Siempre tan contradictoria, la Santa Madre. La semana pasada jugó un papel fundamental, que sintoniza con la tragedia contemporánea de este país en el que la pérdida de nacionalidad y soberanía es el resultado más desesperante de la locura gubernamental-mediática que ignora el riesgo de desatar violencia. 

El rol de la iglesia católica fue fundamental una vez más. Porque es la misma iglesia que desde que somos nación, y desde antes, todo el período colonial, fue factor fundamental de la irregular construcción de la sociedad que hoy somos y que está, más que nunca antes, en riesgo de disolución.

Fue extraordinario esta semana, por segunda vez en lo que va del año, el debate parlamentario (esta vez en el Senado) para sancionar la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE). Que no se logró y que sólo parece demorada por acción y efecto de las jerarquías y las feligresías cristianas más fanatizadas, y digo cristianas porque hay que incluir a muchas iglesias, credos, sectas y mercachifles de las que sobreabundan hoy en nuestro país y en toda Nuestra América y que han sido y son –aunque duela admitirlo– el triunfo ideológico más impactante del poder mundial que llamamos neoliberalismo.

El debate en el Senado, que mantuvo en vilo al país durante todo un día y hasta la madrugada, evocó al de 1987 por el divorcio. Sólo que la IVE seguramente será sancionada más pronto que tarde. Porque esta vez no lo fue debido a sagaces maniobras de la ultraderecha argentina, que es muy poderosa cuando se abroquela y maniobra, y además temible y capaz de todo. Y este “todo” no es exageración: ahora se vio nuevamente la escalofriante cruz con la V debajo, que se traduce en la consigna Cristo Vence y cuyo letal antecedente son los bombardeos a la Ciudad de Buenos Aires del 16 de junio de 1955 por parte de aviones de la Marina de Guerra cuyos fuselajes lucían la cruz sobre la V y cuyas bombas destruyeron Plaza de Mayo y el centro porteño causando 400 muertos.

Ahora volvieron a jugar a fondo, y si bien no le cabe directa responsabilidad criminal alguna a la jerarquía eclesiástica, es indudable que en circunstancias decisivas (y la ley de IVE para ellos lo es) jamás condena a sus militantes más fanáticos y criminales. Esos que llamamos fascistas, y que tanto horror y dolor han causado y siguen causando en todo el mundo.

Esa ceguera de las jerarquías católicas, que en esencia han evolucionado muy poco desde 1955 y del otro horror que fue bendecir sistemáticamente las torturas, los robos de niños, la corrupción militar y policial y el genocidio de los años 1976 a 1983, ha retornado ahora, en democracia, y es preocupante. No porque consiguieron demorar la ley de IVE sino porque evidencian una línea de pensamientos y acciones que no se condicen ni con la modernidad del Siglo XXI ni con la democracia imperfecta que hoy tenemos, arruinada por los daños institucionales que le infringen gobierno, jueces y mentimedios.

También es por eso que tantas veces pensamos, muchos, muchas, que este país nuestro no tiene remedio. Tan amado y tan contradictorio, y tan insinceramente facho que asombra. Si hasta le hemos dado al mundo un Papa que parecía reaccionario cuando era amiguísimo de decenas de gorilas, hasta que llegó al Vaticano y mostró su mejor hilacha y ahora está siendo el Papa más progre de la última centuria. Y es jefe de una iglesia, además, a la que pertenecieron con fervor mi madre y mi hermana, ultracatólicas ambas, y a su manera progres y solidarias, pero a la vez ciegas, pobrecitas, y en mudo conflicto con mi padre, que era socialista y venía tan de abajo que a los 13 años lo embarcaron como grumete de la flota fluvial que hacía la línea Buenos Aires-Asunción por el río Paraná, para que no comiera en la casa porque mi abuelo no podía alimentar once hijos.

La tolerancia de mi padre era absoluta frente a esa iglesia a cuyas misas iban mamá y mi hermana todos los domingos, ignorantes y desentendidas de que las jerarquías estaban siempre del lado más conservador y retrógrado de la vida nacional, siempre opuestas a todo progreso cívico y social. Yo heredé esa tolerancia pero cuánto cuesta, caramba, si esa iglesia estuvo contra la ley de vientres y la Asamblea del año 13 y contra la independencia en 1816; y en 1853 se opuso a abolir la esclavitud, como en 1884 a la Educación Pública y a la Ley de Registro Civil, y en 1888 a la ley de matrimonio civil, y se opuso también a los cementerios estatales y municipales. En 1947 luchó contra el voto femenino; en 1954 y en 1987 contra la ley de divorcio. Y en 2006 rechazó la educación sexual integral, como en 2016 el matrimonio igualitario. 

Se entiende fácil, entonces, que esa jerarquía no aceptó ni siquiera razonar la necesidad social de que el aborto –esa tragedia personal de millones de católicas– sea por lo menos legal, seguro y gratuito, y por lo tanto igualitario ya que es obvio que la iglesia no ignora que su feligresía femenina con poder económico lo practica incesantemente. 

Esa iglesia tan dolorosamente impregnada de hipocresía, de la que yo mismo fui parte hasta que tomé distancia en mi adolescencia, es también la que durante siglos bendijo el genocidio de los pueblos originarios, como bendijo también la ley de residencia y todos y cada uno de los golpes de estado que sufrimos desde 1930.

Sin embargo, en cada caso no fueron todos los católicos ni el catolicismo los retrógrados. Sí lo fueron las necias jerarquías que pifiaron rumbos y volvieron oligárquica a una religión parida en el ideal del amor y la solidaridad, con lo que pavimentaron el camino al ingreso de cultos y sectas reaccionarios. Algo que sólo ven los curas conscientes, nacionales y populares.

Por todo esto hay que decir que la de esta semana en el Senado fue una buena jornada, como fue la de Diputados. Y lo fue porque aún con sombras y baches, se prestigió la política. Y hubo también, en las inmediaciones del Congreso y en cientos de plazas de todo el país, una lección popular de cómo se procede en una democracia. Formal y macaneada en nuestro caso, y llena de taras, pero exquisita con millones de chicas y chicos con pañuelos verdes en las calles, participando.

En 2019 se debatirá nuevamente esta ley, y habrá que ser más inteligentes. No dejar nunca más el vocablo “vida” en manos de fanáticos.