En el corazón de la selva un avión accidentado ofrece varios de los lujos de la sociedad de consumo, como si se tratara de un improvisado centro de compras para ricos. Un sacerdote católico usualmente atado al dogma se dispone a quemar las páginas de su biblia para alimentar una fogata. Una serpiente despellejada pasa de ser el sustento esencial de un grupo de expedicionarios al movedizo festín de un batallón de hormigas. Tres imágenes que podrían formar parte de alguno de los últimos largometrajes de Luis Buñuel, ya desencadenado de cualquier tipo de restricción comercial, completamente transformado en el auteur santificado por la crítica internacional. Sin embargo, ese inolvidable trío de instancias alucinadas pertenece a La muerte en este jardín (1956), una de las dos coproducciones entre Francia y México que –bajo los auspicios del productor ruso-mexicano Oscar Dancigers– fueron encaradas por el gran cineasta español a mediados de los años 50, a mitad de camino entre las convenciones del cine de género y sus intereses más personales (algo que, por otro lado, puede afirmarse respecto de una parte sustancial de su producción cien por ciento mexicana).

La plataforma de cine a demanda más cinéfila a la que puede accederse por estos pagos, Mubi, está ofreciendo hasta fines de este mes –bajo el título “Tesoros surrealistas”– un programa buñuelesco cuádruple que incluye algunos de sus films tardíos más famosos: Tristana, El fantasma de la libertad y La vía láctea. Sin embargo, la verdadera sorpresa es la aparición, en una copia refulgente –que se corresponde con una reciente restauración de imagen y sonido a partir de los negativos originales–, de La mort en ce jardin, rodada íntegramente en México con un reparto encabezado por actores y actrices de origen galo. Simone Signoret, estrella absoluta en el momento del estreno, es Djin, una prostituta sin corazón de oro y la regente de un burdel de pueblo; Charles Vanel –quien venía de co-encabezar el reparto de la muy exitosa El salario del medio– encarna a Castin, un cazador de esmeraldas y padre de una bella joven sordomuda, un hombre deseoso de volver a su país natal y abril un pequeño restaurante en Marsella; el blondo Georges Marchal interpreta a Chark, un fornido aventurero con características que hoy sólo pueden definirse como machistas y hetero patriarcales (su relación con el sexo opuesto es particularmente violenta): finalmente, un jovencísimo Michel Piccoli se calza los hábitos del Padre Lizzardi, un cura tan preocupado por salvar almas que no parece ver las injusticias que se cometen alrededor de su parroquia.

Basada en una novela olvidada del escritor belga José-André Lacour, y con un guion escrito a seis manos por el propio Buñuel y sus amigos Luis Alcoriza y Raymond Queneau, la historia de La muerte en este jardín describe, durante su primera hora, el enfrentamiento entre dos grupos de personajes claramente definidos. La acción trascurre en un pueblo de cierto país sudamericano –imaginario, aunque vecino de Brasil– en el cual las fuerzas militares locales hacen y deshacen a gusto las reglas y normas de convivencia. La primera secuencia involucra a un grupo de buscadores de la preciada gema y una noticia, declarada a viva voz por un oficial: en menos de veinticuatro horas, deberán abandonar cualquier reclamo comercial sobre la región que se encuentran explotando. Todos esos hombres rudos y dispuestos a la batallas son extranjeros, un dato nada menor: entre ellos y los militares, un pueblo manso, adormecido, será testigo de los acontecimientos por venir, que incluyen algún que otro acto de violencia seguido por la represión estatal, un ajusticiamiento a todas luces injusto y, finalmente, una pueblada, que hace derivar el relato hacia su segunda mitad: un escape hacia la región selvática cercana, donde los elementos surrealistas comienzan a hacer acto de presencia.

Es notable como La muerte en este jardín no deja de transitar caminos reconocibles e incluso derivativos, que van desde el cine de aventuras estadounidense y el coqueteo con el western a la ligera denuncia indirecta de la opresión política y social de las dictaduras latinoamericanas de la época, Cuba incluida (suele decirse que Buñuel recupera aquí algunos de sus recuerdos de la Guerra Civil Española, reconvertidos en material cinematográfico). Al mismo tiempo, la subversión de esos elementos reconocibles es palpable desde el primer momento: no hay aquí héroes claramente reconocibles y cada uno de los personajes principales ostenta una ética personal alejada del virtuosismo. Prototipo del macho todopoderoso y posiblemente misógino, Chark dista mucho del aventurero de matinée, a pesar de su apariencia física; el sacerdote interpretado por Piccoli, más allá de haber abandonado el primer mundo por regiones poco amables con el “hombre blanco”, es tan funcional al statu quo que se pasea orgulloso con su reloj de pulsera, cortesía de una empresa multinacional de explotación petrolera. El resto del contingente no merece mayores alabanzas, obsesionado como está con la posibilidad de la riqueza económica (no por otra cosa están allí, en ese agujero del mundo), aunque para alcanzarla deban traicionar a aquellos más cercanos. 

Segundo largometraje en colores de Luis Buñuel luego de Las aventuras de Robinson Crusoe (1954) –otra coproducción, en aquel caso con los Estados Unidos–, el vibrante Eastmancolor reemplaza los amarillos y ocres de la primera porción del relato por los verdes furiosos de la jungla en la segunda. Ya lejos del enemigo que lo persigue incansablemente, pero también de cualquier vestigio de civilización, el quinteto ingresa en un estado de desamparo que no excluye la muerte por inanición, enfermedad o locura. Lejos de acercarlos –aunque en algunas instancias la posibilidad parezca al alcance de la mano– el acecho del peligro y la extinción descompone aún más la posibilidad de la solidaridad. Buñuel, pillo como siempre, desestructura los convencionalismos narrativos sin abandonar una estructura formal convencional, descriptiva y centrada en las acciones, como en cualquier otro relato de aventuras. La muerte en este jardín puede ser un film menor en la obra del director de Un perro andaluz, pero el genio aparece, tarde o temprano. Como en ese plano cerrado que se va abriendo lentamente para descubrir a uno de los sobrevivientes de ese encierro al aire libre, la chica sordomuda interpretada por Michèle Girardon, vestida con un trajecito de alta costura en medio de un desastre aéreo, cerrando una cartera de marca y disfrutando de un cofrecito repleto de joyas. Años más tarde, en una réplica quizá nada inconsciente, Jean-Luc Godard le hará decir a un personaje de la sátira apocalíptica Week End, luego del choque e incendio de un auto que pudo haber terminado con su vida, la siguiente frase: “Oh, no, mi cartera Hermès”. El surrealismo siempre hace acto de presencia así, de golpe, en los lugares y momentos más impensados.