Empezó como un reto fiero. Como uno de esos que Claudio Rissi nos tiene acostumbrados cuando actúa, pero en silencio: los ojos cargados de una furia seca, sin verbalización. “Se había mandado una cagada y la miré fijo. En seguida volvió sobre sus pasos y se metió en la cucha”. La transmisión de pensamiento con Mathelda –un dogo que “parecía un burro” cuando se alegraba porque no tenía operada las orejas; tampoco la cola– fue tan perfecta que el actor pasó rápido del enojo a la curiosidad. ¿Y si de verdad había podido ordenarle la acción con la mirada? Los días siguientes empezó a repetir la escena: al principio como un juego y luego ya como una técnica. Su propio método de actuación. “La miraba fijo, sin hacer ningún gesto ni emitir ningún sonido, y ella reaccionaba. A veces, cuando iba a fondo, me creía el enojo y se iba para la cucha. Pero otras volvía y se ponía a jugar conmigo. La energía había sido distinta”. 

Así, cuenta Rissi, fue que empezó adquirir esa mirada fuerte y seca, como de escarmiento a punto de tronar, que es una de sus marcas registradas. Y que cargan varias de sus interpretaciones más reconocibles, desde aquel fletero de Okupas y el gaucho errante de Aballay (pueden sumarse los comisarios de El Puntero y Amar después de amar así como los protagónicos en obras recientes como Terrenal o Kilómetro Limbo) a este mandamás de una cárcel en descomposición que brilla en El Marginal; tal vez el papel de su vida. El que logró condensar todo su talento. Ese histrionismo o mirada relámpago que sabe transmitir “un sentido de verdad”. O como aclara él: “Una energía para manejar en determinadas circunstancias”. Sólo en determinadas circunstancias.

Llegar al fondo

Estamos en la víspera del estreno de El Marginal 2, la precuela de la celebrada serie de Underground que va por la Televisión Pública, y Rissi prepara un guiso de mondongo y otro de lentejas para invitados en su casa. “Viene Nico (Furtado), viene el colombiano (Daniel Pacheco Bautista), viene el director Alejandro Ciancio y espero que también vengan Pel y el Colorado, los camarógrafos con los que trabajamos y son unos capos”, subraya. 

La alegría por esta segunda temporada –que contará cómo fue que los Borges, dupla de hermanos encarnada por Mario (Rissi) y Diosito (Furtado), tomaron el poder en una clásica cárcel argentina en descomposición– está dada no sólo por una palpable expectativa mayor respecto a la primera de 2016 (aún puede verse por Netflix y ganó en su momento el Martín Fierro de Oro) sino también porque se trata de un época particularmente buena para el actor. Un hombre que desde hace rato es apreciado en roles secundarios de alto impacto (además de los anteriores nombrados, recordar especialmente a Rudy, el Rey de la Noche, en 76 89 03). Pero que hace no tanto concretó la chance de poder brillar en papeles que salían de su registro más natural y que por ejemplo lo llevaron nada menos que al festival de Cannes.

“Si me preguntabas cuando era pibe a dónde soñaba llegar no te decía a Hollywood o los Oscars. Te decía Cannes. Y te lo decía como algo inalcanzable. Ya me era resultaba difícil llegar a ser actor, imaginate llegar a Cannes”, cuenta Rissi que llegó allí como co-protagonista de La novia del desierto, una ópera prima que no sólo causó sensación (fue muy aplaudida en funciones de público y crítica generalmente reacia, lo que llevó a que la poderosa distribuidora Golem decidiera estrenarla de manera fuerte en España) sino que también encantó a la mismísima Uma Thurman que como jurado presente –el momento quedó registrado en YouTube– no dudó en incorporarse, abrazar y quedarse hablando varios minutos con el actor apenas se lo cruzó en una cena. “Me dijo que estaba enamorada del Gringo, el vendedor ambulante que me tocó hacer. Un tipo seductor y simpático que termina acompañando al personaje de Paulina García, una empleada doméstica que se pierde en su viaje a San Juan”.

Una sensibilidad que al igual que sus otras cualidades se sostiene en una empatía mayor a la habitual (algo de esa mirada que sabe llegarnos a fondo aunque no diga nada) y en una intuición para hacer natural los caminos de expresión elegidos. “Yo no soy tanto de estudiar los guiones que me dan porque tengo una gran memoria de los conceptos y los acomodo a mi decir. Y si por ahí un director me marca algo que no me convence, al día siguiente vuelvo y lo incorporo porque lo estuve laburando entre sueños. Trabajo con mi inconsciente”, señala.

Curiosamente el histrionismo y su verborragia, esa retórica en formato porteño que Rissi da la impresión de poder soltar como una melodía cuando lo requiere, también está entre sus armas como actor, aunque no de manera natural. “Yo antes no emitía opinión. De hecho me sigue costando mucho, tengo que trabajar sobre eso. Por eso quizá hay personajes donde me salta esa verborragia. Porque de chico era muy callado”, asegura. “Mi padre era un autoritario que no me dejaba hablar. Y que me llegó a golpear: ‘callese, usted qué sabe’, recuerdo que me interrumpió una vez cuando yo ni había terminado de decir una palabra”. 

¿Cuántos años tenías?

–Era un niño. Me pegó un cachetazo y la cabeza me rebotó contra una ventana. Estábamos comiendo en la cocina. Mi padre sentado frente a mí. La mesa apoyada contra la pared. El tirante de madera sosteniendo el ventanal de hierro vidrio. Y me quedó grabado ese golpe: mi cabeza yendo para un lado y después para el otro.

Un actor popular

Rissi nació y se crió en el mismo barrio donde vive ahora (“Un pasaje llamado Añaco, paralelo a la avenida San Juan”). Una casa chorizo que pertenecía a sus abuelos y que de tan vieja se venía abajo. “Los días que llovía teníamos que comer al horno porque los techos tenían tantas goteras que nos quedábamos sin cacerolas”. Fascinado con el cine y la actuación desde muy chico (“Vi Dedos de oro de James Bond y la adapté para hacerla en la escuela”), se las rebuscó sin apoyo familiar para cumplir su meta hacer teatro: primero actuando clandestinamente; y luego, ya independizado, adoptando distintos oficios al paso para poder bancar la decisión. Así fue sereno, ensobró correspondencia, cobró el cable, hizo encuestas y pagaba ida y vuelta un colectivo interurbano para dormir ahí cuando se quedaba sin techo.

“Mi vieja era costurera. Hacía terminaciones de prendas en nuestra casa para poder criarnos. Y mi viejo era empleado, estaba empecinado con que fuera un obrero especializado. Por eso me recibí de oficial tornero mecánico. Cuando hice mi debut en televisión, un bolo muy chiquito antes de los títulos, le quise mostrar y no me dejó. Estaba viendo Bonanza y cuando cambié de canal me dijo: ‘Saque esa mierda’. ‘Pero son treinta segundos’. ‘No importa’. Había una sola tele en casa y no veía televisión argentina salvo Operación Ja Ja”.

¿Cambió de postura cuando ya te empezó a ir mejor?

–No. Se murió sin verme actuar. Igual hacia el final la relación mejoró un poco. Empezó a darse cuenta de que estaba grande, supongo. Una vez que estaba de visita y de fondo estaba el Chavo. Mi viejo se puso a hablar de Chaplin, que era el gran comediante del cine, etcétera, y yo le dije: ‘Sí, Chaplín será un genio, pero Chespirito es el Chaplín de ahora’. Se quedó pensando y me dijo: ‘Tiene razón’. Creo que fue la primera veces que aceptó mi opinión.

La mención a Chespirito no es casual. Como el mexicano, Rissi se reconoce dentro de una tradición de actores populares. “Cada tanto hago una revisión personal y entro en crisis con mi vida, con mi carrera. Pero el otro día me pasaron una grabación de Terrenal (destacada obra de Kartún en la que entregó una de sus mejores interpretaciones y le valió un Cóndor de Plata) y redescubrí al actor: me gusté, cosa que no es común. Entendí lo que le pasaba al público. Porque ahí yo me la jugaba entero. A fondo. Todos los días. Y quedaba seco. Volví a ver la obra y empecé a emocionarme y a angustiarme en los mismos momentos. Como si todavía la estuviese haciendo. ‘Qué bárbaro’, me dije. Y pensé: ‘Bueno, está bien, esto es ser un actor popular. No es un trabajo: es una forma de vida’”.

Dentro de esa tradición entonces que viene cultivando desde sus inicios, pero que parece haber ganado especial fuerza a partir de que superó los cuarenta, fue que empezó a destacarse también su veta porteña. Esa tanada de última generación que a su nivel sólo comparte con pares como Gerardo Romano y Luis Brandoni. “A veces me molesta porque puede llegar a condicionarme el personaje. Pero también lo disfruto”, señala al respecto. “Hoy por ejemplo disfruto mucho ser un gran puteador. El más grande falleció hace poquito y se llamó Federico Luppi. Era el mejor. Lo mismo Romano y Brandoni”. 

¿Hay un arte del buen puteador?

–Sí. Y yo lo tengo. Me jacto de ser un gran puteador y de saber bien cómo manejar ese vocabulario soez con gracia, de poder transformarlo en un hecho artístico frente a una cámara o sobre un escenario. 

Palabras mayores

Como de joven era más bien reservado, Rissi cuenta que terminaba pasando bastante tiempo con gente grande, palabras mayores de la profesión. Pero que conforme fue haciéndose más grande y a ganar confianza, encontró en la carajeada amistosa, ese arte del putear, una virtuosa forma de encontrar su lugar y relacionarse. “Me empezó a gustar mandarlos a cagar”, sonríe. “Y eso que estoy hablando de próceres de la profesión, eh. Por ahí venía, no sé, un San Martín fastidioso porque le había pasado algo, y yo le decía: ‘Escuchame José, ¿por qué no te dejás de hinchar las pelotas?’. ‘Che, ¿alguien puede traerle a éste algo de comer así se calla y no rompe más las pelotas?’. ‘A ver José, sentate ahí y no molestes, ¿querés?’. Obviamente me miraban: ‘Ah no, éste es un desubicado total, ¡pero es tan impune que no le podemos decir nada!’. Pero la realidad es que toda esa gastada estaba basada en el fondo en el más absoluto respeto”. 

Y algo de eso ocurre en las escenas que comparte con Romano en El Marginal. “No somos amigos íntimos, pero siempre lo quise y lo respeté mucho. Lo conozco desde el ‘77 cuando hizo PD: Tu gato ha muerto con Brandoni y Silvia Montanari, y ya era un actor extraordinario como Miguel Ángel Solá o Daniel Fanego. En los ochenta nos cruzamos un par de veces cuando grabé varios bolos de televisión, incluyendo uno para Zona de riesgo, el mejor bolo que hice en mi vida, y él me dijo: ‘El día que hagas cine, no lo largás más”.

Ambos logran concentrar varios de las mejores momentos de la serie cuando se encuentran y simplemente se ponen a charlar. Uno como Antín, director carcelario supuestamente preocupado por los derechos humanos que se las sabe todas. Y el otro como Mario Borges, el referente de cierto grupo privilegiado de internos que se las sabe todavía más. Escenas que pueden ocurrir durante una salida en auto de la cárcel, con Antín al volante de su auto y Borges bajando a segundo a comprar forros; o después, en una negociación de ambos en insólito pie de igualdad, para resolver un motín que parece irritar más al capo tumbero que al cínico director. Diálogos imperdibles, para alquilar balcones, de renovada porteñidad. “Nos faltamos el respeto todo el tiempo porque en el fondo hay una gran admiración y mucho cariño. Y eso ayuda a que lo que pasa con los personajes de algún modo también nos pasa a nosotros.”

Es como si estuvieran filtrando desde los personajes una historia personal de ustedes...

–Es así. Yo le he llegado a cambiar el humor a Gerardo. Que venga caliente por algo que le pasó y que después de la escena ya no estuviese más fastidiado. Creo que nuestras escenas, así como las mías con Diosito, aportaron la picardía y también los afectos que un poco matizaron la violencia de la primera parte de la serie. Vamos a ver cómo viene la segunda.