“Contar la historia de uno es contar la vida de todos”, dice un personaje de estos cuentos donde la gente lleva, en apariencia, vidas tranquilas. Vidas sobre las que María Teresa Andruetto apoya su lupa exquisita y obliga a mirar bien profundo hasta lograr que esa tranquilidad se convierta en un reflejo inquietante. 

Andruetto es una de las escritoras argentinas más consolidadas y reconocidas internacionalmente. Ha recibido entre otros, el Premio Iberoamericano a la Trayectoria en Literatura Infantil SM, el premio Hans Cristian Andersen y el Konex de Platino. No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, es su segundo libro de cuentos para adultos, luego de Cacería, publicado en 2012. Claro que hay una continuidad entre ambos: una escritura que honra la sencillez, prosa sonora pero eficaz y donde cada historia es tallada como una pequeña obra de orfebrería. 

Las historias de este segundo libro se construyen alrededor del encuentro. Dos seres se topan en la vida, y a veces siguen un mismo camino, a veces se bifurcan, pero ese encuentro los marca para siempre. Ahora bien, se sabe que el encuentro con el otro lleva implícito la idea de soledad. Y los cuentos de Andruetto sondean en esa paradoja. El amado y su pérdida, como si fueran dos voces potentes que intentan ganar protagonismo en medio de una canción. Y donde la pérdida deja de ser la madre de todas las desgracias para  convertirse en una revelación. Aunque duela, aunque parezca imposible. 

“Lección de piano” bien podría ser la historia madre de todas las demás, donde un chico va a la casa de un viejo que llamó para pedir un técnico que mejore su conexión de banda ancha. En esa casa que parece un galpón abandonado y donde la luz exterior se filtra apenas, el chico ve un piano y pregunta. El viejo le cuenta que hace veinte años no toca, que había sido concertista pero que ya no. El no tiene que ver con el amor: extraña a su mujer. A partir de allí, la vida del viejo pasa delante de los ojos del lector con todo el virtuosismo de la prosa de Andruetto: “Si el presente del viejo está formado por capas, lo que el muchacho ve no es lo que existe, sino un puro desconcierto en el que un viejo quiere encontrarse con su Muñeca muerta, un plano abierto hacia la lejanía con alguien que pasa como una sombra, una mariposa de aire, una marioneta que se disuelve”.   

También forma parte de este coro de soledades, la enfermera italiana que abre el libro, la que llegó de la guerra y ahora en este pueblo de Argentina va poniendo inyecciones y sueros arriba de su moto, el pelo corto hacia atrás, de pantalones y piel curtida. Es madrina de medio pueblo (de esos niños que curó o salvó) y al final llora sobre el hombro de otra mujer por un hombre muerto. O la vida de la mujer de “Un águila sobre el nopal” que a los setenta aun se deja sorprender por lo que la vida le da. O la soledad de “La parisina”, una argentina radicada en Francia que nunca se olvidó de aquel hombre que dejó en un hotelito del Once. “Ella sabe que de ciertos viajes no hay regreso, que no se puede volver ni siquiera volviendo. Así de irreversible”. También la pareja de novios separados por el exilio en “La noche interminable de Villa Crespo”.

Andruetto se mete por las hendijas de esas casas, en esos pueblos; en las habitaciones de hoteles o departamentos en las partes menos agraciadas de la ciudad. Y desde ahí se adentra en el alma de esos seres también poco agraciados. Alcohólicos, incestuosos, deprimidos, eyectados del mundo. Aunque al final una mano contemplativa se apoya sobre sus cabezas. Porque después de todo lo que cada quien desea, es ser amado. Y es en nombre del amor que se entrega todo, a veces la vida entera. “Hizo lo que pudo”, dice una mujer en el entierro del marido, en voz alta a sus hijos y a los deudos. “Y así fuimos diciéndonos el uno al otro lo mucho que lo queríamos, fuimos regalándonos palabras, lustrando esas palabras hasta que nos abrigaron”.  

Los cuentos de Andruetto condensan toda una vida envuelta en bellas y justas palabras. Una verdad que se va iluminando de a poco hasta que no se puede dejar de atender a lo que sucede con todos los sentidos. “No hay luz más poderosa que un recuerdo” dice esa monja poco convencional frente al cajón de la tía. Entonces, pide a los deudos que cierren los ojos, que miren dentro de sí. “¿Qué hace que aparezca en el corazón una evidencia que no puede ser torcida por la voluntad?”, es la pregunta que tira al aire como un reto. Y cuál es sino ese preciso efecto –el de una evidencia incapaz de ser torcida– el que produce un gran cuento, sobre el lector.