Es cuestión de poner atención, cada hoja entona correctamente su parte. En el camino tal vez sea un poco más difícil escucharlas; pero si uno se adentra, no sé, digamos que unos 50 metros hacia lo más espeso del bosque, entonces las frases se oyen claras, precisas y con una entonación divina del idioma. Estoy seguro de que fue aquella la exacta pronunciación que le escucharon a Dios desde el tercer día de la creación. 

De los muchos amigos que me acompañaron a la espesura rosada de los lapachos, ninguno alcanzó a descifrar el lenguaje de los árboles. Qué gran alegría hubiera sido para mí compartir con alguno de ellos la experiencia del diálogo vegetal. Sin embargo nadie, salvo yo, ha logrado escucharlos hasta hoy. Por esto, mis amigos me creen un poco loco y se ríen de lo que llaman mi ocurrencia. 

El que los lapachos no hablen de cosas trascendentales ni revelen futuros cercanos o lejanos, aporta al total escepticismo que guardan respecto de mi afirmación. Y es que a estos árboles no le van bien ni la filosofía ni la astrología ni la adivinación ni la política. Prefieren más bien, antes que de los ecos de la fiesta del centenario o de la negativa de jubilarse del viejo Roca, hablar de las cosas más triviales: de lo pesado del clima en verano, de lo mucho que les gustan las lluvias y lo espantoso que son algunos inviernos por estos lares donde la nieve rara vez asoma con su maletín blanco curador de males. El chisme tampoco falta y fue por un comentario indirecto y cargado de burla que me enteré de que en lo más profundo y húmedo del monte, donde el lapacho cede su reinado al algarrobo, vivía un chico apartado, desde muy niño, de todo contacto con la humanidad.

Un pequeño Mowgli a pocos kilómetros de la ciudad –pensé- y me propuse encontrarlo con la intención de regresarlo a la vida civilizada, darle un hogar y un nombre si no lo tenía; llevarlo al museo para que lo estudie el viejo perito Moreno; adoptarlo si fuera necesario. Mientras me adentraba en la espesura, imaginaba la repercusión que tendría semejante noticia en los medios del país, incluso en los diarios del mundo: “Pequeño Tarzán recuperado por un paseante en los bosques de las colinas de la ciudad de…”.

Hubiera querido que los árboles también me entendieran a mí, para poder preguntarles sobre el chico, y que me respondieran con alguna precisión. Sólo contaba con algunas pistas que lograba entresacar de aquí y de allá entre los diálogos que lapachos, robles y algarrobos mantenían vivamente hasta que comenzaba a caer el sol; entonces los árboles callaban y dejaban que los pájaros llenaran con sus trinos el vacío silencio entre las hojas. Pero a ellos no los entendía.

Pasaron dos meses de búsqueda hasta que por fin pude dar con una huella de hombre distinta de la mía. Me decepcionó ver el tamaño del pie. No es la huella de un niño pequeño, me dije, y en un segundo vi quemarse la novela que me había armado yo mismo en torno del hallazgo: el regreso con el pequeño analfabeto, arisco, desconfiado; la educación exitosa; las triunfales estampas fotográficas del antes y el después. Una semana más tarde de esa primera huella, di por fin con el salvaje. Era, como ya me lo venía sospechando, un hombre de unos 40 años. Lo observé sin que me viera. No podía determinar si era negro o estaba cubierta su piel de mugre, y los árboles poco y nada podían aclararme al respecto ya que las razas humanas, al parecer, no eran parte de su sabiduría ni de su diálogo cotidiano. Más bien todo lo que decían sumaba a la confusión, porque seguían refiriéndose al sujeto como chico, niño o pequeño cuando claramente era un adulto. Deduje que la longevidad del bosque, y la distinta percepción que tienen los árboles del tiempo, los llevó a entender 40 años como minutos y que alguien que llegó niño hace 4 décadas no pudo de ninguna manera dejar de serlo en tan escaso margen de tiempo. Me hubiera gustado también preguntarles sobre esta especulación.

El salvaje iba desnudo, apenas cubiertos los hombros con la piel de algún animal. Había construido una choza con ramas y troncos y aunque no alcanzaba a ver herramientas, era evidente que había utilizado filos para cortar y dar forma a las piezas con las que había armado su vivienda. Había leña quemada y cenizas delante de la choza, de manera que también conocía el arte del fuego.

La sombra de una idea me atravesó la mente. Y regresé a la ciudad, apesadumbrado, pero con las preguntas que me sugirió esa idea repitiéndose una y otra vez: ¿existe el salvaje per se o sólo existirá desde que un escriba asiente su identidad en los libros de la ley? ¿Era hijo de cristiano o el último vestigio indio sobreviviente de la campaña del general? ¿Constituye asesinato dar muerte a alguien sin nombre, sin entidad, sin existencia, sin dios? ¿Muere? ¿Desaparece? ¿Nada?

Volví muchas veces a espiar los días del salvaje, que sobrevivía alimentándose de la caza de pequeños animales y bebiendo el agua que brotaba de un manantial entre las piedras de la colina. En la ciudad indagué, entre los archivos de los diarios y de los tribunales, algún dato, noticia o denuncia sobre un niño desaparecido o tomado en cautiverio por la indiada hace 40 años, poco más, poco menos. No encontré nada que me indicara con seguridad que mi salvaje era cristiano de origen. Y al tiempo que buscaba y observaba, crecía en mí la necesidad de saber en carne propia si darle muerte a alguien que no existe es o no es un asesinato para el orden humano de la ley.

Regresé armado a la espesura. Lo árboles lo notaron y comenzaron a hablar sobre esto. Entendieron claramente mi intención y si bien no lo mencionaban con palabras concretas, las conversaciones se llenaron de muerte y morbosa curiosidad. Encontré la choza vacía, con rastros recientes de mi salvaje y decidí trepar a un árbol para esperar oculto su regreso. No fue sino hasta después de varias horas que lo vi también a él sobre un árbol, ocultándose de mí. Noté claramente el brillo de sus ojos negros que me miraban aterrado, como conociendo mi intención. Y entonces entendí que también él podía comprender el habla de los lapachos y los algarrobos y que probablemente había sabido de mi presencia espía desde antes. Y que no me había temido si no hasta ahora, que la palabra muerte retumbaba entre las voces divinas de las hojas. Éramos semejantes, nos unía el entendimiento del idioma de los árboles.

--¡Eh! --le grité y el salvaje se estremeció. --¡Eh! -–repetí. Y de un salto salí de mi escondite. Caminé hasta la choza y en la resaca de un viejo fuego encendí uno nuevo en señal de paz y amistad. --¡Eh, usted, venga! –-grité y le hice señas con las manos para que se acercara. Los árboles murmuraban sobre mis gestos: quiere que el niño se acerque al fuego, decían. Saqué de mi mochila un paquete de galletas y un pedazo de queso y ostensiblemente comencé a comerlos. El salvaje saltó de su árbol y, lentamente, desconfiado, se fue acercando. Le ofrecí de mi comida. Como un animalito asustado, la tomó rápidamente y se alejó varios metros para empezar a comer, mientras me miraba de reojo. ¿Cómo se llama? -–le pregunté, pero no me respondió. ¿Tiene un nombre, lo recuerda, entiende lo que le digo? Y los árboles se reían de mí, se burlaban porque quería comunicarme con palabras incomprensibles para el chico. Entendí entonces que no hablaba español, que no tenía nombre, que no existía para nadie salvo para estos árboles y apenas tal vez para mí. Mientras lo veía comer volví a pensar en la idea de llevárselo al perito Moreno para que lo estudiara concienzudamente en su museo del bosque de La Plata. Trataba de imaginar la manera de convencerlo para que me dejara llevarlo a la ciudad cuando de pronto sentí, más fuerte que mi voluntad, que de ninguna manera éramos semejantes; y un indecible deseo de dispararle un tiro en plena frente para acabar de una vez con la repulsión que me provocaban su olor, su miedo y su hambre.

Volví solo a la ciudad. Lo dejé con las galletas y el queso entre las manos. En la casa me esperaban mi esposa y mis hijos, creyéndome de regreso de un largo viaje de negocios. Cenamos, bebimos, nos reímos y salimos a pasear por calles despobladas de árboles. Decidí que nunca más volvería al bosque para disfrutar de una conversación entre lapachos.

Pero las palabras traspasaron el monte. Entre chismes y trivialidades climáticas, los robles y los paraísos me miran de reojo cuando me ven pasar y me señalan cuando creen que no los miro. --Ahí va, ése es –-dicen por lo bajo. Y entonces debo contener mi furia, mi deseo de abofetearlos y retarlos a duelo por las maledicencias que me podrían complicar ante la ley. Como las leyes no saben de árboles que hablen, testigos de muertes de hombres que no existen, se los dejo pasar.

Pero no en mi casa; no tengo por qué soportar sus insolencias en lo sagrado de mi hogar. Hoy mandé a talar los robles de mi jardín. Mi esposa me recriminó por lo que ella considera un crimen horrible. La miré tiernamente y la abracé: “Necesitábamos más sol, es por nuestro bien”, le dije, pensando en lo agradecida que debía estar por no haber entendido nunca ni una sola palabra de lo que los árboles dicen y saben de mí.