El relator especial de Naciones Unidas sobre tortura, en su visita a las cárceles argentinas, en abril pasado, habló de “emergencia humanitaria”, dijo que en Argentina (luego de visitar las cárceles de Formosa, Córdoba y Buenos Aires) hay una persistente, generalizada y gravísima violación a la Convención Internacional sobre la Tortura. Las condiciones de detención son completamente contrarias a la dignidad humana. Violan estándares básicos. Son cárceles incapaces de “resocializar” a nadie, son cárceles que matan y torturan, que no “reeducan” ni “mejoran”. No son ni sanas ni limpias, como pide nuestra Constitución. Este es el primer diagnóstico, compartido mayormente por la doctrina: el encierro es un fracaso. Sin embargo, en el debate público sobre políticas criminales, este aspecto tan básico para pensar soluciones realistas de mediano plazo, que eviten círculos viciosos que sólo aumentan la violencia, brilla por su ausencia. 

Presos que tienen que tomar agua del inodoro porque las canillas no funcionan, requisas humillantes para las familias, doce personas que comparten una habitación pensada para dos, 42 mil presos en una estructura carcelaria con capacidad máxima para menos de la mitad. Este es el esencario caótico penitenciario argentino, repetido y agravado en todo el continente. Una estructura criminal incapaz de reeducar personas. 

Muchos funcionarios han hablado (ante cada nuevo hecho de inseguridad, haciendo un recorte de tal término, que debiera comprender también a la inseguridad alimentaria, habitacional, educativa) de una supuesta “puerta giratoria” para los “delincuentes” (personas que cometieron un delito, lo cual se debe probar en un juicio con garantías y no en un medio de comunicación). La realidad demuestra sin embargo exactamente lo contrario de lo que sugieren algunos funcionarios y periodistas, que con su desinformación azuzan la violencia y los falsos dilemas (el falso dilema derechos de las víctimas contra derechos de los victimarios es uno de los más instalados, sobre esta falacia se instalan luego políticas demagógicas de mano dura o militarización, que agravan la violencia que dicen venir a combatir): la inmensa mayoría de quienes están ilegalmente privados de su libertad, lo están sin condena, esto es mancillando el debido proceso, garantía constitucional (muy lejos de toda “puerta giratoria”, están encerrados sin ser –declarados– culpables de nada). También se viola el principio de inocencia. Están presos por su supuesta peligrosidad, en prisión preventiva ilegal, que ha pasado de ser una excepción de nuestro ordenamiento (para el cual la cárcel debiera ser una solución de última ratio y no la primera y única medida que nuestros jueces penales parecen conocer), a convertirse en una inconstitucional pero instalada regla del sistema punitivo argentino. Hoy la excepción es la regla. Esto viola a la luz del día nuestra Constitución. Peor aun: es una violación gravísima que legitiman nuestros jueces (con el apoyo de los medios “anti-garantías”): personas privadas de su libertad sin condena y en espera de un juicio en cárceles degradantes. Si tales cárceles además son, como afirmó Loic Wacaqant, discípulo de Bourdieu, “cárceles de la miseria”, ese agravamiento y esa vulneración de derechos (cometida por el Estado mismo, en nombre de la “justicia”) es aun mayor. Es el Estado el que mancilla derechos y lo hace en nombre de una sociedad “más segura”. El Estado reproduce una lógica equivocada, que parte de un maniqueísmo intolerable en democracia: la “guerra” al delito parte de una contradicción falaz, que los derechos de unos se contraponen a los derechos de otros o que la “seguridad” se construye (en sociedades con tanta pobreza y exclusión) recortando y no reconociendo más garantías y derechos sociales y humanos. En una democracia, todos somos iguales ante la ley y todos los derechos deben ser respetados. Y todos debemos ser condenados en función de un juicio justo, con garantías. No podemos ser apresados sin condena. La peligrosidad no está estipulada en nuestro ordenamiento como causal de prisión preventiva, como sucede en otros países. En Argentina, tal práctica normalizada por los jueces, configura una práctica ilegal. Inconstitucional. 

Esto nos conduce al último punto: la inversión retórica que existe en muchos medios masivos, donde se vitupirea al juez “garantista”, que es el que mejor cumple con los mandatos de la Constitución, celebrando al juez “no garantista” que, apartándose de la ley estricta, encarcela personas “preventivamente” por su peligrosidad, contrariando y pisoteando nuestro derecho escrito. Es preciso, por la salud de nuestra República y nuestro ordenamiento, salir de esta contradicción, incompatible con un sistema democrático. Los jueces garantistas no son enemigos de la sociedad, son sus primeros defensores y garantes.

Una emergencia humanitaria, como advierte la ONU para el sistema penitenciario argentino (último eslabón de una larga cadena de exclusiones y omisiones), no se resuelve (sino que se agrava y se potencia) militarizando a toda la sociedad, como propone el Gobierno.

* UBA-Conicet. Director del Tribunal Experimental en DD.HH. Rodolfo Ortega Peña (UNLA).