En el año 2003 viví muchas cosas.

Recuerdo que era un domingo de verano. Mi hermana me sentó en la cama de nuestros padres y me dijo “me van a operar”. Recuerdo preguntarle de qué, y ella, con una sonrisa en la cara, me decía que le tenían que hacer una pequeña intervención en la cabeza. Recuerdo la sensación de ver cómo el cuarto se volvía enorme, todo cobraba dimensiones más grandes de las que podía tocar. Es un sentimiento palpable aún, si lo traigo a la memoria. Sentirse tan chiquito, tan indefenso. 

A partir de ahí fue todo muy rápido. A la semana la operaron, era un cáncer de cerebelo grado 4. A partir de ahí dos intervenciones más. Llantos, hospitales, drama. Finalmente, estoicismo. Es un adjetivo que creo caracteriza a toda mi familia. Yo me forjé en ese adjetivo durante ese año, entre otros tantos que a todos nos suceden. 

Tenía que cursar cuarto año del secundario, pero me había quedado libre porque rendí mal Química entre las operaciones de mi hermana. De alguna manera fue un alivio porque de esa forma podía ayudar a mis viejos que por razones obvias no daban abasto. Durante ese año trabajé en el negocio familiar. Era un local de modas en Villa del Parque, un local donde vendíamos ropa para señoras. El trabajo rutinario me dio muchas herramientas para mantener ese estoicismo, y todo de alguna manera estaba dirigido a saciar una especie de sed de buscar un lugar nuevo donde me encontrase más a gusto. Me robaba plata del negocio todas las semanas y me compraba un libro. Escuchaba mucha música. Escribía un diario. Fumaba. Eso lo hacía detrás de un mostrador aburrido, durante muchas horas, entre ropa y señoras de barrio. Y entre las pocas cosas que podía hacer fuera de los límites de mi familia y mi casa, una de ellas era ir al cine. Las películas son formas sanadoras de pasar el tiempo. Y el cine sigue siendo el espacio más acogedor que pueda existir para mí. Ahí, me daba (me doy) el gusto de perderme. Todas las semanas buscaba la cartelera de cine e iba a ver cualquier cosa. Y cuanto más lejos quedase el cine, mejor para mí. Todo eso era una buena excusa para desaparecer por un momento. Recuerdo que era invierno ya. Se acercaba la hora de cerrar el local y decidí ir a ver una película porque me gustaba el título. El hombre sin pasado, de Aki Kaurismäki. “Qué nombres raros”, pensé. Quedaba en un cine del centro. Abrí la Guía T y vi que el 24 me dejaba en la esquina. Cerré el negocio y me fui a tomar el colectivo. Recuerdo haber llegado un poco tarde, la película ya había comenzado. Entré a una sala muy larga y oscura. Era la primera vez que iba al Lorca. La sala iba en bajadita y tenía una pantalla que me parecía enorme. Me gustaba la sensación de alfombra sobre mis pies, aunque no recuerdo si el piso estaba alfombrado o es simplemente una sensación cálida que me inventé ahora. Pero tengo el recuerdo de sentirme así de acobijada, no más entrar a la sala de cine. 

Me senté en una butaca. Empecé a ver la película. 

Era raro. Personas hablando un idioma que no entendía (¿en qué idioma hablan?), actuando de forma acompasada. Un hombre que lo daban por muerto y se levantaba de repente. Luego aparecía tirado en la vera de un río, donde un linyera le robaba las botas. Todo me parecía raro. Sin embargo, había un tiempo, un ritmo, que me hacía sentir muy a gusto. La música, las relaciones amorosas, entre hombres, entre un hombre y una mujer. “¡Éste es el romanticismo que me gusta!” Quizás no lo pensé así en ese momento. Seguramente no tenía esa claridad aquella noche fría del 2003. Pero recuerdo el sabor agridulce de sentir que me gustaba tanto todo, aunque no lo entendiera completamente. Aunque fuera todo muy raro. Era tan embriagante, como sensual. Me acuerdo que todo el tiempo fumaban en la película y yo, que recién empezaba a fumar, pensaba “qué lástima que no viví la época en donde se podía fumar dentro de una sala de cine”. 

A la salida, me prendí un pucho. Me sentí grande. O me sentí que era yo, al menos en ese pucho, pensando en las imágenes que acababa de ver, en un cine del centro de Buenos Aires. 

Hablando sobre las imágenes pregnantes. Ayer a la noche me bajé la película de vuelta y volví a ver algunas escenas. Me doy cuenta que robé la escena del linyera y el hombre en el río inconscientemente y la puse en el guión que estoy escribiendo ahora. Robos eficaces, aquellos que ni sabés que estás haciendo. Recojo las imágenes que están enterradas en el fondo de mi corazón y las reproduzco como una autómata, porque esas imágenes se volvieron, de alguna forma, mías también. O una forma de contar mis propios espectros. Ayer me reía sola viendo esa escena y descubriendo mi fechoría. Así también el recuerdo de esta película, que tenía tan olvidada. Iba a empezar a escribir acerca de otra película y automáticamente me dejé llevar por el humo de Kaurismäki. Amor y devoción eternos al cine que me salvó del frío del invierno y de las cosas feas que pasan en la vida. Amor y devoción al cine de este viejo humanista, que bien podría decir abunda de estoicismo, y que me hace sentir que no estoy sola en este mundo.


Cecilia Kang nació en Buenos Aires en 1985. Estudió Realización en la E.N.E.R.C. Hizo varios cortometrajes entre los cuales se destaca Videojuegos (2015). En el 2016 estrenó su primer largometraje documental, Mi último fracaso.