? Maestro no lo ve tan así. Somos cuatro los que vemos Netflix, dice. “Hablo de algo más simple: la telenovela de la tarde. El problema tiene que ver con la falta de tiempo y de desarrollo de las historias, con la tendencia a trabajar con ideas de productores, más bien vagas y fáciles, y no invertir en historias a largo plazo. Tiene que ver con la idea de la Argentina. Fijate la novela turca: todo el mundo cree que la novela turca va a funcionar en todos lados y no es así. Lo reactivo del público pasa más en los programadores y en los productores que tienen el comando del programa. Es no darle tiempo a una historia. Ves una serie en cualquier plataforma nueva y en general los primeros episodios cuesta engancharse. Sin embargo, el público espera. Si le prometiste lo que le vas a contar, el público siempre espera”.

En un pasaje del libro, los autores hablan de un público que reacciona y que en esa condición se esconde la naturaleza compleja que nos define como sociedad de televidentes. Vainman lo asocia con el fútbol: “En el último campeonato, en catorce fechas se fueron 18 directores técnicos. Es  lo mismo: lo reactivo y lo espasmódico. Un tipo dirige un equipo, si en tres fechas le va mal, listo, ya está: afuera. Viene otro. Los programadores de televisión tiene esta misma cosa epidérmica. No hay tiempo para elaborar una historia y no hay tiempo para esperar una historia”.

Entonces ¿habría una mala lectura del programador o del productor que no confía en la paciencia del público?

Maestro: No se si es tanto la mala lectura de un programador. Es demasiada presión. En nuestra época, quien decidía era una sola persona; un solo dueño. Arriba de ellos no había nadie. Llámese Romay, quien sea. Hoy día un programador depende de los avatares de una corporación que compra y vende series, y donde el medio es lo que menos le importa en realidad. 

Vainman: Se compran Telefé como si compraran un paquete de pastillas.

Pero el problema, para M&V, es aún más profundo y complejo: no solo está en los nuevos programadores o jefes de contenidos. Maestro dice: “Nosotros nunca vamos a ser Hollywood”. Una frase que los profesores de producción no se cansan de repetir como advertencia y salvoconducto. La industria argentina no tiene el mismo flujo de trabajo que tiene una industria consolidada como la norteamericana, pero, paradójicamente, según M&V los autores también tienen una cuota de esa responsabilidad. Y tiene que ver con la creación de contenidos que se parezcan a las tendencias extranjeras, al indie norteamericano, a hacer algo-parecido-a, a copiar un formato, como la sitcom, que poco y nada tiene que ver, según ellos, con los gustos del público. En otro pasaje del libro, plagado de frases y de pequeñas lecciones sobre cómo hacer televisión que lo hacen pivotear entre un libro de Historia, una autobiografía, un manual de escritura con consejos de sabiduría y un libro objeto al estilo El arte de la guerra para pequeños aspirantes a autores, hay una frase que resume un poco su espíritu: “el público es lo único que no se puede inventar”.

¿Hay fórmulas, entonces? Sí y no. Están las formas más convencionales y más conocidas de escribir guiones, extraídas de esos laboratorios norteamericanos de script doctors que hacen mella en internet, pero no hay por parte de los autores locales, según M&V, una necesaria vuelta al barrio, al costumbrismo; ese gran género salva papas de la televisión argentina desde Florencio Sánchez hasta las comedias de teléfonos blancos de Alberto Migré. Vainman asegura que las pocas veces en que se tomó al barrio en los últimos años, se lo lavó de contenido y se lo intentó sofisticar hasta convertirlo en un falso costumbrismo. “El último buen trabajo con el barrio fue Gasoleros, que por algo fue lo que fue. Más allá de que le sacaron un campo o que se parecía al cine; básicamente lo que había era los colectiveros contra los taxistas. Pinta tu aldea y serás universal en la medida de que pintes tu aldea con un conflicto interesante y con una historia interesante. Si intentás falsearlo, o construir algo que se parece a otra cosa, es  mal costumbrismo, lavado y de cabotaje. Y no funciona.”

Maestro mueve la cabeza, asiente: “Nada de lo que dice Linda Seger o Dave McKee, aunque digan lo mismo que dijo Aristóteles, está mal, el problema es que con eso solamente no hacés nada. Es parecido a lo que hizo Favaloro salvando las distancias. Un tipo que se formó en el extranjero, en las mejores universidades del mundo, pero llegó a la Argentina y se adaptó a lo que había acá. Hay una enorme cantidad de limitaciones con las que uno se enfrenta cuando tiene que escribir para la televisión abierta argentina, que sigue siendo la que manda. Y no hay piel en las novelas que se escriben hoy en día. Siempre cito una frase de Mario Monicelli que dice “la comedia italiana murió el día en el que los directores dejaron de viajar en bus”.

Vainman clava la mirada y sin ningún tipo de añoranzas nostálgicas, dice: “Me parece que el libro habla de una televisión que pasó. La historia no se repite, tampoco se repiten las fórmulas. Pero sí hay algunos elementos que pueden servir para reformular y construir una televisión posible desde nuestra historia”. 

Fines de 1986. San Juan de Puerto Rico. En casa del manager del grupo Menudo.

Los años felices

El público no se inventa, pero ¿cómo hicieron estas dos cabezas para tocar la fibra de época en los más de mil y un capítulos que escribieron a cuatro manos durante treinta y seis años de oficio? El director de Argentores Miguel Angel Diani señala: “Son dos autores que saben manejar cualquiera de los géneros que predominan en la televisión. Desde la clásica telenovela diaria, hasta la tira juvenil. Programas para chicos y programas de no ficción. Han sabido interpretar el gusto del telespectador con un lenguaje moderno, actual, nunca arcaico, y con eso crearon un estilo inconfundible”.

Otro de los rasgos de M&V, quizás por su origen como maestros de escuela, fue la tarea pedagógica, muchas veces en particular o en congresos, con la creación de talleres de guión de donde salieron y se formaron muchos guionistas que hoy día intentan vender sus ideas en el panorama desolador que pintan los autores; Esther Feldman, Gabriel Daneri, Marcela Citterio. El productor y guionista (o autor) Mario Borovich, discípulo confeso de la dupla, dice: “Maestro y Vainman son quizás de los últimos exponentes de la televisión de Autor. De una televisión en la que el Word le ganaba al Excel, donde los ciclos se identificaban por el contenido y no por el diseño de producción”.

En esa preocupación por el oficio de contar historias que descifren el viejo enigma quimérico  acerca de qué quiere un público, hay varios hitos que marcaron un antes y un después. Como por ejemplo la tira Dar el alma  de 1984, una telenovela de la tarde que narraba la historia de una maestra rural desde un lugar realista y poco añorado, un maestro con sus penas y pocas glorias, que debía levantarse para trabajar y luchar con los chicos. “Fue un programa muy polémico –recuerda Maestro– primero porque tenía que ver con nuestra profesión inicial, y segundo que no era Jacinta Pichimahuida, sino un maestro que tenía que laburar, en un  lugar que había sido un centro de detención clandestino. Eran los primeros tiempos del gobierno de Alfonsín y la dictadura era una historia muy reciente. Nadie se había animado a hacerlo en televisión y menos en la telenovela de la tarde. Hubo mucho quilombo, mucha amenazas, a tal punto que, a pesar de los doscientos capítulos que hicimos, Romay lo quiso levantar pero no se animó por los picos de rating que teníamos. Fue una telenovela social. Lisa y llanamente. No quedó nada de eso porque las cintas fueron borradas, regrabadas, andá a saber.”

Vainman sonríe, recuerda otro hito de la televisión de comienzos de la década de los 90: Zona de Riesgo. Aquel unitario nocturno que retrató aspectos poco claros de un dúo de empresarios turbios interpretados por Rodolfo Ranni y Gerardo Romano. M&V se animaron a cosas que nadie había hecho en la televisión argentina: hablaron de empresas corruptas, chanchullos políticos, coimas y hasta se dieron el lujo de poner a un cocainómano en el prime time. “Era una tira controversial, apuntaba a generar conciencia sobre cosas que estaban pasando y cosas que estarían por pasar”. La serie fue tan exitosa que escribieron una segunda emisión y hasta recibió una carta de un ministro de turno al frente del ministerio de Agricultura, llamado Felipe Solá, quien aseguraba que uno de los capítulos hablaba de pesticidas y cosas raras que su ministerio al parecer nunca había permitido. El correr del tiempo mostraría otro panorama más acorde al programa.

1986. Miami, un descanso en medio del caos. Con Verónica Castro, su asistente y Héctor “Toti” Maselli.

Vainman se apura y menciona otra tira, semillero de actores y productores (Adrián Suar, Diego Torres, Araceli González, etc), que se grabó en la conciencia de una generación entera de televidentes: La banda del Golden Rocket (que en un principio iba a tener a un Kaiser Carabela como protagonista): “Nació por parte del canal de cubrir una franja infanto juvenil, pero que fuera nocturno. Propusimos un cambio de paradigma en la producción. Priorizamos las locaciones, los exteriores, a lo que era el piso. Hicimos mucho afuera. Duplicamos las jornadas en exteriores. Nosotros creíamos que la televisión que se venía era con menos cartón y con más pared”.

Maestro se deja caer sobre la mesada y hojea el libro donde están todas las tiras que escribió junto con su compañero de banco de la primaria hasta que un día, después de tantos años de colaboración, decidieron dejar de escribir juntos porque ya no se divertían del mismo modo y encararon proyectos personales. “Todas, Gerente de Familia, Amigovios, Montaña Rusa, todas tuvieron algún componente, algún de-safío a la hora de encarar la escritura o de pensar la audiencia o el público. En nuestra oficina llegaron a hacerse cinco programas al mismo tiempo. Era como un mercado de especias de Estambul, donde la gente corre, va y viene, era algo hermoso, muy vital. Teníamos poder de decisión sobre los programas. Hoy eso se conoce como showrunner; productor artístico. Y es un concepto que en la Argentina no se ha entendido del todo. Porque el showrunner es el producto de un estudio de mercado, de una serie de decisiones que tiene que ver con lo económico, donde un productor apuesta por una persona que toma decisiones artísticas globales. Acá, todavía no se puede entender”.

Antes de añorar una época dorada, que disfrutaron como pocos guionistas, M&V parecieran recordar el pasado con un sentido moral para pensar y evaluar el presente. Vainman se pone de pie y saluda por su nombre a una señora que pasa caminando. La señora mayor de, en apariencia, ochenta años se sienta ante una computadora que, como un locutorio callejero, ofrece internet gratis para los afiliados del sindicato. Vainman la mira, asiente con la cabeza, y dice: “En el fondo, sigue siendo la misma historia de siempre. Tener una buena idea, no es fácil. Y saber contarla, tampoco es fácil”. Lo dice con cierto tono, no de fastidio ni de resentimiento, sino de quien conoce los pequeños gajes de un oficio antiguo y milenario, simple en apariencia y complejo en su proyección. Detrás de él y de su amigo de la infancia, los retratos de los dramaturgos, libretistas, guionistas, en definitiva, autores, parecen aprobar su sentencia con cierto rictus solemne, la pose erguida y el gesto ligeramente adusto. M&V se despiden y, como si los tiempos en el fondo no hubieran cambiado tanto, bajan la escalera sin dejar de comentar la dificultad de venderle una idea a cierto productor mañoso que ocupa las oficinas de un canal de turno.

1992. El programa de mano del espectáculo La banda del Golden Rocket.