Una de los principios de la clínica del psicoanálisis radica en afirmar la bisexualidad constitutiva del sujeto. Para el sentido común, esta idea quiere decir que todos somos un poco heterosexuales y otro poco homosexuales; sin embargo, el sentido de este principio es cuestionar la interpretación binaria que opone la heterosexualidad a la homosexualidad.

Muchas veces se ha dicho que el psicoanálisis entroniza la heterosexualidad como una norma. No obstante, pocas cosas quedan más discutidas por la práctica del psicoanálisis. Por ejemplo, si por “heterosexual” se entiende al varón que se interesa por una mujer, lo cierto es que muchas veces ese interés se basa en la relación de ese varón con otros varones.

Por un lado, el erotismo del varón respecto de las mujeres muchas veces depende de un rasgo masculino. Es el caso de un muchacho que durante un tiempo habla de lo hermosa que es la sonrisa de la mujer con la que comenzó a salir, hasta que un día cuenta que, después de ir conocer a la familia de su novia, se da cuenta de que ella se ríe igual que su padre. Mejor dicho, que el rasgo que más le gustaba responde a una identificación de ella con su padre. ¿De qué otra cosa puede enamorarse un varón, en una mujer, que de su padre? Así es que para muchos se trata de competir con ese padre, señal entonces de que ese lazo amoroso es muy intenso; por no mencionar diferentes historias o anécdotas, más o menos conocidas, en las que el interés por una mujer depende de que haya sido “la hija de”, cuando no “la esposa de”. En última instancia, si existe un mandamiento que dice “No desearás a la mujer de tu prójimo”, es para velar que en la mujer del prójimo se puede desear al prójimo.

Este último punto lleva a la cuestión del deseo. Para el sentido común los varones podrían estar con cualquier mujer, por lo general en función de una demostración de potencia (dedicada a otro varón). La escena callejera de grotesco halago no tiene como fin la seducción. En realidad, la torpeza del piropo habla menos de la relación de un varón con una mujer que de la formación reactiva con que se defiende de la posición pasiva ante otro varón. Por eso las principales víctimas de la violencia del piropo son las travestis, con quienes la crueldad suele ser extrema.

Este aspecto del machismo no suele ser pensado. Sólo para una visión exterior un varón puede desear a cualquier mujer. Incluso es una idea habitual: creer que los varones desean más de lo que aman. ¡Pero no es cierto! Al contrario, los varones pueden amar a cualquier mujer, mientras que desear, desean sólo a una. E incluso cuando se acuestan con muchas mujeres, siempre es con la misma. En el varón, el amor es una forma de defensa respecto del deseo. Los varones pueden amar a diferentes mujeres para no desear sólo a una. Por eso el síntoma obsesivo suele estar a nivel del amor (como una manera de dividir a la mujer, en “al menos dos” con la duda), mientras que la histeria masculina hace del amor una condición. Es como dice la canción de Sabina: “Y sin embargo, cuando duermo sin ti/ contigo sueño./ Y con todas si duermes a mi lado”.

Los varones no escuchan a las mujeres. Sólo obedecen lo que dicen otros varones. A lo sumo escuchan lo que dicen sus madres, pero porque no las consideran mujeres. Un varón le cuenta a su mujer la intervención fabulosa de su analista esa semana y ella responde: “¿Vos pagás para que te digan eso? ¡Te lo digo desde el día en que nos conocimos!”. Habría que escribir alguna vez un tratado acerca de los modos en que la diferencia sexual incide en la posibilidad de escuchar la palabra del analista, pero éste es otro tema. La dominación masculina es, en última instancia, un modo de relación con la palabra. Los varones no escuchan. La misoginia consiste en el desprecio que los hombres expresan hacia la palabra femenina. “No podés quedarte callada”, “Querés hablar todo el tiempo”, “De cualquier cosa hacés un problema”, son frases habituales. En 1958, Lacan contaba el caso de un fin de análisis en un varón, lo resume a partir de la relación con su esposa: “Ella le habla tan bien como lo haría un analista”.

Hoy en día, la última mascarada del machismo es la del varón que se llama “feminista” a sí mismo. Esta impostura revela la posición de quien no quiere escuchar nada, sino identificarse a una masa. Y toda identificación masificada es masculina. El varón misógino de nuestro tiempo es feminista, y es tan políticamente correcto que hasta juega al fútbol con ellas. Se fascina con lo que dicen las mujeres, pero no las escucha; porque dice lo mismo y, por lo tanto, no responde.

De regreso al principio, la bisexualidad constitutiva del sujeto no quiere decir que todos somos un poco heterosexuales y otro poco homosexuales, sino que esta es la vía que encontró Freud de cuestionar la norma heterosexual al mismo tiempo que se consolidaba. Todavía debemos mucho a la lucidez del descubrimiento freudiano, todavía no estamos a su altura. El psicoanálisis no opone la homosexualidad a la heterosexualidad, sino que descubre que ambas se encuentran indisolublemente intrincadas, se suponen y, eventualmente, se disuelven. Más interesante es el camino que avanza hacia una clínica que supone que diversas posiciones homosexuales son distantes entre sí, lo mismo que en la heterosexualidad.

Si tuviera que arriesgar una definición diría que la homosexualidad tiene una condición precisa: amar al otro por lo que tiene. A esto se refiere Freud cuando habla de elección narcisista. Por eso el sujeto histérico (varón o mujer) siempre lo es, como lo es el varón que ama a una mujer por sus “cualidades”. Mientras que hay varones que salen con varones desde una posición heterosexual… Porque la diferencia homo/hétero no se basa en la elección de objeto sino en la posición sexuada. Es homosexual, por ejemplo, el varón que sale con una mujer para la mirada de los amigos. Como lo es el seductor que colecciona sus conquistas. Mientras que hay varones que aman a las mujeres (y a otros hombres) por lo que les falta. Esa falta a veces puede ser un defecto, otras veces incluso un rasgo masculino (como el que atrapa a ese amigo al que le gustan las mujeres que comen “a lo macho”, con hambre, y no las que picotean el plato). Así puede amarse a una mujer por la feminidad que le falta, ¡amar esa falta es lo femenino!

Por eso la feminidad nunca se tiene, sino que se la ama (en hombres y mujeres). Eso define la heterosexualidad, que nada tiene que ver (al igual que la homosexualidad) con una combinación anatómica de genitales. En última instancia, esto es lo que dice Freud en El fetichismo (1927) cuando afirma que el fetiche es una defensa contra la homosexualidad.

 

* Psicoanalista, Doctor en Psicología y Filosofía por la UBA. Coordinador de la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor de diversos libros, entre ellos Más crianza, menos terapia. Ser padres en el siglo XXI (Paidós, 2018)