Parte de la deformación profesional de la economía política es estar mirando siempre lo que sucede en el mundo de la producción, la base material, pero como la economía también es “política” un ojo siempre está puesto en cómo las transformaciones materiales impactan en eso que Marx llamaba “la superestructura jurídico política”. Hoy Argentina se apresta a experimentar una nueva gran crisis de su base material que, una vez más, provocará y demandará cambios “superestructurales”.

Lo que comienza a discutirse es la naturaleza y dirección de esos cambios. El punto de partida es el nuevo fracaso de las elites políticas y económicas para construir un régimen económico–político estable, el famoso proyecto de país en el largo plazo. Aquí hay un problema, porque la lógica del capital es la inmediatez. Luego, buena parte de las elites políticas son representantes directas del capital. Ante el nuevo fracaso, deberían ser las porciones “más sanas” de estas elites las encargadas de explicarle a los capitalistas locales la conveniencia de construir este régimen más estable, un tarea ímproba.

Llegado este punto aparece la ilusión del consenso. El peronismo en su versión tradicional se basó en esta idea de la armonía de clases como posibilidad, el famoso ganar–ganar de la expansión keynesiana, el 50 y 50 entre el capital y el trabajo, la alianza para el desarrollo entre el animal mitológico “burguesía nacional” y los trabajadores. El problema, como inmortalizó a fines de la Segunda Guerra Mundial el economista polaco Michal Kalecki –quien escribió al mismo tiempo que Keynes las bases de la teoría del crecimiento conducido por la demanda, pero desde la periferia de Europa y en su lengua natal–, es que con ese crecimiento los trabajadores se empoderan, lo que da lugar a problemas de estabilidad política, es decir de desbalances en la lucha de clases.

Desde la base material el problema principal es muy conocido (o debiera serlo) y bastante simple de explicar: cuando la economía crece comienza a necesitar más dólares de los que produce. Financiar la diferencia no dura para siempre, lo que conduce a situaciones de default o predefault, como en el presente. La primera manifestación de la crisis externa es siempre cambiaria: se produce una devaluación que de acuerdo a su magnitud a veces morigera durante un tiempo el problema externo, pero lo hace a costa de transferencias de recursos desde los trabajadores al capital y ajustando por la vía de la recesión. Es mentira que durante las “crisis” pierden todos. El gran capital siempre gana. Las crisis son incluso una oportunidad de aumentar la concentración.

El problema es entonces político. Las elites económicas sólo miran la tasa de ganancia instantánea. Eso no las hace buenas ni malas, es su lógica de comportamiento. Los países que lograron procesos de “cierre de brecha” del desarrollo lo hicieron porque disciplinaron a sus burguesías a un plan de largo plazo. Las posibilidades de consenso son aquí bajísimas, más aun cuando se trata de burguesías internacionalizadas cuyas tasas de ganancia no dependen directamente del ciclo interno. Mirando sus tasas de ganancia, entonces, estas burguesías sueñan con un país exportador de commodities y con disciplinar a los trabajadores a través de la desocupación y, en consecuencia, bajos salarios. Dicho de otra manera, la única forma de cerrar la brecha externa sin desarrollarse es manteniendo a raya la masa salarial. Si la masa salarial crece más allá de cierto punto comienza a demandar más productos que necesitan dólares para su elaboración y aparece entonces el déficit externo. Aquí es donde los deseos de las burguesías chocan contra los “70 años de peronismo”, es decir con la característica diferencial de la economía local respecto de sus pares latinoamericanas: la densidad sindical, la resistencia del movimiento obrero organizado que impide el sueño de salarios periféricos, la conflictividad argentina.

Lo expuesto es la radiografía de la lucha de clases local que en esencia no es muy distinta de su marco teórico: una burguesía financiarizada que sueña con un modelo exportador de commodities y salarios bajos y un movimiento obrero organizado que se lo impide hasta donde puede. El péndulo se ubica más hacia un lado o hacia el otro según las relaciones de poder de cada coyuntura. La primera conclusión es que no hay salida sin inclusión. A la vez la inclusión necesita dólares y en el largo plazo los dólares sólo se consiguen con desarrollo, es decir con la transformación de la estructura productiva para aumentar exportaciones y sustituir importaciones en el marco de aumentos constantes de productividad.

La visión más benigna sostiene que las elites políticas deberían ser capaces de convencer a las económicas del imperativo del desarrollo. Por detrás se encuentra la idea de que la política construye voluntades mayoritarias que contrapesan al poder económico, algo que solo ocurre en el interior de la caverna, en el mundo ideal del pensamiento. Sucede que los principales instrumentos económicos que demandará la post crisis implican, todos ellos, rupturas, lo opuesto a los consensos, valga la redundancia. Veamos algunos.

Más allá de la voluntad, antes o después será necesaria una reestructuración de la deuda, lo que supondrá una ruptura con el poder financiero global y el FMI. Durante la transición se necesitarán cuidar los dólares uno a uno, lo que supondrá alguna restricción inicial al turismo emisivo y a la formación de activos externos, es decir una ruptura con esa porción de la población risueñamente denominada “clase media internacionalizada”. La necesidad de aumentar los recursos fiscales y el cuidado de los precios internos supondrá reinstaurar retenciones diferenciales, una ruptura con los sectores más concentrados de la agroindustria. Desdolarizar los precios de la energía y los servicios públicos aumentará la tensión con las firmas energéticas y las distribuidoras, a la vez que un indispensable nuevo marco de alianzas estratégicas globales significará disputar con la embajada estadounidense, hoy presente en todos los rincones del Estado. Incluso los salarios no podrán recuperarse a la velocidad que esperarían los sindicatos. Saliendo de lo estrictamente económico, si no se hace nada con la superconcentración de los medios de comunicación, todas estas rupturas serán más que amplificadas en el escenario mediático y, si no se reforma la Constitución, las reformas serán bombardeadas, como en el pasado, desde el Poder Judicial.

La pregunta central para el nuevo punto de partida cae, entonces, por su propio peso: cuáles serían y cómo se construyen las nuevas alianzas de clases para sostener en el largo plazo las rupturas demandadas para iniciar un proceso de desarrollo.