En El artista, su ópera prima en la ficción (2008), el dúo integrado por Mariano Cohn y Gastón Duprat asociaba arte con estafa, a través de la fábula de un enfermero que presentaba como propias las obras robadas de un paciente pintor, consagrándose en el intento. En Mi obra maestra, la siguiente a la exitosísima El ciudadano ilustre –que arrasó con premios, recaudaciones y prestigio por igual– Gastón Duprat ahora a solas, con Mariano Cohn ocupando el rol de productor ejecutivo, parafrasea durante un fragmento esa misma asociación, aunque no sea ése exactamente el tema de la película. El tema de Mi obra maestra es… ¿Cuál es el tema de Mi obra maestra? ¿El modo despiadado en que el gran arte pasa de moda? ¿La decadencia que viene junto con la vejez? ¿El olvido del mundo al que un misántropo se condena a sí mismo? ¿La relación, estilo buddy movie, de éste con su único amigo? ¿El peligroso entrelazamiento entre amistad e interés? Se podría decir que todos esos son los temas de Mi obra maestra. Ese es el mayor problema de una película que nunca parece en condiciones de definir de qué quiere hablar, deshaciéndose entre todas las alternativas posibles.

De todas ellas podría elegirse como más constante la condición de buddy movie, esa clase de comedias en las que una tarea en común hermana a dos tipos que son el agua y el aceite. O lo contrario: los tipos son amigos cuando la película empieza, lo cual no impide que sean como el agua y el aceite. Éste último sería el caso de Mi obra maestra, que como El artista y El ciudadano ilustre cuenta con guion de Andrés Duprat, hermano de Gastón y director, a la sazón, del Museo Nacional de Bellas Artes. Cuestión de introducir un (falso) “gancho” policial, la película de los hermanos Duprat –coproducida con capitales españoles, e incluyendo varios “chivos” ostensibles del grupo Clarín– empieza con el galerista Arturo (Guillermo Francella) informando al espectador que va a narrar una historia de amistad que terminó en asesinato, retrocediendo luego cinco años para desarrollar el deterioro de su relación con el pintor Renzo Neri, a quien sólo él parece soportar (Luis Brandoni). 

En esa escena introductoria dos cosas llaman la atención. Una es la ruptura de la cuarta pared, con Arturo dirigiéndose al espectador desde su soliloquio (otra forma de generar sensación de inclusión, podría pensarse). La otra, todo un monólogo interior sobre la ciudad de Buenos Aires, sobre imágenes urbanas, que no se sabe muy bien a qué viene y que se comprobará más tarde que no vino a cuento de nada. Mi obra maestra no se caracteriza por su rigurosidad: así como ese monólogo incluido perche mi piace, la película entera se arma por mera agregación. Se construye el personaje de Neri, evidentemente el que más interesaba al guionista y al director, y alrededor de él se van agregando circunstancias o personajes episódicos. Su relación con una alumna a la que le lleva casi medio siglo (María Soldi, una de las hermanas Puccio de Historia de un clan), con un admirador que quiere ser su alumno (el español Raúl Arévalo, uno de los comisarios de a bordo de Los amantes pasajeros, de Almodóvar), la asociación postrera de Antonio con la dueña de una galería de arte (Andrea Frigerio, excelente). 

El personaje de la alumna está puesto para proveer a Renzo de alguna historia amorosa, que termina en odiosa. El de la galerista es el que tiene más pertinencia con lo que sucede, y el del candidato a alumno, el que menos. Esto último genera un desbalance mayúsculo, ya que ese personaje atraviesa la trama de principio a fin, generando escenas enteras que resultan inconducentes (incluyendo una presunta muerte por envenenamiento) y que perfectamente podrían sacarse íntegras de la película, sin que nada cambie demasiado. Tal vez cambiaría todo, ya que a falta de desarrollo narrativo lo que queda son los sketches y las actuaciones. Los primeros apuntan, una vez más, a conquistar al espectador. Hay un problema en este punto: los remates de prácticamente todos los gags pueden verse en el tráiler de la película, con lo cual el efecto cómico queda seriamente averiado. Las actuaciones son parejamente excelentes, con ambos protagonistas pisando terreno firme y poniendo todo su timing cómico-comédico al servicio de una película que dejará más conformes a quienes simplemente vayan a ver a ambas superestrellas que a quienes pretendan un relato que se dirija a alguna parte, que se sienta como necesario, progresivo e inevitable.