Pertenezco a la generación de los que en los años 1980 vibraron con la Revolución Sandinista y la apoyaron activamente. El impulso progresista reanimado por la Revolución Cubana de 1959 se había estancado en gran medida por la intervención imperialista de Estados Unidos. La imposición de la dictadura militar en Brasil en 1964 y en Argentina en 1976, la muerte del Che Guevara en 1967 en Bolivia y el golpe de Augusto Pinochet en Chile contra Salvador Allende en 1973 fueron los signos más sobresalientes de que el subcontinente americano estaba condenado a ser el patio trasero de Estados Unidos, sometido a la dominación de las grandes empresas multinacionales y de las élites nacionales conniventes con ellas. Estaba, en síntesis, impedido de pensarse como conjunto de sociedades inclusivas centradas en los intereses de las grandes mayorías empobrecidas.

La Revolución Sandinista significaba el surgimiento de una contracorriente auspiciosa. Su significado resultaba no solo de las transformaciones concretas que protagonizaba (participación popular sin precedentes, reforma agraria, campaña de alfabetización que mereció el premio de la Unesco, revolución cultural, creación de servicio público de salud, etc.), sino también del hecho de que todo esto se realizó en condiciones difíciles debido al cerco extremadamente agresivo de los Estados Unidos de Ronald Reagan, que supuso el embargo económico y el infame financiamiento de los “contras” nicaragüenses (la guerrilla contrarrevolucionaria) y el fomento de la guerra civil. Igualmente significativo fue el hecho de que el gobierno sandinista mantuviera el régimen democrático, lo que en 1990 dictó el fin de la revolución con la victoria del bloque opositor, del que, además, formaba parte el Partido Comunista de Nicaragua.

En los años siguientes, el Frente Sandinista, siempre liderado por Daniel Ortega, perdió tres elecciones, hasta que en 2006 reconquistó el poder, manteniéndolo hasta hoy. Sin embargo, Nicaragua, como por lo demás toda Centroamérica, estuvo fuera del radar de la opinión pública internacional y de la propia izquierda latinoamericana. Hasta que el pasado abril las protestas sociales y la violenta represión llamaron la atención del mundo. Pueden contarse ya muchas decenas de muertes causadas por las fuerzas policiales y por milicias adeptas al partido del gobierno. Las protestas, protagonizadas inicialmente por estudiantes universitarios, apuntaban a la displicencia del gobierno ante la catástrofe ecológica en la Reserva Biológica Indio-Maíz causada por el incendio y por la deforestación e invasión ilegales. Se sucedieron después las protestas contra la reforma del sistema de seguridad social, que imponía recortes drásticos en las pensiones y gravámenes adicionales impuestos a los trabajadores y los patrones. A los estudiantes se unieron los sindicatos y demás organizaciones de la sociedad civil.

Ante las protestas, el gobierno retiró la propuesta, pero el país estaba ya incendiado por la indignación contra la violencia y la represión y por la repulsa causada por muchas otras facetas sombrías del gobierno sandinista, que entretanto empezaron a ser más conocidas y abiertamente criticadas. La Iglesia católica, que desde 2003 se “reconcilió” con el sandinismo, volvió a tomar sus distancias y aceptó mediar en el conflicto social y político bajo condiciones. El mismo distanciamiento ocurrió con la burguesía empresarial nicaragüense, al que Ortega ofreció sustanciosos negocios y condiciones privilegiadas de actuación a cambio de lealtad política. El futuro es incierto y no puede excluirse la posibilidad de que este país, tan masacrado por la violencia, vuelva a sufrir un baño de sangre. La oposición al orteguismo cubre todo el espectro político y, tal como ha ocurrido en otros países (Venezuela y Brasil), solo muestra unidad para derribar el régimen, pero no para crear una alternativa democrática. Todo lleva a creer que no habrá solución pacífica sin la renuncia de la pareja presidencial Ortega-Murillo y la convocatoria de elecciones anticipadas libres y transparentes.

Los demócratas, en general, y las fuerzas políticas de izquierda, en particular, tienen razones para estar perplejos. Pero tienen sobre todo el deber de reexaminar las opciones recientes de gobiernos considerados de izquierda en muchos países del continente y de cuestionar su silencio ante tanto atropello de ideales políticos durante tanto tiempo. Por esta razón, este texto no deja de ser, en parte, una autocrítica. ¿Qué lecciones se pueden extraer de lo que pasa en Nicaragua? Ponderar las duras lecciones que a continuación enumero será la mejor forma de solidarizarse con el pueblo nicaragüense y de manifestarle respeto por su dignidad.

* Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra (Portugal). Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.