A mediados de los setenta, Viv Albertine tenía 19 años y era estudiante de modas en la Chelsea School of Arts, en Londres. Nada extraño para una chica que desde los once mezclaba sus pantaloncitos con enaguas de la madre y se pintaba los labios escandalizando a papá de un modo que ella ni sospechaba. Lo sabría mucho tiempo después, cuando él muriese y Viv encontrara su diario. También de adolescente se acostumbró a comprar ropa en sex shops que usaba a la luz del día y eso sí que su familia lo ignoraba. A Viv no sólo le fascinaba la ropa estridente. También adoraba los sonidos estridentes de bandas que iba a ver en vivo, como los Rolling Stones, Fleetwood Mac o T. Rex; incluso David Bowie alguna vez la subió al escenario y así pudo ver de cerca su exquisito atuendo de terciopelo. Cuando su abuela Frieda murió y le dejó 250 libras de herencia, Viv supo lo que necesitaba: una Gibson Les Paul Junior 1969. Aunque no sabía tocar la guitarra. “Todo lo que tenés que hacer es aprender”, le dijo con total pragmatismo su madre, que de todos modos lloró cuando Viv abandonó la universidad para dedicarse a la música. 

La anécdota es apenas un detalle del frondoso To Throw Away Unopened (es decir, “Descartar sin abrir”), el segundo libro de memorias de Albertine. Acaba de aparecer en Inglaterra tras Clothes, clothes, clothes. Music, music, music. Boys, boys, boys, título que reproduce los reproches a repetición de su madre cuando era adolescente, acusándola de que eso era lo único que le interesaba. Adorado por críticos de la talla de Greil Marcus, que llegó a compararlo con las memorias de Chuck Berry o las que escribió Bob Dylan, fue traducido al español por Anagrama en 2017 con un nombre más sintético pero menos rítmico: Ropa música chicos. Ahí relata su juventud como guitarrista de The Slits, aquella banda punk íntegramente femenina liderada por Ari Up –vocalista de apenas 14 años–, que entre fines de los setenta y comienzos de los ochenta logró un éxito tan efímero como fenomenal. Tras la disolución de The Slits, poco se supo de Albertine. Ahora, a los 63 años, retorna con un nuevo libro, que vuelve a explorar su vida en clave autobiográfica. ¿Qué pasa cuando las luces se apagan y una mujer de clase trabajadora debe seguir dando batalla? A partir de esta pregunta, la escritura de Viv adquiere vigor una vez más. Ya no es una antigua estrella de rock que deja caer algún detalle de su vida como una perla gastada. Es una escritora sólida que sabe lo que hace: contar una buena historia, la suya. Y transitar esa narrativa personal con  innegable elegancia, como cuando se subía a las botas que le diseñaba su amiga Vivianne Westwood.

La novela familiar

Viv nació en Australia en 1954 pero a los cuatro años se mudó con sus padres y su hermana menor a Muswell Hill, al norte de Londres. “Mi madre me hizo ser la clase de persona que se siente a gusto parada en medio del tráfico: termina teniendo más aventuras pero también, más errores”, afirma en este segundo libro. Kathleen van Brush, de origen suizo, llevó adelante la familia cuando se separó del marido, que se perdió por años en Francia. La heroína de To Throw Away... es en cierto aspecto esta mujer, que muere a los 95 años por una enfermedad degenerativa. Poco antes, en 2012, Albertine había grabado un nuevo disco, The Vermilion Border, tras décadas de mutismo: “Apenas lo terminé, corrí al departamento de mi madre. Ella escuchó apenas, ensombreció su mirada como si estuviera atisbando el futuro y dijo ‘Creo que harás algo más que esto’. Seis meses después, terminé el nuevo libro”, confiesa. 

Albertine ha dicho que inicialmente To Throw Away... iba a ser una novela detectivesca. Hasta que se dio cuenta de tres cosas: que era ella misma quien buscaba la clave de un misterio, que desconocerlo la había enojado toda su vida y que en consecuencia, la única forma era escribir en primera persona, como en el libro anterior. Kathleen, sabiendo que le quedaba poco tiempo, quizás había intentando darle a su hija alguna llave al avisarle que su vida ya no sólo pasaba por la música sino, esencialmente, por la escritura. El azar hizo el resto. 

Tras su fallecimiento en 2014, Viv encontró en la casa materna un bolso de la aerolínea irlandesa Aer Lingus, con la leyenda “Descartar sin abrir” escrita en corrector líquido blanco. Obviamente, no hizo caso. Abrió y se encontró con los diarios que su madre había escrito para usar como evidencia cuando se divorció. Lo increíble es que el padre, que había muerto unos años antes, también dejó un diario, con su propia versión “de cómo fueron las cosas”. Así que To Throw Away... transcribe fragmentos de los dos hallazgos, reuniendo en un diálogo imposible a esa pareja quebrada por acusaciones mutuas. También es inquietante que una de las primeras entradas del diario materno, en 1974, esté dedicada a Viv y su hermana. En ella, la madre les pide disculpas, consciente de que la relación entre las tres se había alterado tras el alejamiento del padre. Esto le otorga una nueva espesura al libro ya que Albertine también es madre y no puede dejar de decir algo incómodo pero evidente: la crueldad forma parte de lo materno.

De hecho, entre otros secretos escabrosos, estaba el hijo que Kathleen tuvo cuando era soltera, seis años antes de conocer a su marido Lucien. Se reencontraron cuando el chico tenía 18 y una depresión severa. Al leer esto, Viv entiende el seco padecimiento de Kathleen pero también de la abuela Frieda (la que le dejó dinero para comprarse la guitarra), una voluntaria pétrea de la Cruz Roja que sobrevivió durante la Segunda Guerra Mundial manejando ambulancias pero que nunca pudo olvidar al nieto que casi no había conocido. Tampoco Lucien sale bien parado: en alguna época de la infancia de Viv, él la invitaba demasiadas noches a dormir en su lecho de divorciado bajo el mismo techo. Cuando la madre se dio cuenta, se llevó a su hija a su propia habitación. Recién al indagar los diarios, Albertine comprende por qué.

Sí, algunas historias que se cuentan son sórdidas. ¿Se podría esperar una literatura edulcorada de una chica que a los 22 había visto y vivido demasiado? Ya no hay indulgencia posible. Sin embargo, To Throw Away... es tan gracioso y adictivo como el anterior. Incluso hay párrafos de una irreverencia que de tan trágica, deviene cómica. Así logra describir una agarrada violentísima con su hermana –con la que no se habla desde entonces– que incluye vasos rotos y sangre, “Ah, la escena de la discusión. La verdad es que estas cosas suceden en las familias. El problema es que rara vez se hablan y menos, se escriben”, minimizó Albertine en una entrevista con The Guardian, sabiendo cómo llevar con garbo su honestidad brutal.

Las flores del romance

Ropa... era irreverente desde el primer capítulo, llamado “Masturbación”: lejos de ser reina del placer, Viv reconoce que no tenía ni idea de cómo provocarse algo parecido a un orgasmo. Tampoco tuvo problemas en contar que Johnny Rotten fue el primer tipo al que le practicó sexo oral (“su pija tenía un tenue olor a pis”, revela). Ni olvida dedicarle unas cuantas líneas a su amigo Sid Vicious, con quien Viv tuvo su primera banda punk, The Flowers of Romance. “Una noche él entró en la casa tomada donde yo vivía. Hizo estacionar al taxi, me dejó esperando afuera y luego se fue a toda velocidad. Desde el taxi me mostraba lo bien que le quedaba el jean que me había robado, con una mancha de sangre menstrual entre las piernas”, evoca. También cuenta que mientras The Slits grababa su álbum Cut, en 1979, por un sello tan mainstream como Island, habían decidido usar unas polaroids que se habían tomado desnudas en la playa: “La llamé por teléfono a mamá para que enviara las fotos pero me dijo que se le había caído café encima. Lo cierto es que no quería verme en tetas en mi álbum debut”. El intento de mamá, como se sabe, no dio ningún resultado porque en la tapa de Cut, Viv y sus coequipers Ari y Tessa Pollitt aparecen semidesnudas, cubiertas de barro. 

La vida musical de The Slits fue efímera. Después, Albertine se transformó en cineasta, actriz y productora televisiva. Se casó y tuvo una hija, Vida, que hoy tiene 18 años y su propia banda. Es aquí donde los dos libros convergen. Porque To Throw Away... recupera algunas cuestiones contadas previamente: la muerte de Ari Up en 2010, tres abortos espontáneos, cáncer cervical y un divorcio que conjuró a su manera. O sea, recuperando sus guitarras y escapándose a los pubs a tocar nuevas canciones para gente que ya no la conocía. Los libros también comparten la mirada filosa de una chica de origen proletario que debió aprender a negociar con varones de poder para sobrevivir en la música y en la vida. “El vínculo entre clase y género no es abstracto: nos hace ser las mujeres que somos. Y ustedes nos han tratado muy mal. Por eso a veces estoy tan enojada”, le dijo a Greil Marcus. Pero ese enojo no ahoga su escritura. Por el contrario, la enciende para que eche chispas. 

El nuevo libro no apela a bandas de sonido sino a citas de autoras que también trabajan en clave autobiográfica y que Albertine admira como Jeanette Winterson, Rachel Cusk o Maggie Nelson. “¡Vos sos una de nosotras!”, la elogió Winterson, que además la entrevistó en un reciente festival literario de Manchester. Mientras tanto, Viv asegura que ya no escucha música. Sin embargo, ante la insistencia de un fan, confesó que hay una canción que la sigue conmoviendo hasta las lágrimas: “When She Loved Me”, incluida en Toy Story. “Quizás porque mi hija se fue de casa. Si antes lo importante eran la ropa, los chicos y la música, ahora son mis amigas, mi salud y mi hija Vida”, se justificó. 

Pero Albertine está lejos de convertirse en una dama con flojera. Hace unos años, en un recital suyo en un pub, había cuatro tipos hablando fuerte. Ella se paró en la mesa que ocupaban junto a su guitarra (su incombustible compañera de aventuras) y les derramó la cerveza en la cara. “Respeto. Eso es lo que necesitamos las chicas enojadas”, les dijo. 

Quizás su enojo no se agote jamás. Pero le sobra valentía. Porque a contrapelo de lo que intentó su madre, Viv no arrojó lejos sus dolores: los abrió para mirarlos de cerca, averiguó de qué estaban hechos y logró transformarlos en escritura flamígera.