“El texto que seguirá cuando acaben estos prólogos puede llamarse crónica, biografía delirada, biografía libre, novela biográfica, biografía fantástica, novela a secas. Lo que los lectores prefieran”. Eso anota Eduardo Blaustein en el introito de Las estrafalarias aventuras del santo padre Castañeda, un libro escrito con una libertad y un humor formidables en el que aborda híper descontracturadamente el ideario, las trifulcas y los escritos de quien fue, dice, “el brillante fundador del periodismo argentino, tanto como de sus llamaradas y azufres, sus virulencias, sus sarcasmos, cierta crueldad, finalmente sus desgarros”. Castañeda nació en 1776, se formó en el Real Colegio de San Carlos, fue orador en las homilías tras los triunfos contra los ingleses en las invasiones y autor de los correspondientes panegíricos, ferviente defensor de la Revolución, aguantador de los trapos cuando en 1815 el pulso de los patriotas vacilaba y se tanteaba la vuelta a los brillos de alguna Corona, autor de un obituario de reconocimiento a Manuel Belgrano al momento de su muerte, cuando la onda era ningunearlo. “Las broncas más sonoras las tuvo el padre contra Rivadavia, los ilustrados, las Luces, lo que hoy entendemos como el liberalismo nacido de la Revolución Francesa y antes carajeó contra el jacobinismo y ‘los filósofos europeos’ –escribe Blaustein–. Tanto y tan duro escribió, y tan gracioso u ofensivo, tantas veces se burló de Rivadavia en verso y en prosa, que recibió a modo de apriete el dibujo o caricatura anónima de un franciscano ahorcado. No arrugó el padre: él mismo publicó el dibujo en portada de su gaceta de entonces, El desengañador Gauchi-político. Hasta en eso fue innovador. Dice la historia que la otra caricatura que él publicó de un asno parlante fue la primera en ser impresa en la Argentina como caricatura política”. 

A Castañeda lo apasionaban la política, la educación, la defensa de la religión y el debate público, y fue autor de once gacetas: muchas de ellas salían en simultáneo y dialogaban entre sí, en red. La más famosa y punzante, la que más le gustó a Blaustein y la que más exprimió, dice, es Doña María Retazos, cuyo nombre completo es el que sigue: Da. María Retazos De Varios Autores Trasladados Literalmente para Instrucción y Desengaño de los Filósofos Incrédulos Que al Descuido y Con Cuidado Nos Han Enfederado en el Año Veinte del Siglo Diez y Nueve de Nuestra Era Cristiana. Ofuscado por sus “escritos criminales”, Rivadavia tuvo por vocación cerrarle las gacetas: Castañeda lo llamó Doctor Bernardino Garrapata, rey loco, ombú empapado en aguardiente, Crispinillo el Trompudo, Doctor en Ignorancia, Sapo del Diluvio. Anota Blaustein en esa intro: “En relación con las polémicas con Rivadavia, queda la certeza, o la idea inaugurada por su biógrafo Adolfo Saldías, otro personaje histórico de maravilla, de que el padre Castañeda fue el fundador del cuarto poder en la Argentina y que fue por él que Rivadavia sancionó las primeras leyes sobre libertad de prensa”. A la fama de primer endeudador puede sumársele el gusto por la censura y la represalia: Rivadavia le prohibió escribir por cuatro años y “ordenó su destierro a un fortín miserable del relativo sur –entonces remoto– de lo que hoy es la provincia de Buenos Aires, en la frontera con el indio”.

 Claro que Blaustein entrevera las aventuras del fraile con una serie de personajes que ambientan la crueldad de la época, que dan cuenta de las atrocidades de los hombres, por ejemplo; otros de sus personajes proyectan también sobre la pampa un imaginario liberador en los oprimidos de entonces, las mujeres, los indios, los esclavos. Así, a la altura de Magdalena sitúa a la Estancia de la Piedad y a un patrón jodido, el Oscurango, dueño de un saladero, mano dura, golpeador de su mujer, Pilar; hasta allá se costea a veces Castañeda, en compañía de un médico. En algún tramo, ya en el destierro, Castañeda anda más al sur a la par de un indio, Lucas Cañuillán, que dice haber estado a bordo de un ballenero: ambos andan por el campo junto a un grupo de indios que huyen del Oscurango y, rumbo a una tierra utópica (los lagos del sur), se cruzan por Tandil con maloneros/cabreros. La imaginación de Blaustein arma partidos de pato multitudinarios en medio de la pampa, en la previa a una tormenta monumental, o un doble de tenis en lo alto de un cerro de pico truncado; la libertad con la que escribe, por caso, convierte a la gaceta María Retazos en una mujer de enorme lucidez e iniciativa, seducida en algún tramo por un joven hacendado militar que llegaría lejos. Eso en términos de trama; en cuanto al lenguaje, Blaustein se instala en un estilo que sugiere la prosa de Castañeda (a quien también parafrasea), cierta antigüedad que entrevera con formas del presente, giros de los medios en la actualidad, jergas un punto dislocadas. Una enorme libertad que le permite sugerir links de YouTube para escuchar una melodía o ver un video a la par de algún tramo. Y también el encanto en las descripciones de la pampa, de algunas escenas, de luces, animales, gestos humanos de ternura o de furia.

En el bar de Maipú y General Paz, borde de Vicente López, Blaustein confirma que disfrutó de la escritura del libro. “Tenía mucha conciencia de que el tipo me caía simpático –dice–. Más allá de la contradicción, porque es un tipo que no tiene nada que ver con uno, y parece un gordo protestón, hincha pelotas; andá a saber qué era, un cura cabrón, no sé. Conciencia de que era una novela con la que me quería divertir y jugar, mezclar historias, inventar; inventarle una amante a Rosas y de paso pegarle un poco. Se supone que uno, respecto a esa época, está del lado de los liberales (él no los diferencia mucho de los jacobinos), pero este tipo tiene la intuición de la religiosidad de las provincias, del pueblo. Y entonces me gusta identificarme con él y recontraputear a los que se supone que eran los revolucionarios; me da como risa disfrazarme de él, y decir ‘manga de zurdos, irreligiosos, cagatintas, cajetillas’... Como si yo fuera una especie de peronista conservador, algo por el estilo”. 

Otra de las cosas que se propuso es reírse un poco, dice, “de la novela histórica berreta, la cosa divulgativa, esa pretensión a partir de cuatro datos de color”. Como salida de la línea de producción, anota en el prólogo. “Sin dejar de hablar de lo profundo, porque uno no deja de hablar de cosas muy fuertes de la historia argentina, muy terribles –sigue Blaustein–. El nivel de violencia, por ejemplo, del género gauchi-político, es alucinante. Está el famoso poema de Ascasubi que homenajea el degüello, el disfrute del torturador degollando a la víctima, que inaugura una tradición violenta en la literatura y la política que está presente hasta nuestros días. El nivel de violencia en la época era extraordinario y a la vez fascinante. Y esa violencia está expresada en el periodismo, y para mí habla también del periodismo que hacemos, que estamos viendo en el presente. Por eso creo que el libro tiene ciertas proyecciones hacia el presente”. 

Blaustein dice que, como ocurre desde    su primera novela (Cruz Diablo, de 1997), sigue siendo hipposo, un tanto hippie. Desacartonado, antisolemne. “De alguna manera, cuando hago literatura yo me sigo vengando de los límites que impone el periodismo. La extensión, los formatos, las etiquetas, los mandatos: paso de eso. Y más con un chabón así, que le pasa por arriba a todos los periodistas contemporáneos”. 

¿Con qué te identificás de Castañeda?

–Con la prosa, aunque sea una prosa absolutamente española, barroca, rara. Por lo delirante, lo trasgresora, lo humorístico y lo imaginativo del tipo. Por lo creativo. Inventa personajes que dialogan. En María Retazos, por ejemplo, hay un párrafo graciosísimo en el que gasta mal a Estanislao López y a Ramírez: los presenta como bárbaros, es horrible, absolutamente reaccionario, pero la brillantez es increíble. Inventa falsos corresponsales, personajes del presente que escriben en el propio diario. En sus gacetas le da lugar a la mujer, la interpela como audiencia, construye audiencia. Me parece de una imaginación y de un nivel de delirio fertilísimo, un tipo de ejercicio que no encontrás, salvo en publicaciones satíricas. Me parece infinitamente más interesante que el periodismo de espectáculos de hoy. Y su escritura tiene mucho valor literario. Me divirtió mucho: parece que estuviera con un ácido encima, el tipo. Y saca una gaceta tras otra, porque se las clausuran, lo destierran. Con los destierros dije bueno: a este tipo lo sitúo en una especie de novela de aventuras. Porque me parecía hermoso: como en las viejas películas de Clint Eastwood, que aparecen las ruinas de una iglesia mexicana. Esa pampa antigua me fascina. Me dije: A este tipo lo hago pasear por la pampa con los indios, y los indios se convierten en un delirio, también: esa especie de partido de tenis en esa cima, algo medio fontanarrosón. Un saludo a Fontanarrosa.

Blaustein es un referente del periodismo, un tipo con una mirada lúcida, multilateral e inquieta que no cristaliza, que le raja a la casilla. Ha escrito en este diario y también en El porteño, en Veintiuno, en Crítica; por estos días es uno de los hacedores de la publicación digital Socompa. Es autor de Decíamos ayer, un clásico sobre la prensa en la dictadura. Antes de Castañeda venía de escribir El Pichi, un libro sobre la militancia juvenil en los 70 (acaso un punto triste, dice); ahora anda ya en otra novela, situada también en la pampa, pero con un tono más bien inquietante (“me propuse no hacer ningún chiste”), que le hace pensar en Charlie Feiling, que pone por la zona del terror y/o del fantástico. Terminó Las estrafalarias aventuras hace un año, cuando se acentuó la crisis librera (¡gracias Mauricio!). “Me costó mucho conseguir una editorial, hasta que me salvó el peronismo, yo que soy medio molesto con el periodismo. Los compañeros de Ediciones Octubre que se la jugaron, porque aunque no sacan libros de ficción, al tratarse de algo con contenido histórico, de debate del periodismo y temas latentes argentinos, les pareció que se justificaba. A las grandes editoriales, que son algo conserva, les pareció una cosa extraña. Que lo es”. 

¿Cómo fue tu acercamiento a Castañeda?

–Lo conocí por un libro de Horacio González. De hace unos seis años: una vergüenza que no lo conociera antes. Y a partir de ahí lo guglié para el libro que escribí sobre Lanata: como que fui a buscar las genealogías de las violencias periodísticas en la Argentina para decir “Gordo, no inventaste nada, el periodismo nuestro siempre tuvo estos niveles de virulencia”. Y entonces me puse a estudiar gauchi-política, particularmente a Castañeda. Leí el material producido por él, en la Biblioteca Nacional, y sus biografías. Hay varias, y ya están recontra viejas. La de Saldías es la mejor. El tira la leyenda de que Castañeda muere por la mordida de un perro rabioso; por ahí me crucé con algún cura celebérrimo que dice “¡Ah, eso es mentira!”. Me gusta la versión de Saldías. 

¿Qué tiene para decir Castañeda hoy?

–Estaría con 150 pañuelos celestes al cuello, santiguándose mal. Y diría vivimos en estado de barbarie. Diría lo mismo que decía en el pasado. Tendría un discurso antipolítico; “son todos iguales”. Que medio es lo que hace, viste: termina condenando lo que hoy llamamos unitarios como federales. Y dice, con frases que son muy hermosas y tristes, “no, nos engañan”. Yo entreveo, a la distancia, cierto desgarro del tipo, porque dice “esto de la independencia y de la libertad son palabras que se van”. Como diciendo: “Nos fuimos a la mierda, mal”. Y había sido un tipo que se la jugó por la Revolución de Mayo. Yo percibo una tristeza en ese último ciclo de vida del chabón, que termina perdido en Santa Fe. Y no deja de ser una tristeza que resuena en la transición argentina, o como mínimo en el ciclo democrático: estamos peor socioeconómicamente ahora que en el 83. Eso es un espanto. Esta condena al fracaso, al revés que la frase de Duhalde. Y me parece horrible, porque es una frase reaccionaria. Salvo lo que fue el ciclo kirchnerista. Porque viste que la derecha muchas veces te habla de fracaso, “Argentina es un desastre”, esta cosa de sembrar escepticismo. Pero la situación del país es muy triste. Y es como si latiera una profecía en la tristeza que expresa el chabón, habiendo sido un militante entusiasta de la causa de Mayo. 

Nos simpatiza que su enemigo sea Rivadavia.

–Sí. Y con eso también volvemos al presente, porque por las represalias que sufre dispara la primera ley de libertad de imprenta. Y seguimos discutiendo sobre eso, libertad de expresión, investidura presidencial; viste que el Gato Silvestre, que es lo mejorcito que podemos ver en la tele, se la pasa cuidando eso, y dice “nooo, la investidura presidencial”. A la vez, esta cosa febril y furiosa que hoy aparece en los foros de La Nación o Clarín, de algún modo también está en la ciudad de entonces, con 30 o 40 mil habitantes y esa cantidad de gacetas, a través de las que todo el mundo se clava puñaladas, se insulta. ¿Y cuántos eran letrados? Ese nivel de fertilidad periodístico-doctrinaria, ¡en una aldeíta! En la que todos se veían las caras: cómo no se cagaban a piñas todos los días. Castañeda y sus adversarios se escribían poemas satíricos unos contra otros: eso me gusta mucho. En lugar de un Fantino, un Majul, insultadores berretas: ¡que te escriban en verso tiene mucha más altura! Rimas, palabras antiguas preciosas. A Asís creo que le gustaría mucho. Al menos te insultan bonito, no te dicen “ultrakirchnerista” o “choriplanero”. 

¿Y cómo se llevaría con Francisco?

–Uy uy. Se divertirían. Para mí Francisco es un enigma, eh; tiendo a creer lo que dice Verbitsky, la postura más crítica. Puede que el tipo haya buchoneado gente y que haya salvado a otra, es posible eso. En el momento macrista no deja de ser una pata opositora, extrañamente. Se me ocurre que como es un tipo muy político y que tiene sentido del humor, creo que se cagarían de risa bastante. Y tendrían sesudas discusiones teológicas y doctrinarias. Bueno, Castañeda también se presenta y se preocupa por los pobres. Y denuncia a las proto-clases media de entonces, a los médicos, a los banqueros, se preocupa por la salud pública. Hace un esbozo torpe de proyecto de país: quiere salvar a los indios, pero de una manera muy paternalista. Medio pelotuda, pero muy graciosa: “Hay que quitarles los caballos y ya está” (se ríe). Qué sé yo, esas cosas de la Iglesia. ¿Se preocupan o no por los pobres? La Iglesia institución tiendo a pensar que no; Bergoglio por ahí sí, ahí le creo. Desde una perspectiva si querés nacional y popular, hay una crítica a los ilustrados, a ese fracaso. Hay un encapsulamiento de los liberales de entonces, incluyendo a Moreno: los tipos no entendían el país en el que laburaban. Se movían en un mundo así de chiquito, con veinte progres porteños. Y el resto del país era otra cosa. Por eso las provincias quedaron como quedaron, el noroeste, por ejemplo. Son discusiones no saldadas. La discusión del aborto, hoy; o la discusión del peronismo hoy, los peronismos conservadores feudales, son la continuidad de ese país. Por eso me fascina, también. Porque todo el tiempo son continuidades, proyecciones. 

“Hoy Castañeda estaría con 150 pañuelos celestes 
al cuello, santiguándose mal. 
Y diría que vivimos en estado de barbarie. 
Diría lo mismo que decía en el pasado. 
Tendría un discurso antipolítico. 
Yo entreveo, a la distancia, cierto desgarro del tipo.”
Eduardo Blaustein