Zadie Smith nunca había escrito una novela en primera persona. “Desconfiaba de ese recurso. Pero descubrí que la narración sigue rondando en torno a la subjetividad de cada personaje. Una vez que dejé de sentir que debía controlarlo, todo se movió rápido. Muy rápido”, le contó a su amigo Jeffrey Eugenides a fines de 2016. Por entonces se había publicado Swing Time en los países de habla inglesa. Recién ahora ésta, la quinta novela de Smith, se traduce al castellano. Mientras tanto, la escritora ya tiene libro nuevo: los ensayos incluidos en Feel free (Sentite libre). En los dos, aparece su interés por la danza; por ejemplo, retoma la confesión de Ginger Rogers cuando ya en sus últimos años observó que “Fred Astaire representa la artistocracia cuando baila y yo, el proletariado” o traza una elegía sobre el baile hipnótico de Michael Jackson. Lo que cambia en ambos textos es el foco. La luz, digamos. Y es que Tiempos de swing no sólo tiene que ver con el baile: es la historia donde Smith trabaja de manera más ajustadamente el vínculo entre lo luminoso y lo oscuro. Ese grado de intimidad no podía lograrse sino a través de un “yo”, que incluye algún matiz autobiográfico.

Todo comienza con la infancia de la protagonista y su amiga Tracey en los ochenta, las dos abriéndose paso en una academia de danza y canto barrial en Londres. Tracey se transforma en la mejor de su clase, cubierta de tules que su madre le compra en mercaditos baratos. La madre de la protagonista, afroamericana, no tiene tiempo para esas cosas: la maternidad le interesa poco y se la pasa estudiando Sociología. Así que su hija usa unas zapatillas espantosas, baila poco y canta Gershwin junto al viejo pianista de la academia hasta que el padre, blanco, pasa a buscarla cuando ya no queda nadie. En casa de Tracey se puede jugar a las Barbies, tomar helado y mirar tele. En la casa propia se apuesta por una dieta a base de semillas y se lee Marx. Tracey vive con su madre porque el padre, según la nena, es uno de los principales bailarines de Michael Jackson. “A decir verdad, esa historia era para mí absolutamente cierta y evidentemente falsa, y tal vez sólo los niños son capaces de conciliar esta clase de ambivalencias”, cuenta esta chica, de quien nunca se sabrá el nombre. 

A los 23 años la protagonista de Tiempos de swing (un título que evoca aquella mítica película de 1934 donde brilla la dupla Rogers-Astaire) se transforma en asistenta full time de Aimee, una cantante pop cuyo poster Tracey tenía colgado en su habitación junto a Prince, Madonna y James Brown. Con el tiempo, las amigas se pierden de vista. A la vez, la protagonista ve cómo su madre inicia una fulgurante carrera política en defensa de los derechos interraciales, separada ya del padre. Esta primera parte del libro tiene todo el encanto –y el contraluz– de textos anteriores de Smith como NW London, donde también hay dos personajes femeninos surgidos de un suburbio; Leah, una chica que se queda en su barrio con su novio argelino y Natalie, que se muda para convertirse en abogada prestigiosa.

Lejos de su origen, la protagonista se instala en Nueva York para seguir los caprichos de Aimee noche y día. De vez en cuando vuelve a visitar a la madre a Londres y así se entera si por la zona anda Louie, el padre de Tracey, un jamaiquino que no es bailarín de Michael Jackson sino apenas un ladrón que pasa temporadas en cárcel por negro y reincidente. 

Aimee, que ya está a punto de dejar de ser una joven estrella para ser una cantante del montón, decide que los focos se posen en ella abriendo una caritativa escuela en algún lugar de África que no se menciona. Ahí la protagonista visitará una celda de esclavos donde probablemente estuvieron sus ancestros. Y se enamorará de un africano de cuerpo hermoso e inteligencia anodina de quien Aimee se considera dueña. Las cosas no terminan bien. 

Cuando el vendaval haya pasado, la protagonista se encontrará mirando Swing Time en un cine cercano al Támesis. Astaire siempre es étereo y Ginger sabe cómo volver con elegante firmeza al piso. De ahí la frase sobre su pertenencia al proletariado, que Smith retoma en la novela y en Feel free, su segundo libro de ensayos tras Cambiar de idea, publicado en 2009. Swing Times es, además, una de los tantos videocassettes que la protagonista miraba junto a Tracey. De ella se sabe que tuvo un éxito discreto en Piccadilly Circus antes de llenarse de hijos y volver al monoblock. A la protagonista no le va mejor tras perder el trabajo que le había consumido la vida. “Yo siempre había intentado arrimarme a la luz de los otros y nunca había brillado con luz propia. Mirando Swing Time sentí alegría. Pero también me vi a mí misma como una especie de sombra”, revela entonces.

De origen birracial (madre jamaiquina, padre inglés) Smith es una escritora consagradísima, que vive entre Londres y Nueva York como la protagonista de la novela, con su marido y sus dos hijos. Para ella también la amistad es importante. En una entrevista reciente afirmó que se trata de uno de los anclajes que le permiten tener una vida entre continentes; de hecho, un fragmento del libro homenajea a dos amigos suyos, el novelista Darryl Pinckney y el poeta James Fenton. Ellos le han dicho que la narrativa se asemeja a un camino pues quien escribe desea llegar a un lugar mientras que la poesía es más bien una danza, que goza con el mero desplazamiento. Ese gesto poético atraviesa Tiempos de Swing, donde lo que importa es el tránsito más que el punto de llegada. En el medio, lo luminoso y lo sombrío trazan su propia coreografía.

Tiempos de swing Zadie Smith Salamandra 430 páginas