El edificio de la Confitería del Molino, a 102 años de inaugurado y a dos décadas de ser simplemente abandonado, está dando sus primeros pasos para volver a la vida. Ayer por la mañana entraron al lugar, recientemente entregado al Congreso Nacional, los primeros diez restauradores de un equipo que tiene varios años de trabajo por delante. Como se ve en las fotos, el Molino es una ruina en la que nada funciona, un edificio saqueado de sus ornamentos que hace casi medio siglo que no recibe el mínimo mantenimiento para seguir entero. Y sin embargo, recorrerlo es percibir su gloria, reimaginar su belleza bajo la ruina y soñarle un futuro espléndido.

El Molino nació en la esquina de Solís y Rivadavia, fue demolido para las plazas de Los Dos Congresos hacia el Centenario y tuvo una segunda reencarnación en Rivadavia y Callao con Caetano Menna al frente. Fue este italiano próspero y de buen ojo el que le encargó un nuevo edificio al muy joven compatriota Francesco Gianotti, que estaba construyendo ese asombro que fueron las galerías Guemes, de lejos lo más alto que había en esta ciudad. Extrovertido, barroco, dueño de un estilo muy peculiar que cuesta clasificar más allá de la obvia paleta Art Noveau a la italiana, Gianotti fue una apuesta para la fama. Lo que hizo en esa esquina en menos de dos años y logró inaugurar el 9 de julio de 1916 fue para la historia, un edificio destinado a la fama, algo que todo el mundo visitaba aunque sea una vez en la vida.

La fama viene, en buena medida, de la Confitería que tomaba casi toda la planta baja. No sólo hacía un pan dulce del que se habla todavía con nostalgia, sino que era una suerte de sucursal del Congreso. Como saben los periodistas de cierta edad, políticos de todos los palos compartían café y tenían una suerte de segunda oficina en las mesas. No eligieron mal, porque el local fue único, con un piso de piedra raro en esta ciudad, vitrales por todos lados, lámparas de bronce, escaleras de mármol de veta roja y un aire a café europeo de lo más convincente. Justo arriba, sobre la ochava, con acceso desde el café —exactamente desde el viejo salón fumadores— y desde la puerta independiente sobre Rivadavia, estaba el salón de fiestas. Revisando páginas sociales en blanco y negro, y en sepia, parece que todo el mundo se casó en el Molino, festejó los quince, hizo una comida de fin de año o un banquete de homenaje. De las reuniones políticas la lista es legendaria y termina con el lanzamiento de la Alianza, poco antes del cierre. Arriba, menos conocidos, había departamentos, enormes y de lujo sobre Callao, más chicos sobre Rivadavia, un proyecto de alquiler y renta de los tipicos de la época. 

Pero el acceso de ayer de los restauradores tuvo un enorme valor simbólico porque el edificio del Molino muestra años y años de caída, primero por descuido y luego por desidia absoluta. Este tesoro fue cerrando parte a parte, terminando sucio, encerrado en telas de seguridad, con unas pocas personas malviviendo sin servicios, transformado en una vergüenza y en un riesgo público. Para marcar la ocasión también hizo una visita el senador Daniel Filmus, presidente de la Comisión bicameral que administra el proyecto de restauración, y el presidente de la Cámara de Diputados Emilio Monzó. Hubo en el grupo un representante del ministerio de Interior y el ministro de Gobierno porteño Bruno Screnci Silva. Sus guías incluían a Ricardo Angelucci, secretario de la Comisión, a Miguel Mármora y Guillermo García, tres de los responsables de la notable restauración del palacio legislativo.

Lo que vieron fue conmovedor. En la confitería siguen las nobles columnas, mostrando las marcas de donde arrancaron las lámparas y las virolas ornamentales de bronce. No quedó un mueble, excepto algunos que en realidad están adosados a los muros y no pudieron sacarse. Las persianas llevan tantos años bajas que ya no funcionan. Los vitrales de las vidrieras son restos con formas surrealistas y cansadas. La esperanza viene de pensar que los complejos ornamentos de los muros y los vitrales-ventana están en su lugar y en buen estado. Hasta sigue ahí el reloj, aunque no funciona.

Los subsuelos son un peligro. Los hornos de la fábrica de pan y pan dulce siguen ahí, de puertas oxidadas y quemadores apagados. Por ahí hay máquinas de amasar y mezclar abandonadas, mayólicas belgas cayendo, aguas entrando y cantando como cascadas. Al tercer subsuelo no se baja sin acompañamiento y seguridad.

En las alturas el panorama es el mismo: la torre en ruinas, carcomida y habitación de palomas, guarda un bloque de óxido macizo que era el motor de las aspas del molino, sobre la ochava. Los departamentos van del desastre por las lluvias que entraron a un asombroso grado de preservación, congelados en el tiempo y pidiendo una restauración histórica. En el primer piso, sobre Callao y asomado el excéntrico patio andaluz, se está preparando una sede de trabajo, oficina y coordinación técnica en el departamento que fuera de los dueños de casa, que parece que se llevaron de recuerdo el frente de la chimenea, arrancado sin más. Lo poco que funciona en el edificio son cableados eléctricos de obra, falta para el agua y lujos como el wifi (o el gas), son un sueño a futuro.

Los trabajos que arrancaron ayer tienen como prioridad el rescate de piezas originales, que van a un sector seguro donde se armó un pañol, una limpieza básica como para poder estar en el lugar, y un ataje de emergencias edilicias para evitar problemas mayores. El martes se va a firmar un acuerdo marco entre el Congreso, la Ciudad y el ministerio de Interior nacional para arrancar con los trabajos más pesados apenas se pueda. La idea es devolverle lo antes posible al Molino su rol de hito urbano y, como dice Filmus, “abrirlo otra vez a la comunidad, que lo hizo famoso y lo cargó de significado”.