1

Cada vez que vienen esas nubes del fondo, la tormenta no falla, dice la madre. Y menos en invierno. Vas a ver, se va a caer el cielo. La hija asiente. Pero no vamos a estar cuando llueva, dice la hija. Le pone una campera a la madre y levanta el bolso. Agita las llaves de la puerta de calle: Movete, le dice. La madre le pregunta: Pusiste la malla. La hija prefiere decirle que sí. Después agita otra vez las llaves: Movete. No tengo toda la vida para esperarte. Y la madre: No te quejes que sos joven. Sí, le dice la hija. Joven para vos, dice. Para el mundo soy una vieja. La madre dice: Seguro que pusiste la malla.  Seguro, dice la hija. Apurate, dale. La madre obedece, cruza el patio, sigue a la hija a través del pasillo que cruza el jardín reseco. Un trueno largo hace temblar el barrio entero. Apurate, dice la hija. La madre sale. La hija cierra la puerta de calle, pone doble vuelta, como si pudiera venir alguien a robarles qué. Caminan hacia la avenida, la parada. Las primeras gotas las sorprenden cundo están por subir al colectivo. La oscuridad de la tormenta torna el atardecer en noche cerrada. El aguacero se descarga contra las ventanillas. Siéntese, señora, se para un hombre y le cede el lugar a la madre. La mujer a su lado, una joven que debe ser su novia, también se levanta y le dice a la hija: Siéntese, señora. No, gracias, dice la hija. No se moleste. Y aclara con una sonrisa: Soy la hija. No lo parece, puede pensar la chica. Pero no lo dice.  Y debe pensarlo como lo piensan los demás pasajeros del colectivo que avanza en la tormenta negra como navegándola. Las dos sentadas, una junto a la otra. A la hija le habría gustado sentarse aparte, que no la vieran hermanada a su madre. Pero todos las miran. Y deben pensarlo al verlas juntas, las dos en el mismo asiento, una pegada a la otra, el bolso en la rodilla de una, un bolso de mano, porque les alcanza y sobra un solo bolso de viaje. Siamesas, piensa la hija. Sus ojos transmiten por momentos la mirada de lo irremediable. Pusiste mi malla, pregunta la madre. Quedate tranquila, dice la hija. El mar en invierno, piensa la hija. Y con esta tormenta que, según el pronóstico, alcanza a la costa atlántica y tiene para todo el fin de semana. Los pasajeros que escucharon a la madre sonríen con lástima. Y la lástima la abarca también a ella. El colectivo en la tormenta. Te dije que el cielo se vendría abajo, dice la madre.  

2

Están sentadas en la mesa de un bar de la terminal. Una frente a otra. La hija mira la hora en su reloj pulsera y compara su hora con la que marca el reloj de la pared. El suyo atrasa. Toma el té despacio, con sorbos cortos, aniñados. La madre la observa: Así no toma una señorita. Es que quema, dice la hija. Entonces dejás que se enfríe. Cuando algo está que arde siempre conviene dejar que se enfríe, dice la madre. Y frunce la nariz. Cuando empieza con ese gesto, la hija lo sabe, después la madre no puede parar y no hay quien la detenga. No le dice nada porque si le dice es peor. Sin embargo, como no aguanta, le dice: Estás nerviosa, calmate. La madre no la mira. Mira alrededor, mira la gente alrededor, los hombres, las mujeres. También los pordioseros. A los que piden limosna los mira con asco y desconfianza. Gente del interior, la mayoría, dice. Te das cuenta por la ropa, dice. Hablá más bajo, le dice la hija. Hablo como me da la gana. Además no estoy diciendo nada insultante. Te das cuenta que son del interior no sólo por la piel marrón. También por la ropa. Son copia de las marcas importantes. Y la llevan apretada. Además, sentí como se perfuman. Porque son descendientes de indios y tienen una sudoración más fuerte. Aunque esté de acuerdo con la opinión de su madre la hija se empecina en pedirle que hable más bajo. Nadie me oye. Sólo se oye la lluvia, dice la madre. Y es cierto porque ahora las ráfagas de agua arrecian nublando las dársenas, los relámpagos intimidan y los truenos aturden. El temporal estremece la terminal. La madre se come las uñas. Estás nerviosa, le dice la hija. Te pido otro té. Y si no sale el micro, dice la madre. No lo pregunta: tiene una certeza fatalista, típica suya. Va a salir, dice la hija. Los micros salen aún con lluvia, retrasados pero salen. Es peligroso que salgan, dice la madre. Quién no sabe lo peligroso que es manejar con lluvia. Y más de noche. Te pido un té, dice la hija. Y te tomás la pastilla. No, dice la madre. Esta noche no quiero. Quiero estar despierta. Tomala, dice la hija, por si te pasa algo. Qué me va a pasar, dice la madre. Y si volcamos, le dice la hija. Si volcamos, podemos sobrevivir, dice la madre. Nada me impedirá ver el mar. Y la hija: Y si yo quedo paralítica. Imaginate. Vas a ser vos la que tenga que llevarme a todos lados. La madre: No sería un problema. Te traería conmigo a ver el mar. La hija la mira fijo: Te estás comiendo las uñas. Qué te molesta, le dice la madre. Si querés te pido un sándwich, dice la hija. No quiero nada, dice la madre. Un alfajor, dice la hija. Mejor otro té, dice la madre. La hija llama al mozo. El vendaval azota la terminal. El viento se filtra en el salón y les llega hasta las piernas. Apenas se oye el locutor de los parlantes anunciando arribos y partidas. Las partidas, menos frecuentes que los arribos. El locutor no tarda en anunciar que hay una demora en los servicios. Te dije, dice la madre. Qué me dijiste, dice la hija. Te dije que lo más probable es que nos tengamos que volver a casa. Tomá tu té, se te va a enfriar. No me digas lo que tengo que hacer, no soy una criatura. Esperá a tener hijos si querés mandar. La hija no le contesta que ya es tarde, que no tendrá hijos. Mirá si llegamos y el mar no está, dice la hija. Qué graciosa, dice la madre. Te gusta amargarme.

3

Podrías disimular un poco, dice la madre. Qué, dice la hija. Que no me aguantás. Si te quedaste sola, no fue por mi culpa, dice. Fue porque no fuiste capaz de encontrar un buen partido. A vos te tiraban los bohemios, los muertos de hambre. No me vengas con el cuento de que fue por mí. Fue porque no te gustaba tampoco trabajar. Porque si tanto te querías escapar, en vez de levantarte a mediodía, habrías madrugado, mirado los clasificados y buscado. O habrías revoleado la cartera, que encanto no te faltaba con lo igualita que saliste a mí. La madre chupa la cucharita del té, mira con recelo a los costados, está atenta a los que mendigan arrastrando los pies, rengueando, borrachos, drogados, hediondos, susurrantes, la mano extendida y abierta. Deben venir de la villa, dice la madre. La villa frente a la terminal, la villa sumergida en la tormenta, las construcciones torcidas, unas luces parpadeando en la lluvia, los contornos surgiendo en los relámpagos, las fachadas verdes, lilas, azules y las entradas de las callejuelas que conforman un laberinto que empieza a inundarse. Los mismos relámpagos parpadean en las dársenas. Un micro se acerca, estaciona. No es el nuestro, dice la hija. Me voy a quedar sin ver el mar. La hija no quiere usar el argumento que le dio el médico, pero lo usa: Quedate tranquila, todavía tenés cuerda. No vas a morir sin ver el mar. Decime, le dice la madre, por qué tiene que pasarme a mí esto y no a una de estas cucarachas. Ni saben que el mar existe. Los relámpagos, los truenos. Y el viento arrojando violentas olas de agua en las dársenas.

4

Hasta que la voz del parlante anuncia el servicio de las 21.40 que ellas deben abordar. Caminan juntas, pero sin tocarse. Vas muy rápido, dice la madre. La hija no le contesta. Tiene los boletos en la mano. La ubicación de los asientos, dice la madre. La hija no le contesta. Le entrega los boletos a uno de los choferes. Si bien la trompa del micro y la puerta de acceso están bajo el alero de la terminal, el aguacero rebota y chorrea sobre el techo del micro, las salpica. La ayudo a subir, abuela, dice el otro chofer. Gracias, le sonríe la hija. Ella puede. El hombre le parece apuesto. Se pregunta si estará casado. Dejame del lado de la ventanilla, dice la hija. Pero la madre le gana de mano: Si necesito ir al baño, te despierto. Tomate la pastilla, dice la hija. Así te despertás en el mar. Ni loca, dice la madre. Con esta tormenta más vale no pegar ojo. Dormí vos, si querés. No, dice la hija. Quería sentarme ahí, me gusta mirar el paisaje. Por lo que vas a ver, dice la madre. La lluvia, dice la hija, la tormenta. Me gustan los relámpagos en el campo, los relámpagos electrizando el horizonte. Miren la poeta, dice la madre. La hija mejor se calla. El micro retrocede, gira, maniobra, abandona la dársena y entra completo en la tormenta. Se apagan las luces. Empieza el viaje. Te fijaste, dice la madre. Somos las únicas pasajeras. No me di cuenta, dice la hija. Solas, dice la madre. Viajamos solas.

5

El micro se desplaza lento hasta salir de la ciudad, cruzar el puente y encarar la ruta. La madre y la hija viajan calladas. La hija piensa en lo que debe pensar la madre, su ilusión de ver el mar. Porque en el mar, le ha dicho, siempre fue feliz aún cuando no lo era en su matrimonio. De todos modos el padre se fue pronto a trabajar en el petróleo, en Comodoro Rivadavia. Allá debía darse la gran vida, acostándose con todas, sin descartar las casadas. Y por eso le pegaron un tiro y apareció tirado en un basural. La madre también puede estar pensando, como siempre, por qué la hija no se fue con el primero que le ofreció volar. Pero la muy pretenciosa les encontraba a todos un defecto, el que no tenía pie plano, tenía las manos frías, y así fueron desfilando los mejores. No te fuiste porque estabas cómoda, le suele decir la madre. Una excusa, mi enfermedad. Bien puedo arreglarme sola. Qué vas a poder, le dice la hija. Además de tu enfermedad, no ves bien. Y no hablemos del lío que te hacés con las pastillas si yo no estoy. La madre también le pregunta a veces: No pensaste en envenenarme. La hija no le contesta. A la madre no le extraña que un buen día, porque será un buen día, la hija se decida a terminar con ella. Será un buen día porque vivir así no es vivir, vivir sin el mar. Hace un rato que la madre está callada. El micro avanza contra la tormenta, se balancea a ambos lados. No me gusta este viaje, dice la madre. 

6

La hija cierra los ojos y quiere dormir, pero no puede. La madre al lado, aún cuando esté quieta, le quita el sueño. Al cerrar los ojos, las imágenes que le vienen no la conforman. Trata de acordarse de los novios que tuvo. Pero se le confunden los rasgos, los modos, los bigotes de uno con la barba de otro, la voz de aquel con los ojos de otro. Por más que su madre opine que fueron muchos, no fueron tantos. Cuando pasó los cuarenta, paró de contarlos. Imposible recordarlos sin confundir caras, cuerpos, caricias. La madre, en cambio, sólo su padre. Y después un amigo del padre, compañero del petróleo,  que cada tanto, cuando venía a la capital, la visitaba. Una vez vino a visitarlas con su esposa. A la hija le llamó la atención el parecido entre las dos mujeres, la esposa del amigo y su madre. Ahora, en el viaje, mientras la lluvia no cede, gira hacia la madre: Cómo se llamaba la esposa del amigo de papá. La madre: Cómo te acordás. No sé, dice la hija, me acordé de la infancia, de momentos felices. A mí no me mientas, dice la madre. Esa no fue una época feliz. Y esa mujer me tenía envidia. Qué te envidiaba, dice la hija. Si terminabas de perder a tu marido. Justamente, dice la madre. La viudez, me envidiaba. Pero él nos visitaba  seguido, dice la hija. A vos te gustaba, dice. Tenía mal aliento, dice la madre. Y después cortante: Dejá de pensar porquerías. Por qué porquerías, dice la hija. Te conozco. La madre. Contra la ventanilla, está incómoda: Quiero ir al baño. Si me sentaba de ese lado era más práctico para ayudarte, dice la hija. Puedo arreglarme sola, dice la madre. Te podés caer. La madre se niega: No cabemos las dos. Dejame en paz.

7

La hija se pregunta cuándo fue la última vez que vio el mar. Más de veinte años atrás, con una amiga, en Semana Santa. Ella iba ilusionada con la idea de conocer un hombre que le gustara. La amiga, sin embargo, pensaba que ya no había hombres. La amiga tenía motivos para pensarlo, regordeta, poco agraciada como era. Ella, a su lado, resaltaba por su hermosura. Todos los que se les acercaron fue por ella y a ella le daba pena abandonar a la amiga. Hasta para sentarse en la playa se le pegaba. No pudo contemplar un amanecer sola. Pero después de este viaje todo será distinto, piensa. Y ella, por fin, será la que es en realidad y, por fin, libre, su existencia será la que siempre soñó. En qué pensás, dice la madre. Pensé que dormías, dice la hija. En nada, dice. El viento sacude el micro. La ruta se hace avenida principal de un pueblo. A los costados, negocios cerrados, un restaurante, un hotel, un taller, casas, una lamparita en cada puerta y otra vez descampado, un cementerio, las lápidas y cruces en el resplandor de un relámpago. Seguro que estás pensando algo malo, dice la madre. 

8

Ya no llueve, apenas unas gotas. El micro, inmóvil. Por qué paramos, se despierta la madre. Hace unos minutos que el micro se detuvo a un costado de la ruta. La hija pudo escuchar las voces de los choferes y después la puerta de la cabina. También vio pasar a uno junto al micro, hacia la parte trasera, inspeccionar una rueda, escuchar como la golpeaba. Entonces fue cuando se despertó la madre. Y ahora, se inquieta. No sé, dice la hija. Vos nunca sabés nada, dice la madre. Por qué no vas a averiguar. Por qué no vas vos que te quedaste del lado del pasillo, dice la hija. No me gusta nada esta situación, dice la madre. Tenés miedo que nos quedemos, dice la hija. Estamos solas, viajamos solas, somos las únicas, dice la madre. No estamos solas, dice la hija, están los choferes, son los responsables de este viaje. Y si algo pasa, dice la madre, pero se interrumpe. Paga el seguro, dice la hija. De qué me sirve la plata, pregunta la madre. Yo lo que quiero es ver el mar. Y después: Si tenés miedo, te acompaño, vamos juntas. La hija no le contesta, espera. Hay que esperar, dice la hija. Por esperar mirá cómo terminaste, dice la madre. Vamos juntas, se incorpora. Se levanta y le agarra la mano, la tironea: Dale, vení. Mirá si es una trampa, si este viaje ha sido una trampa. Andá a saber si no hacen siempre esto, frenar el micro en la nada para que vengan ladrones y nos despojen. Además nos van a violar. Bueno, a mí que soy mayor no. A vos, que sos joven. También yo soy mayor, está por decirle la hija, pero se calla. Se levanta, sigue a la madre.  La madre golpea la puerta que separa la cabina de los choferes de los pasajeros. Golpea. Los choferes tardan en abrir. Estamos esperando un refuerzo, dice uno. Tardará un par de horas, dice el otro, el apuesto. Quiero salir, dice la madre. Les conviene esperar arriba, dice el apuesto. Le habla a la hija. Adentro van a estar abrigadas. Es que mi madre se ahoga, dice la hija. Abran de una vez, exige la madre. Acercándose al chofer, la hija le susurra: Es psicológico, pero le falta el aire, dice. Entiendo, dice el hombre. Es la edad, dice la hija. El otro chofer abre la puerta. La hija baja del micro. Ayuda a la madre a bajar. El viento húmedo, frío, las despabila. Nadie, dice la madre. Ni un camión pasa, dice. Y esos dos, ahí encerrados, deben estar maquinando cómo se van a deshacer de nosotras, avivate. La hija calla. Mejor nos escapamos, dice la madre. La hija se alarma: Estás loca, dice. A dónde vamos a escapar. La madre se enerva: Si no vas vos, voy yo. Se da vuelta, está por subir al micro. Le cuesta. Esto pasa por no tomar las pastillas, protesta la hija. Te las voy a traer.  La madre se apoya en el micro. Subí a buscar el bolso y nos vamos. No es lo que teníamos pensado, dice la hija. Si no lo traés, lo busco yo, dice la madre. La hija sube al micro, vuelve con el bolso. Durante un instante se miran. La hija está por llorar. La madre, en la banquina, envuelta en el viento. El aire le confirió fuerza. La madre le da la espalda, salta la zanja en el borde de la banquina. Vos ocúpate del bolso, le ordena. La madre trata de colarse en el alambrado. Se agacha, pasa medio cuerpo, una pierna. Lo consigue. La hija le ve una agilidad que le desconocía. La sigue, se engancha en las púas. La madre se aleja en la noche, se funde en la negrura. No era esto, se dice la hija. Sigue la sombra difusa que se le adelanta. La madre tropieza, se detiene respira y sigue. La hija da vuelta. El micro quedó atrás, como tantas oportunidades en su vida. Cuando llegaran al mar, tan pensado tenía todo, y ahora el campo, la noche cerrada, una llovizna en el viento de frente, siguiendo a su madre, a ciegas casi, las dos perdidas.

9

Después, la madre, hundiéndose en el barro, se detiene. El viento trae ladridos. Si hay perros, hay gente cerca, dice la madre. Vos siempre les tuviste miedo, dice la hija. Puedo ir yo. No me dejes sola, dice la madre. Casi no se ven en la oscuridad. Pero un relámpago las ilumina, pueden verse empapadas, el campo desierto. La madre da unos pasos atrás. No percibe el barranco. Cae en un grito, manoteando como un títere. La hija tienta acercarse al borde. Desde abajo sube el chapoteo y un quejido entrecortado. Voy a buscar auxilio, dice la hija. No me dejes, suplica la madre. Tiene que haber alguien en alguna parte. No me dejes. La hija vacila, se arrodilla. Unas gotas de lluvia, espaciadas, tarda en ser ráfaga. El lamento de la madre: Era lo que querías, dice. Desde el principio lo supe. La hija aventura otro paso y también resbala, cae, choca contra el cuerpo de la madre. El impacto de las cabezas. El barranco es más profundo de lo que pensaba, un zanjón que empieza a arrastrar corriente. La madre está medio hundida en un barro chirle que fluye. La madre está quieta. Debe estar inconsciente, piensa la hija. La agarra de los hombros, la sacude. De pronto la madre está forcejeando con la hija que quiere subirla a la rastra. Querías abandonarme, dice la madre. Eso ibas a hacer. Otra vez un relámpago. Otra vez, un trueno. Las dos se agarran. Las uñas de su madre, su ruego. No me dejes. La corriente, turbulenta, les obliga a aferrarse una a la otra. El torrente oscuro está subiendo. Lo tienen a la altura de las rodillas. La hija tira de la madre, pero no tiene fuerza suficiente. Las manos de su madre se escurren entre las suyas. La madre vuelve a chapotear. Ni siquiera se queja. Debe estar muerta, piensa la hija. No se anima a seguir porfiando en sacarla. Debe estar muerta, calcula. Le cuesta decidirse a rescatarla. Espera un relámpago para vislumbrar su cuerpo. Tiene la cara hundida en el barro. La levanta de los pelos. Las facciones de la madre, una máscara de barro. La hija le aparta esa masa viscosa primero de un ojo, después del otro. Con espanto, la suelta, la deja resbalar en la corriente. 

10

La hija en la tormenta. Sólo se oyen golpes de viento. Otra vez los relámpagos, los truenos. Camina empantanándose. Encuentra unos matorrales. Y retrocede. Piensa en víboras. Y al pensar en víboras piensa en un castigo bíblico. Se resiste a pensar como religiosa. Sólo debe guiarse por el instinto, ser un animal, seguir andando aunque no divise ni horizonte ni señal de vida humana. Titubea. Y si vuelve atrás, se pregunta. Pero no hay atrás. Extravió el sentido de la orientación. Intenta ver la hora, pero su reloj no es sumergible y está parado en las tres y cuarto. Debe haber sido la hora en que su madre cayó en el barranco. Quizá no falte tanto para el amanecer, no mucho, pero cuánto. También perdió noción del tiempo. Debería mantener la calma. Ahora, por fin, está sola. Acaso no tenía razón su madre al sospechar sus intenciones. Y bien, el destino la libró de la culpa. No fue ella, piensa. No fui yo, murmura. Fue el cielo. El cielo es el culpable. Levanta la cara, chorreando. A pesar del viento, el agua y el frío, siente la sangre hirviendo. Soy un fuego, dice. Se quita la campera que le pesa, se saca el pulóver, la camisa, el corpiño. Se descalza, se despega las medias y después el pantalón, la bombacha. Camina desnuda contra los embates del viento y el agua. Desnuda en la tormenta, encendida por los relámpagos, los truenos. Abre la boca. Bebe la lluvia. Hasta que choca con la bestia. Pero la bestia le devuelve la embestida. Le clava un cuerno. Se agarra la herida. No puede eludir una segunda cornada. Tampoco la tercera. La sangre, la lluvia.

11

Amanece. En el cielo, en retirada, unos últimos nubarrones. Un peón cabalga arriando las vacas perdidas anoche en la tormenta. Y encuentra la mujer desnuda, ensangrentada, los ojos abiertos, sin vida. Se persigna.