En la noche del 20 al 21 de agosto de 1968, hace exactamente 50 años, las tropas del Pacto de Varsovia dirigidas por la Unión Soviética, ponían fin al proceso de reformas checoslovaco. La llamada Primavera de Praga fue el intento de construir, en palabras de su líder Alexander Dubèek, un “socialismo con rostro humano”.

Durante la década del 60 todas las economías de los países del bloque soviético venían enfrentado de manera cada vez más pronunciada una serie de problemas: la prioridad otorgada a la industria pesada exigía posponer otro tipo de inversiones, cada año la producción crecía a menor ritmo a pesar del aumento de las inversiones, los bienes de consumo eran limitados en cantidad y variedad, el nivel de vida empezaba a estancarse en comparación con el de Europa occidental. 

La transición de un crecimiento de tipo extensivo a uno intensivo fue un problema que afrontaron todas las economías del bloque soviético en algún momento. Sin embargo, al ser la economía de Checoslovaquia la única altamente industrializada desde antes de la Segunda Guerra Mundial, aquí el problema se presentó antes que en cualquier otro país.

La reforma checoslovaca buscaba relanzar la economía, evitando la rigidez de la planificación centralizada e incentivando la participación. La burocracia administrativa debía ceder una parte significativa de su poder y las empresas pasarían a ser controladas por los consejos obreros, órganos cuya creación se reglamentó a principios de 1968. Era un proyecto más radical que el realizado en Yugoslavia, donde el Partido conservaba el poder de nombrar y destituir a los directores, y por lo tanto, seguía manteniendo el poder de control sobre las empresas. Se buscaba construir no sólo un modelo económico que tuviera en cuenta las necesidades concretas de la población en el presente sino involucrar a los ciudadanos en una mayor toma de decisiones: el corolario necesario era limitar el poder de censura del partido y otorgar mayores libertades políticas.

Hace cincuenta años también se produjo el Mayo Francés, hecho mencionado recientemente en numerosos medios y ámbitos. Sin embargo, el intento de introducir reformas en uno de los países del “socialismo realmente existente” es prácticamente ignorado. Las razones son múltiples.

Cualquier movimiento en Europa Occidental tiene más repercusiones que en otras partes, incluso que en otra lugar de la propia Europa. Pero no menos importante en esta amnesia selectiva es que recordar estos intentos de reforma implicaría considerar la posibilidad de que el socialismo soviético era capaz de ser reformado y por lo tanto, podría haber existido un modelo viable con un predominio de la propiedad pública.

Hace cincuenta años las tropas de los países del Pacto de Varsovia (la versión comunista de la OTAN) puso punto final al “socialismo con rostro humano”. El único modelo imperante a partir de entonces en Europa Oriental sería el socialismo con rostro de burócrata. Poco más de dos décadas después ni siquiera eso quedaría en Europa Oriental. 

A veces se dice que a fines de los 60 hubo una ebullición social en Europa, a ambos lados de las fronteras que separaban a los bloques. Sin embargo no se puede poner como similares el Mayo francés y la Primavera de Praga. En el primer caso, por más impactantes que fueran sus consignas, el movimiento estudiantil en Francia no pudo articular una acción común con los sindicatos: fueron vistos como un reclamo de sectores de clase media, alejados de los problemas reales de la mayoría de la población. Por eso mismo fue un vendaval que removió algunos personajes de la escena política, pero el sistema capitalista siguió poco después por sus cauces naturales.

Por el contrario, el movimiento que se dio en Checoslovaquia no solo llegó a tener amplio respaldo popular sino que se intentó desde los principales puestos del aparato estatal llevar adelante sus propuestas. Era una auténtica revolución en marcha. Por eso la represión de la Primavera de Praga trazó una división tajante entre la burocracia del partido comunista de Checoslovaquia y sus aliados soviéticos de un lado, y la amplia mayoría de la sociedad por el otro.

El temor al contagio de la reforma entre la dirigencia de los otros países socialistas llevó a frenar cualquier intento de cambios que cuestionaran los efectos negativos de la burocratización sobre la economía. Así, mientras en Occidente la crisis del 73 fue de la mano de profundas modificaciones en el aparato productivo (relocalización de empresas, ahorro de energía y mano de obra, producción sectorizada para consumidores con poder adquisitivo diverso, etc) en Europa Oriental se mantuvo la lógica heredada de la planificación centralizada: priorizar las inversiones en la industria pesada, producción estandarizada para un público uniforme, uso extensivo de mano de obra y energía en pos de lograr las cuotas de producción. El conservadurismo ancló la economía a un modelo cada vez más obsoleto.

La invasión se justificó con la Doctrina Brezhnev, la cual sostenía que cualquier país donde el socialismo estuviera amenazado y se pretendiera reinstaurar el capitalismo, sería socorrido por las fuerzas de los demás países socialistas. Fue la misma lógica que llevó a la Unión Soviética a intervenir militarmente en Afganistán. Sin embargo, en Checoslovaquia no era el socialismo lo que  estaba en peligro, sino la burocracia que se había consolidado en el poder bajo las banderas del socialismo.

La invasión no sólo alejó a las masas de Europa oriental definitivamente del socialismo sino que alejo a los partidos comunistas también de Moscú y del bloque soviético: el eurocomunismo fue el intento de marcar una distancia con los aspectos cuestionables de los regímenes imperantes en Europa Oriental.

Pero el aplastamiento del experimento representado por la Primavera de Praga también terminó por quitarle respaldo a las propuestas de izquierda en general. El ascenso del neoliberalismo pocos años después está vinculado directamente a la imposibilidad de presentar un modelo más sensible a las demandas que se extendían por Occidente: menos de un cuarto de siglo después del fracaso de la Primavera de Praga, el “socialismo con rostro humano” no fue reemplazado por un socialismo burocrático, sino por un capitalismo hegemónico sin rostro. 

* Investigador del Centro de Estudios sobre Genocidio (Untref) y docente en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).