Volver a casa se había convertido en un ritual familiar. Cuando alguien olvidaba algo, dábamos la vuelta para abrir otra vez la puerta del living y agarrar lo que fuera que habíamos dejado atrás. Casi siempre era mamá; el café, o la bombilla un poco oxidada que a ella no le gustaba porque, decía, le cambiaba el sabor del agua. Papá también, la billetera o los papeles o el seguro o la cédula azul o cualquier cosa relacionada con “los documentos”. Mi hermana se dejó una vez los aparatos movibles. Tuvimos que volver cuando habíamos hecho casi cincuenta quilómetros. Y la vez en la que por fin  cruzaríamos el puente, estuvimos a punto de volver porque yo había dejado el bolso. 

Del otro lado podemos comprarle ropa, dijo papá, es más barato. Estaba contento, papá. Por fin habían abierto el puente después de años, décadas, de trabajo anónimo. Cada vez que pasábamos cerca de la cancha yo me hacía siempre la misma pregunta, ¿a dónde iría esa autopista por donde nunca viajaba nadie? Va a cruzar todo el río, decía papá. ¿Cómo podía cruzar todo el río un simple pedazo de asfalto? Ahí estaba la prueba, ese simple pedazo de asfalto nos llevaría del otro lado. El bolso quedaría en casa. 

Fuimos por la avenida poceada hasta la cancha de fútbol, después de la curva (media hora de viaje). Al llegar, una larga hilera de autos esperaba la apertura del puente. El tiempo, eterno, hizo enojar a papá; no soportaba los embotellamientos ni las esperas innecesarias. Por más que mamá tratara de animarnos, la cosa con mi hermana terminaba en pelea. En el poco espacio que había atrás -pensábamos hacer carpa del otro lado y papá había sacado los asientos para poner colchones-, una lucha de manos en los oídos de un adulto se convertía en una tortura. 

Subimos, despacio. Papá apretaba el acelerador, impaciente. Quería estar arriba. Años esperó el momento: había hablado de los avances de la ingeniería moderna y despotricado en solitario contra sus detractores televisivos, los ecologistas. ¿Qué sabían esos barbudos con chapa universitaria? Aseguraban que los pilotes de hormigón harían un desastre en la biosfera. Seguro no sabían el significado de esa palabra. Papá en cambio era un defensor. Había imaginado las variables, los paisajes, la simetría perfecta de su ilusión a punto de realizarse. Y sobre todo, la velocidad. No tendríamos que recorrer cuatrocientos quilómetros al norte para descender otros cuatrocientos y más. No más esperas en la aduana. No más estaciones de gas. No más gritos ni peleas. Pasaríamos en nuestro auto con un motor de baja cilindrada, mientras los barcos de los ricos se moverían como lentas postales de una época felizmente alcanzada. 

Llegamos arriba del puente. Hubo un momento de acelere, de excitación. Epifanía y expectativa. Papa y su sonrisa. No me voy a olvidar más de esa cara; la boca abierta, su diente inferior muerto -sin esmalte, oscuro en su oscura dentadura- el ojo variable, sus entradas con salida. Estaba feliz. Lo habíamos logrado. El puente era nuestro. Lo cruzaríamos de una vez y para siempre. Eran nuestras vacaciones. Las primeras que se tomaba de su negocio de venta de repuestos de cañerías y plomería en años (¿Cuatro? ¿Cinco? Puede que más, quizás desde que yo había nacido). Mamá estaba contenta, a su modo. Tejía un pulóver mientras intentaba ocultar el vértigo que le causaba mirar hacia abajo el desorden de las precarias casas apelotonadas contra la costa plomiza.

¿Estamos arriba?, preguntó mi hermana. Papá no respondió. El triunfo había deformado su gesto como un derrame cerebral. Se limitó a correr el asiento para atrás (un par de centímetros, mucho más no daba) y a sonreír con el largo del brazo trabado en el volante. Sí, estábamos arriba. Avanzando a una velocidad promedio de noventa, a veces cien kilómetros por hora. El motor estaba impecable. Papá le había hecho el radiador nuevo para la ocasión y había cambiado la batería por un juego de canillas a un mecánico melenudo y de pocas palabras. El auto zumbaba su adorada velocidad crucero mientras delante nuestro se extendía, larga y por momentos inaccesible, la infinita soledad metálica y humeante del puente.

Era a dos manos, claro. De un lado, íbamos nosotros; del otro lado, venían los otros. Cada tanto, un elaborado y complicado retorno que se movía por debajo de las largas plataformas, por medio de los pilares encallados en la superficie esponjosa y amarronada, daba una idea de imponencia. ¿Cuánto iba a durar un puente así? No lo sabía. Papá tampoco quería preocuparse. Cómodamente empotrado en el tercer andarivel, reflexionaba y elaboraba teorías y argumentos sobre la dilatada construcción del puente. Los diversos gobiernos pasados no habían podido derrocar la fuerza de ese gran proyecto, necesario para la comunicación y la conexión con el otro lado. Tampoco las empresas de barcos que, monopolizadas y agrupadas bajo unos pocos empresarios embutidos en trajes blancos de lino, habían pretendido manejar los precios, el costo y el beneficio, la famosa curva de la demanda y de la oferta, de sus costosos viajes. 

Para mí, no era tanto. Era majestuoso, sí. Ver una larga línea de asfalto de tres carriles por cada mano no se daba todos los días. Era imponente. Pero en parte, esa flecha de asfalto que se incrustaba con precisión en un corazón de barro y agua no dejaba de revelar un costado triste, desolador. Monótono, debería decir. Quizás no entendía del todo el gran logro de la ingeniería nacional, pero desde mis ojos inexpertos -hoy, después de lo vivido reconozco un poco más sus ambiciones y anhelos- su chispazo de alegría y excitación por el esfuerzo humano me resultaban tan ajenos como la rama familiar que llegaba de su lado. Era simplemente eso; el sueño de ver realizado algo tan esperado. La importancia de palpar una idea sobre el calor del hormigón.

La cosa empezó a cambiar cuando mamá terminó su tejido: una bufanda confeccionada con un nudo novedoso, plagados de ochos superpuestos, como una quemadura incierta cicatrizada con injertos. Nos había retado varias veces para que nos quedáramos quietos, y en nuestro aburrimiento, con mi hermana, habíamos recurrido a estratagemas más violentas y pícaras, que habían terminado en la desidia de mirar por la ventana el manto marrón en apariencia infinito. No había nada que calmara nuestra esperanza de llegar, por más que la velocidad crucero mantuviera su cauce rectilíneo.

Paramos a cargar nafta a la vuelta de un enorme recodo que salía como un muelle de pesca para mediomundo. Los autos entraban y salían mecánicamente. Papá estaba azorado, llenó el tanque, y aprovechó para llenar la cabeza del flaco que sostenía el surtidor con preguntas de lo más variado: cómo hacían para llevar la nafta (en barcos), las provisiones para el minimercado (en el mismo barco), los elementos y los repuestos de aceite y líquido para frenos (bueno, suponía que todo llegaba en barco, pero también podían ser en camiones). Cuando fue a pagar con su tarjeta de débito quiso saber dónde vivía, ya que a su alrededor todo era agua y, calculaba, habíamos hecho al menos unos ciento cincuenta kilómetros. Al sonreír, el muchacho mostró dos grandes paletas machucando con un gesto encías y labios inferiores. Tengo horarios rotativos, dijo.

Su cara me inquietó; papá estaba deslumbrado. Repetía una frase que usaba cuando veía un negocio funcionando: está muy bien puesta esta estación. Y se preguntaba cómo harían, de qué vivirían, cómo había sido el diseño y el esfuerzo de esa gente para que la obra llegara a buen puerto. Pegó un grito de alegría. ¡A buen puerto! Nunca esa expresión -otra de las que adoraba exclamar en las cenas y en su negocio- había tenido un sentido tan exacto y terrenal. Su sonrisa persistió hasta que vino la noche.

No pensaba que el trayecto pudiese ser tan largo. Había calculado apenas unas doce horas de viaje. Pero al ver que muchos autos paraban en las banquinas la idea le pareció divertida. Frenamos a metros de otro vehículo y sacamos las sillas para cenar un sanguchito con alguna gaseosa. Después de comer, mamá y mi hermana se fueron a dormir. Nos quedamos los dos con la luna plateada ondulando sobre las tímidas olas de la noche. Papá había tomado algo de cerveza y me hizo probar unos tragos. 

Me contó de cuando vio un plato volador en las cercanías de Corrientes, en la época en que trabajaba como viajante para una empresa frigorífica. Era una historia vieja que le fascinaba recordar. Yo, complaciente, le permitía las variaciones. Resurgía en su memoria, el éxtasis conectaba neuronas gastadas, su cerebro generaba chispazos de emoción que iluminaban sus ojos vidriosos. Se preguntó si volvería a ver una cosa así en su vida. Una nave de esas características. Me miró contento, pasó su mano por mi cabeza, y entramos al auto. Cuando desperté, estábamos otra vez en movimiento; apenas quedabas rastros de la emoción de la noche anterior. Papá manejaba serio, con el brazo quebrado, atento a los eventuales -aunque difícilmente posibles- cambios en el camino. 

El cielo estaba plomizo, con tintes anaranjados. Una tormenta se cocinaba en el horizonte. El agua había cambiado su color; de marrón a gris petróleo. Las olas no eran simples muestras de ondulaciones, se elevaban sobre la superficie transfiguradas en figuras mitológicas e inorgánicas. Mamá seguía impávida en su trabajo manual. Había terminado el pulóver y la bufanda. El aburrimiento era absoluto. Mi hermana no respondía a mis juegos de manos. Parecía fundirse en el lento discurrir encapsulado de un tiempo inarticulado y repetitivo. Yo leía; no mucho. Me causaba nauseas fijar la vista en las revistas infantiles de mi hermana (las mías habían quedado en el bolso). Los autos nos pasaban a gran velocidad. El cauce de vehículos era menor. La circulación de la mano de enfrente apenas existía. Cada tanto un auto levantaba una bruma espesa y desaparecía en la lejanía de la autopista. 

Papá se mordía los bigotes. Miraba para atrás por el espejo retrovisor. Tuve el mal tino de preguntarle cuánto faltaba para llegar y me lanzó un grito con voz de minotauro: cómo iba a saber él cuánto faltaba. Había visto el mapa, claro, era una simple línea que cruzaba el ancho río. No había curvas. No había remansos. Sólo una larga línea de tres carriles. Pasamos por otra estación de servicio, pero hacía siempre lo mismo: llevaba al límite el tanque de nafta para ganar kilómetros sin perder tiempo. De acuerdo con el mapa, habría otra estación a pocos kilómetros y nos detendríamos allí para volver a cargar. Después de unas horas, la luz roja del tanque se prendió y sus dedos apagaron la perilla del aire acondicionado. Corríamos riesgo de quedarnos sin combustible. 

Por suerte, con lo mínimo, llegamos a la siguiente estación. Esta vez había menos autos. Papá intercambió pocas palabras con el empleado. Después de pagar, le preguntó si faltaba mucho. El hombre le dio una discreta esperanza, no mucho. 

Avanzamos. Pasamos la noche en el auto. Esta vez no hubo protocolos ni charlas acerca de la vida ni sobre el misterio de los platos voladores. Comimos y nos tiramos a dormir en la parte de atrás. Papá empezó a roncar y a construir la ingeniería de sus sueños. Mamá miraba por la ventanilla, asustada. Le pregunté a mi hermana si pensaba que estábamos perdidos, y me ladró diciendo cómo íbamos estar perdidos, era una línea recta hacia el otro lado. Imposible perderse. Me dijo que me durmiera y eso hice. Soñé complicadas convulsiones, imágenes de playas, laberintos horizontales de asfalto, recuerdos ajenos: desperté, creo, dos o tres o cuatro o cinco días después. No tengo registro.

Teníamos la sensación de estar solos. Los días pasaban y no veíamos otros autos. El cielo cambiaba de color, de forma y de contenido. Eran tantos los modos que tenía de proyectarse en el agua marrón que no nos asombrábamos. Cargamos nafta varias veces más, y papá gradualmente fue dejando de preguntar. En un momento, cuando paramos a hacer pis, vimos que estaba a los gritos con mamá. Ella le había propuesto volver. Temía que estuviéramos perdidos en esta autopista y creía que lo mejor era retomar el camino de siempre. Subir hasta la aduana, cruzar por arriba. Como habíamos hecho la primera vez que fuimos. Papá dijo no. 

Volvió a forzar la nafta y el punto rojo esta vez no aguantó. Dio la vuelta al burro de arranque varias veces hasta que hizo catarro. Se quedó unos segundos con las manos al volante, abrió la puerta y salió del coche. Lo vimos hacer su actuación de hombre que sabe sobre el funcionamiento de la máquina: abrió el capot, miró el motor, tocó algo, lo cerró. No teníamos nafta. Había que caminar hasta la próxima estación a buscar combustible, o bien esperar por un auto a que nos levantara. Serían unos pocos kilómetros. Yo iría con él. Cuando estábamos por partir, mi hermana insistió en venir con nosotros. Entonces, papá le dio un beso a su mujer. Mamá me entregó el tercer pulóver que había tejido arriba del auto. No sé por qué me puse a llorar, la abracé y me fui. Antes de perderla de vista, la saludé a lo lejos. Ella devolvió el saludo con la punta de los dedos.

Caminamos un rato largo bajo el sol. No teníamos cómo defendernos del brillo ni de las radiaciones. Papá hablaba de los efectos que los rayos ultravioletas podían tener sobre la piel e insistía en que teníamos que defendernos. Debíamos tomar poca agua, hacerla durar, y cuando llegáramos a la estación de servicio tomaríamos  toda el agua que quisiéramos. Caminamos hasta que el sol le dio su lugar al frío. Nos sentamos los tres juntos a mirar el agua. Papá se puso a llorar como un chico. No podía entender cómo había tanta belleza en ese charco marrón. Dormimos a la intemperie y nos despertaron los primeros rayos de sol. Caminamos un poco más. Papá empezó a ir delante de nosotros. Estábamos por llegar, era inminente. Tenía que haber una estación de servicio cerca. 

La noche se cerró de nuevo sobre nosotros y comimos los sanguches que mamá había preparado. Al día siguiente, papá nos anunció que volvía. Estaba preocupado por mamá y tenía la esperanza de que alguien hubiera parado para auxiliarnos y nos hubiera pasado un poco de nafta para continuar hasta la próxima estación. Nos dio indicaciones de cómo hacer y nos abrazó. Lloramos los dos, mi hermana y yo. Lo vimos volver, los hombros caídos, el andar apesadumbrado, la mirada baja, los brazos moviéndose como ramas blandas azotadas por el viento.

Seguimos camino. No sé cuánto. Uno, dos días. Nos quedamos sin agua. Pensamos en bajar al río. Pero sólo pudimos hacerlo al encontrar una escalera en uno de los pilotes. Bajé y subí rápido con una botella de agua al escuchar los gritos de felicidad de mi hermana. Veía venir una camioneta que paró adelante nuestro. Era una PanLactal, Volkswagen. Tenía los vidrios polarizados. La vi a mi hermana en el reflejo oscuro: el pelo sucio, la ropa deshecha, la cara quemada por el sol. Yo debía estar de la misma manera. La camioneta abrió la ventanilla despacio. Nos preguntó qué había pasado. Le contamos que nos habíamos quedado sin nafta unos kilómetros atrás, que nuestro padre había venido con nosotros y que había vuelto para ver cómo estaba nuestra madre. Le preguntamos si no se habían cruzado con ellos. El tipo de la camioneta escupió, apenas dijo algo y entendí que no, no había nadie atrás. 

El corazón me latió con fuerza y un extraño calor me cerró la garganta. Le dije a mi hermana que siguiéramos caminando, no me gustaban esos tipos. Ella dijo que no, teníamos que subir a la camioneta. Peleamos. El tipo parecía divertirse. El que manejaba apenas sacaba los brazos del volante. El del asiento del acompañante dijo para cortar nuestros gritos: sólo hay lugar para la chica. Ella me miró, desolada. No sabía qué hacer. El motor de la camioneta rumiaba como un gato a punto de dormir. Pregunté si faltaba mucho. No, no tanto, dijo el tipo. Decidimos que subiría. Nos abrazamos y luego la vi perderse en la camioneta que después de unos minutos desapareció en el camino. Ella pediría ayuda, quizá una grúa, un auxilio que nos facilitara volver. 

Tenía miedo y, como no tenía ante quién ocultarlo, lloraba. Las lágrimas me caían por la piel quemada. Estaba solo en la autopista. El agua marrón, infinita e insoportable, parecía planchada, como un espejo sin fondo. Seguí caminando. Caminé durante semanas, quizá un mes. No podría decirlo exactamente. Cuando tenía sed, bajaba a tomar agua por los pilotes con escaleras. Inventé un mediomundo con la bufanda que había tejido mamá y, cuando tenía hambre, pasaba horas tratando de pescar algo que luego comería crudo. De allí en más, no volví a ver autos que viajaran en la misma dirección. Sólo una estampida de motocicletas pasó del otro lado. Les grité pidiendo ayuda, pero no hubiera servido de nada: no me había cruzado durante la marcha con un retorno. Tampoco me lo cruzaría en el camino que me esperaba, en los largos días que todavía me quedaban por caminar en esa línea recta de asfalto suspendida en el aire. 

A veces, en las noches, pensaba en platos voladores. Quería que alguno bajara y me llevara al otro lado. Pensaba dónde podrían aterrizar en esa larga e infinita autopista. Imaginaba que quizá pararían sobre el agua invitándome a bajar. Sólo ellos me sacarían de ese hormigón caliente e insoportable. De algún modo lo hacían. En esas noches, pensar en los platos voladores me consolaba. Durante el día, lloviera, hiciera calor o frío, o el sol incómodo me quemara la parte de arriba de mi cabeza, en esos días de mayor hastío y desolación, el horizonte me hacía ver a lo lejos complicadas construcciones edilicias. Entonces me convencía de que faltaba poco, estaba por llegar al otro lado, no tendría que seguir caminando, por fin podría descansar, porque ahí nomás tenía que estar la salida que tanto habíamos buscado.