El fútbol argentino necesita un proyecto o corre riesgo de morir de aburrimiento. En nuestros estadios ya casi nadie disfruta: hay mucho humo y poca sustancia, el folclore le gana a la esencia. Los dos grandes acaparan más del 90 por ciento de la atención del mercado y es difícil encontrar nuevas figuras que nos emocionen, que nos pellizquen, que eviten que nuestra pasión se termine convirtiendo en un ritual burocrático, oficinesco, en el que nos quedamos con sabor a poco. La renovación debería contemplar a las figuras que asoman en el Interior, en el Ascenso y en los márgenes del mainstream, y que el porteño todavía ignora, y por supuesto un retorno a nuestras bases, al pasado que nos hizo grandes.

El diagnóstico de la crisis de la selección argentina vuelve a escena cada cuatro años, después de cada Mundial. Desde los medios se lanzan editoriales adoctrinadoras y con el dedo en alto que hablan de lo futbolístico y lo dirigencial pero que, si afinamos el paladar y el olfato, también podrían ser aplicados a la gastronomía de nuestros estadios. Dejemos el orgullo de lado y aceptemos lo inevitable: nos encanta el fútbol, nos encanta comer y nos encanta jactarnos del choripán de cancha pero nadie debería ofenderse demasiado si reconocemos que, en la mayoría de las tribunas, el chori y la hamburguesa (los dos grandes alimentos de nuestros hinchas) quedaron debajo de su mitología: tienen más fama que sabor. El resto viene a la sombra, lejos, ¿o alguien se conformaría con un pancho, un pebete de jamón y queso o un paquete de garrapiñadas, los actores de reparto en el menú de los estadios? La gastronomía está en auge en canales, programas y series de televisión, documentales, libros, ferias urbanas, gente compartiendo una hamburguesa en redes sociales y cocineros convertidos en rockstars e influencers, pero esa moda no se trasladó al fútbol, un medioambiente anquilosado en sus tradiciones (y sus en propias miserias, por ejemplo las innumerables barras bravas que manejan la concesión del bufet de su club).

Hay excepciones, por supuesto. Algunas recientes –y que tal vez pronto queden en el recuerdo-, como el local de alimentos Kosher que Boca estrenó en la Bombonera, y otras ya consagradas en el boca a boca popular, comidas al paso y de pie que rescatan lo mejor de un viejo ritual argentino, la comida de cancha. Si todo mapa de la gastronomía deportiva mundial incluiría a las frutillas de Wimbledon, los pretzel del fútbol alemán o los papas al ajo de los estadios de Estados Unidos, la gran ruta culinaria de nuestro fútbol debería arrancar con la búsqueda de su majestad, el chori perfecto: en Argentina se comen 600 millones de choripánes por año, 15 por cada habitante. Es notable cómo una frase repiquetea en el ambiente desde hace varios años, incluso en los estadios de Primera División, aunque sin mayores precisiones: “El mejor choripán es el de Flandria”.

Como en los acontecimientos históricos en los que decenas de miles de personas aseguran haber estado, muchos elogian la parrilla del estadio Carlos V, en Jáuregui, pero muy pocos debieron haberlo comprobado personalmente: el hombre que los hace y los vende, Martín Ledesma, alias Michu, comenzó a trabajar en el club hace 10 años, cuando ya regía la prohibición para los hinchas visitantes. O sea que, salvo los espectadores locales y los pocos allegados de los clubes rivales que viajaron a Jáuregui (Flandria jugó en este lapso en tres categorías, la B Nacional, la B y la C), el choripán del Carlos V supone una magnífica victoria de la comunicación informal sobre el marketing, las tendencias y los medios.

Así como la ciencia no puede explicar cómo hace Lionel Messi para llevar la pelota pegada al pie como si fuera una extensión de su cuerpo, los choripánes de Michu también tienen su fórmula secreta. “Los hago yo mismo, no los compro, debo ser el loco de los chorizos –se presenta al otro lado del teléfono, mientras atiende el bufete de la sede social de Flandria, su trabajo diario-. Vengo de una familia de chacineros, ‘Chacinados Ledesma’, que empezó mi viejo y ahora sigue mi hermano, pero hace un tiempo me compré las máquinas y también los hago para mi local. Me traen los chanchos y comienzo el procedimiento. La clave es elegir carne de primera y los porcentajes de cómo se hace cada producto”.

Según la anatomía de un choripán –acaso el acrónimo más potente en la Argentina–, cada 100 gramos se dividen en un 21 por ciento de proteína, un 33 % de grasa animal saturada y 46%, de agua (o sea, veneno radiactivo para las arterias, un Chernobyl entre manos). Pero hasta los menos duchos en la materia saben que la principal diferencia está en la carne del animal que utiliza el chacinero. A mayor proporción de cerdo, el chorizo será más magro. A mayor porcentaje de vaca, tendrá mayor crasitud. “Los míos son ciento por ciento de cerdo, ni un poquito de vaca, nada de mezcla. Algunos carniceros mezclan para abaratar los costos, pero yo no”, dice Michu, que suele trabajar con un delantal amarillo y negro, como los colores de Flandria, que sería la envidia de cualquier parrillero: en la parte inferior dice “El chorizo no se mancha” y en la superior, “Cantina Los hijos de puta”.  

“Si no veo personalmente cómo los elaboran –sigue Michu–, ni a punta de pistola pruebo chorizos ni otros embutidos. Trabajé en frigoríficos y se hacen tantas chanchadas… Algunos meten recortes, colorantes, pan rallado, agua, conservantes y hacen un quilombo que te matan. A los míos no le pijoteo nada, ni colorante les pongo. Es carne fresca, de primera calidad, y soy muy meticuloso: la peso, la pico y la condimento en sus justas proporciones y con productos que sean buenos, sal, pimienta, ají molido y nuez moscada. Después la embuto y la mando a la parrilla. Ni siquiera es un chorizo de cancha, es un chorizo para una carneada familiar”.

A la espera del comienzo de la temporada de la B Metro, esta tarde contra Justo José de Urquiza, Michu asegura que la venta del chorizo más famoso del fútbol argentino depende del horario del partido. “Si Flandria juega al mediodía, puedo vender 300 chorizos. Pero si es a las 5 de la tarde, en verano, baja mucho. Y tampoco los puedo vender muy caros: la cosa está bravísima, más si tenés una familia que mantener. Para esta temporada los voy a poner a 70 pesos, un precio razonable. Lo que me divierte es cómo la gente que acompaña al equipo visitante siempre vienen a mi puesto, se comen uno o dos chorizos y se sacan fotos”.  Tal vez muchos crean que la clave de los chorizos de Flandria sea la carne de la zona, en los alrededores de Luján, pero Michu insiste en su mano personal: “Me traen los cerdos ya faenados, pero son de diferentes lados, de Córdoba, de San Andrés de Giles, de zonas de mucha producción porcina. A veces la calidad es mejor que otra, pero la clave es cómo los hago”.

-¿Y ponés chimichurri y otras salsas?, -le pregunta “Enganche”.

-¿Estás loco? ¿Cómo vas a hacer eso? El choripán no se estropea, -se indigna, riéndose, Michu.

En el resto de Buenos Aires y su periferia hay otras alternativas –por fuera de los estadios– que combaten a la pereza en la que cayeron la mayoría de los alimentos (chorizos cartilaginosos y con más terminaciones nerviosas de lo que recomendaría un bromatólogo de la Organización Mundial de la Salud) y bebidas (gaseosas sin gas y diluidas en agua sin disimulo) que se venden en las tribunas. Las bondiolas y patas de jamón de Tito, a pocos metros de la entrada de prensa de la cancha de Gimnasia, en el Bosque, se convirtieron en un clásico de La Plata. También tienen su merecida fama las milanesas caseras que una vecina de Florencio Varela, cruzando la cancha de Defensa y Justicia, prepara y vende en cada partido, y los cortes de “La bondiola no se mancha”, un local enfrente de la cancha de Quilmes. Es posible que los porteños no lo sepan, pero una histórica tercera vía al clásico binomio choripán-hamburgesa está en Rosario, donde hace 70 años una familia, los Lancelotti, y sus descendientes venden una pizza tan particular que tiene nombre propio: “La Popular”. La trasladan en un carrito naranja que ingresa a los estadios de Rosario Central, Newell’s y Central Córdoba los días de partido y consiste en dos porciones, una de tomate y otra de verdeo, que forman una especie de sánguche.

Pero la sangre joven en la ruta gastronómica de nuestro fútbol –que cronológicamente debería comenzar con una mención a Chuenga, el hombre que fabricaba caramelos y los vendía en las tribunas entre las décadas del 40 y el 70- llega desde Tucumán: las empanadas que desde hace pocos años se venden en el bufete de Atlético, “Viejo y Glorioso Decano”, los días de partido, debajo de la platea del estadio Monumental José Fierro. “El sánguche de milanesa es un clásico tucumano, y también lo vendemos, pero lo que más pide la gente son las empanadas –dice Roberto Cuevas, el encargado de la concesión–. Cuestan 15 pesos y podemos vender mil por partido. Como acabamos de jugar contra Nacional de Medellín y Racing en pocos días, estuvimos un mes preparándolas. La carne es de matambre, pero la clave es que sea cortada a cuchillo, eso le asegura el sabor. Y después le agregamos huevo, pimientos y cebollas verdes. Las cocinamos al horno, no fritas”.

-¿Y la carne va sin papa, no? –consulta “Enganche”, para dejar en claro una histórica diferencia con la empanada salteña.

-Le llego a poner papa a la empanada y me matan, hermano. Esas no son empanadas tucumanas, -interrumpe Roberto.

El día en que los choripanes, las hamburguesas, las pizzas y las empanadas de nuestro fútbol se conviertan en una serie de Netflix, habría que agregarle un pequeño recorrido por los mejores sanguchitos de miga que los departamentos de prensa reparten entre los periodistas en cada entretiempo de los partidos. Pero lo más importante es que el presentador sea Michu –vestido con su delantal, por supuesto–, el hombre que le gana a la otra crisis del fútbol argentino, la del choripán, el chacinero al que habría darle la refundación de nuestras parrillas debajo de las tribunas.