Camina con la seguridad de un hombre experimentado. Conoce, lo dice con orgullo, cada rincón del club. Vélez es su segunda casa, no se cansa de repetirlo. En pleno invierno, un viernes a las 10 de la mañana, el Polideportivo José Ramón Feijóo aún busca desperezarse. El frío y la llovizna de la noche anterior invitan a refugiarse en cualquier lugar que sea bajo techo. Y si tiene estufa, mucho mejor. Fabrizio Ciocale marca el camino hasta la cancha de hockey sobre patines. Pide unos minutos para cambiarse y encender las luces. “¿Así está bien?”, interpela al fotógrafo de Enganche, quien le solicita que haga circular la pelota con velocidad o que le pegue con violencia al tiempo que se desplaza sobre sus patines con la elegancia de una gacela. La ropa de competencia, al entrar en movimiento, deja entrever algunas marcas en sus piernas. “Cosas del juego, cosas del oficio”, resume en pocas palabras y vuelve a patinar de un arco a otro. Al quitarse la camiseta de Liceo, el club español al que emigró hace unos meses tras probar en 2017 qué tal era vivir en Europa a miles de kilómetros de los suyos, se advierten los sellos circulares que dejaron en su espalda los nuevos tratamientos de recuperación. “Son de la terapia con ventosas que utilizo para seguir bien después de la lesión que tuve en un hombro”, detalla. “Nada grave, nada que no pueda arreglase para estar lo mejor posible”, describe y se abriga con rapidez.

Fabrizio Ciocale es apenas un pibe. Un pibe que todavía no pasó la barrera de los 20. Un pibe que parece un hockista curtido que traspasó con holgura miles de batallas deportivas. Si hubiera nacido en San Juan, claro, nadie hubiese dudado de su elección. Seguro. Allá, a más de 1100 kilómetros al oeste de la provincia de Buenos Aires, los chicos nacen gritando goles pero combinados con patines y un palo. En la Argentina, en lo que refiere al hockey sobre patines, Dios no atiende en Buenos Aires, sino en San Juan. Esta frase añeja que sirve para graficar el crítico (con gran razón) punto de vista que se dirige desde el resto del país hacia la capital argentina, pierde sustento para un deporte que engendra un cúmulo indescriptible de pasiones y promueve a más de 20 clubes lejos de la Reina del Plata de en un país que nunca dejó (ni dejará) de estar centralizado en la gran ciudad. “Este deporte me descubrió a mí y no yo al hockey. Con mis hermanos vinimos desde muy chicos a las colonias de verano en Vélez. En ese momento, Gian (hoy de 22 años) venía a jugar con un amigo del jardín. Una tarde mientras él entrenaba, yo me la pasaba molestando porque estaba muy celoso de mi hermanita (ahora de 16) que era una bebé. Entonces, el entrenador a modo de castigo me hizo poner los patines y nunca más me los quité”, recuerda. Y añade: “Estuve así durante más de un año, usando solamente los patines nada más que para distraerme. Hoy en día los chicos agarran el palo a los dos o tres meses de empezar a patinar. En cambio, yo lo agarré recién al año y medio. Hoy lo agradezco porque hace una enorme diferencia al momento de patinar”. 

Hace una pausa, repasa sus palabras y ensaya una explicación de corte sociológico para referirse al radical cambio que sufrió el deporte. “Se trata de paciencia. Paciencia de los chicos al error y de los entrenadores. Si bien los cambios son buenos y sirven, creo que es más miedo que otra cosa. Miedo a que dejen, a que se aburran; porque lo que todos vienen a hacer es a pagarle a la pelotita, pero no hay que olvidarse que el patín es clave, determinante. En mi caso, estaba atado a mi hermano porque lo copié en todo por un tema de tener cierta idolatría por él”.

Si a los 3 empezó a patinar, a los 8 ya practicaba cuatro deportes: hockey sobre patines, natación (que lo aburría bastante), tenis y fútbol. Todo, obviamente, en Vélez. Pero lo que lo sacaba del mundo y lo abstraía de verdad era el hockey. “A los 12 o 13 tuve que tomar una decisión: o fútbol o hockey. Mi vieja quería que jugara al fútbol porque, para mí de manera equivocada, ella creía que lo hacía bien. Y yo prefería el hockey a pesar de ser el deporte en el que más me lastimaba. Se dio una gran discusión en casa. Como este era mi lugar en el mundo no lo dudé”, apunta mientras mira a Vanesa, su inquieta madre que lo acompañó hasta Liniers y, presa de una profunda admiración por su hijo, intenta meter algún bocado en la conversación.

Su temprana madurez, cree, lo ayudó a asumir el drástico golpe de pasar de las divisiones menores a primera. En 2013 y con apenas 13 años debutó en el equipo mayor del Fortín. “Tuve que crecer de golpe –explica–. Para jugar con los más grandes no me quedó otra. En 2014 se desarmó el plantel de primera y empecé a jugar muy seguido”. “El aprendizaje que se dio más bien a los ponchazos, fue una especie de pase rápido por la Universidad del hockey”, figura. “El día que jugué en primera me di cuenta que podía hacerlo. Cuando era más chico miraba los partidos y creía que se jugaba otra velocidad, que lo es claramente, y que no iba a poder hacerlo. Pero cuando me tocó jugar no desentoné y me di cuenta que podía, que estaba hecho para esto porque si a los 14 años parecía uno más era porque tenía condiciones”.

Desde aquella piedra bautismal pasaron miles de anécdotas y varias convocatorias a las selecciones juveniles que por 28 años no habían tenido en el sub 20 a ningún jugador de equipos porteños. Dos mundiales después avisa que no se conforma: “Al hockey siento que todavía no le pude dar nada: aún no pude salir campeón con Vélez. Jugar en la selección mayor y ser campeón del mundo es un desafío que me planteo, además de ganar todo lo que se pueda con Liceo en España”. Habla de Liceo, su actual club, que queda en La Coruña. Lo hace sin quitar de su diccionario de afectos a Vélez. “Estos clubes se parecen bastante: crean pertenencia, identidad y son canteranos, son formadores de jugadores. En España, es una cuestión histórica del club. Lo hacen a conciencia”. 

Y sin temor se mete en una cuestión que, por un tema de identificación velezana, todavía genera ruido en las calles de Liniers: el caso de Mauro Zárate y su partida a Boca. “Lo que hizo Mauro no es tan así como algunos medios lo muestran. Él es un jugador profesional. El deporte, sobre todo el fútbol, está súper profesionalizado: tal vez buscó un nuevo desafío. No se trata de que un club sea mejor que el otro. El problema es que quedó preso de sus propias palabras”, sentencia. “En mi caso, sé que voy a volver a Vélez porque me dio mucho, me ayudaron mucho y de eso no puedo olvidarme. Sé que si jugara al fútbol no me hubieran dado el pase”, esgrime sin eufemismos.

La preocupación por sus afectos le cambia el semblante. Entonces la sonrisa casi perenne se convierte en un gesto más hosco. “El año pasado fui a ver cómo era estar en España. Decidí volverme porque sentía que mi familia me necesitaba acá. Ahora, en cambio, cuando me fui a principios de año decidí no comprar el chip para no tener una línea telefónica de España. Usaba el número de la Argentina sólo cuando tenía WiFi”. Esa es su estrategia para no extrañar. En verdad, afirma que tanta tecnología, tanta conectividad atenta contra la vida de las personas. “El celular no ayuda porque te saca tiempo, te quita independencia, te ata mucho”. Casi lo mismo piensa de las redes sociales. “Guardo mi intimidad para mí y los míos. Las redes sociales te quietan tiempo y te perdés de hablar con la familia o los amigos. No nos damos cuenta pero el celular es muy peligroso”, sostiene con enorme lucidez. 

A punto de firmar su primer contrato en España, Fabrizio no habla directamente de política, pero, sutil, dinamita el negocio de la grieta: “Allá, en broma, mis compañeros me dicen pelaplátanos; me cargan porque dicen que vengo del tercer mundo. Esa imagen se tiene en Europa. Sé que no todos, claro. Veo muchos problemas innecesarios: que una mitad tira para un lado y la otra para el otro y así estamos cada vez peor. Si mis viejos estuvieran en Europa y trabajaran lo que trabajan acá serán millonarios. Allá se trabaja 8 horas y el día se vive distinto. Esto marca que las cosas podrían ser muy diferentes”.

Tiene menos de 20 años pero se expresa y se mueve como un veterano que esconde la pelota con su palo y une el pasado con el presente para mirar con agudeza su futuro. “Hace unos días estuve con Daniel Martinazzo, que si no es el mejor jugador de la historia pega en el palo. Su vigencia sigue intacta. Escuchar a los que saben te suma mucho. Me contó que él se sentía un jugador 8,50 puntos. Él que fue un 10, con su humildad, me enseñó que para llegar al 10 depende de uno mismo y eso solo se consigue con el entrenamiento y la dedicación. Con las ganas y la motivación tenés el 90 por ciento del trabajo hecho”. Las ganas y la dedicación lo atraviesan. Y tiempo, a los 19 años, tiene de sobra.

 

Carlos Sarraf