En un recóndito lugar de la más ventosa Patagonia, cuatro hombres conviven en un tráiler. Son trabajadores del petróleo: a su alrededor, en un paisaje solitario y desértico, se produce la extracción continua de un pozo que parece agotado. A ellos les da igual: el trabajo debe hacerse, pasarse las horas y los días, para poder volver a su casa con la paga. En ese lugar monótono y hostil, comparten su tiempo, sus ideas, sus miedos, en definitiva, su vida. Una de las singularidades de que esto sea una obra de teatro es que el papel de estos cuatro hombres rústicos es interpretado por cuatro mujeres. Y que ellas son nada menos que el grupo Piel de Lava, formado desde 2003 por cuatro de las mejores actrices de la escena vernácula: Laura Paredes, Elisa Carricajo, Valeria Correa y Pilar Gamboa. Ellas, además de actuar para los mejores directores y directoras argentinos,y de dirigir sus propios trabajos en solitario, llevan estrenadas cuatro obras como grupo: Colores verdaderos (2003) Neblina (2009), Tren (2009) y Museo (2014)  

Este año el Teatro Sarmiento programó una retrospectiva integral de su trabajo que incluyó el dictado de un workshop y una obra nueva. Así es como fueron viéndose cada uno de sus trabajos para el público que aun no las conocía, y una versión nueva de su segunda obra –Neblina revisitada–, que fue preparando el terreno para el estreno. Desde una obra que fue concebida en el espacio donde se formaban como actrices –el estudio de Alejandro Catalán– a una obra donde el lenguaje actoral y el abordaje de la dramaturgia del actor es absolutamente propia del grupo. Hace pocas semanas llegó Petróleo, quinta obra y colofón de este año intenso de trabajo. 

Un año que incluyó además de esta exhibición completa de sus creaciones teatrales, el estreno de su gran obra para las pantallas: la película La flor, dirigida por Mariano Llinás. Fue en abril, durante el Bafici, que se pudo ver completo el film, de más de 14 horas de duración, filmado a lo largo de siete años. Las chicas de Piel de Lava la protagonizaron y no pasaron desapercibidas: se llevaron el premio a mejor(es) actriz(es) del festival, en un gesto innovador del jurado de dar el premio de forma colectiva. En el estreno, además, hubo discursos, abrazos y llantos por doquier porque era sin dudas conmovedor semejante movimiento regresivo. Abrir una caja de recuerdos que al mismo tiempo se vuelve presente, que hay que encarnar. Una mirada hacia atrás, que es también una reflexión profunda sobre su trabajo como grupo, como actrices y también, por qué no, como mujeres. 

Un teatro propio

En el célebre ensayo fundacional del feminismo, Un cuarto propio, Virginia Woolf imaginó qué hubiera sido de la vida de la hermana de William Shakespeare. Es decir, que hubiera ocurrido si el ingenio del más famoso dramaturgo de todos los tiempos hubiera sido portado por una dama. Es obvio: su destino hubiera sido mas trágico que el del príncipe Hamlet. Su talento se iba a malograr por lo que la sociedad le ofrecía por ese entonces a una mujer. Elegir entre la nobleza de la vida familiar (que le iba a impedir dedicarse a sus obras) o la mala reputación de una vida en el teatro (la falta de dinero la hubiera enfermado y finalmente también impedido dedicarse a escribir). 

En esa época –cumbre del teatro que aprendemos, enseñamos y admiramos– las mujeres no solo no podían escribir, sino que tampoco podían actuar. Los papeles femeninos que se representaban en aquella Londres, los interpretaban adolescentes con voz aflautada, o sencillamente, tipos. Mucho más atrás en el tiempo-espacio, nos encontramos con lo mismo. En el teatro griego tampoco podían actuar las mujeres, porque socialmente eran consideradas prácticamente igual que los esclavos. Cuesta imaginarse a un hombre actuando de Medea, a otro quizás más joven como Ifigenia, a hombres en el rol de Eteocles, Polinices y también de Antígona, pero así fue. En fin. Lentamente esa práctica se discontinuó y hace mucho que las chicas son centrales en las tablas. Una conquista para actrices y también para espectadores. 

Quizás debido a esta tradición o quizás por razones de un orden distinto, más vinculado a deseos personales y prácticas sociales, el transformismo –hombres caracterizados como mujeres para una escena, no necesariamente desde una identidad de género– ha sido un lenguaje que tuvo un recorrido y desarrollo en todo el mundo. Hay testimonios en películas y fotografías, como las de Diane Arbus que registra la escena de cabarets under de Nueva York en los 60. Pero, para que negarlo, lo más vistoso es y siempre ha sido el transformismo en una misma dirección que va de hombre a mujer. La mujer es el semblante, la apariencia, la máscara que se busca. Por supuesto que hay casos de ficciones de mujeres ataviadas como hombres pero da la sensación de que siempre que esto ocurre es al servicio de alguna trama. 

Por eso resulta tan inquietante ver esta apuesta de las actrices de ponerse en el lugar de hombres. Un ejercicio complejo desde la actuación, pero también en la construcción de una obra teatral que la ampara. Piel de lava trabaja con la directora Laura Fernández y juntas, las cinco, fueron y son quienes crean textual y escénicamente sus materiales. Actrices, sí, pero también directoras y dramaturgas. Es desde este lugar que aparece la decisión de zambullirse como en una pileta -pero oscura, empetrolada-en el mundo varonil. 

Lejos, lejos de casa

En Petróleo el punto de partida, más que la trama, parece ser la pura experimentación. Cuatro mujeres haciendo de varones, en un espacio casi atávicamente masculino. El trabajo del obrero petrolero, como antaño el del carbón, es un trabajo físico duro, tóxico, que los expone a una convivencia alejada de toda civilidad. La soledad, el encierro, la lejanía y el frío si algo hace es potenciar la “masculinidad” del grupo. Hay que ser muy fuerte, estar muy curtido, para tolerar esas condiciones. Pese a todo, la obra no idealiza a estos sufridos personajes, porque no se preocupa en ser real y fidedigna acerca de las cosas que ocurren en los yacimientos de por ejemplo Vaca Muerta. En tono de comedia, hallazgos de lenguaje y de la anécdota se suceden atrapando por completo a los que miran. 

Tres de los personajes trabajan juntos hace tiempo. La dinámica grupal está aceitada: los chistes se repiten, los roles se respetan y hasta el espacio físico, segmentado para cada uno permanece igual. Ellos son el Carli (Pilar Gamboa), verborrágico líder de la manada; el tibio Montoya (Laura Paredes) y el eléctrico Formosa (Valeria Correa), dos más jóvenes que obedecen, cada uno con sus mañas, al mayor. Es la llegada de Palladino (Elisa Carricajo), varón fuerte y original, el detonante de que ese equilibrio comience a tambalearse. Su personalidad libertaria afecta dos cuestiones completamente establecidas e incuestionables en el grupo: sus deberes como trabajadores y –lo que se convierte en algo mucho más impactante y revelador– sus deberes como hombres, sus normas de masculinidad. 

Viendo Petróleo se tiene la sensación que estas actrices, al igual que los trabajadores que encarnan, ponen todo el cuerpo en su actuación. Pero no en el sentido que habitualmente se da a la expresión “poner el cuerpo”, es decir, una performance de extenuante despliegue corporal, con transpiración a mares y pintura corrida. Digámoslo de una vez: no es el cansancio físico de los intérpretes la única vara para medir la entrega o la vibrancia de una actuación, de hecho son muchas las veces que eso agobia y poco transmite. 

En Petróleo tampoco hay movimientos exaltados, particularmente ampulosos o embellecidos. El cuerpo está puesto, de eso no hay duda, pero en su presencia, en su creatividad, en su sensibilidad, en la enorme delicadeza con que cada una de ellas ha construido a sus muchachitos. El trabajo con la voz es notable: una prueba distinta para cada una, que se sostiene al extremo, a veces ridículo, pero siempre con un efecto singular. Resulta inquietante y reconfortante a la vez que ellas no se hayan borrado del todo en la caracterización. La imperfección de la construcción de los varones es deliberada y hermosa: es posible ver la desmesura de Pilar Gamboa, la ternura de Laura Paredes, el hieratismo de Elisa Carricajo, la perplejidad de Valeria Correa, al mismo tiempo que los varones que interpretan. Porque lo que se pone en escena, en última instancia, es la construcción misma. 

No dividir sino multiplicar

Como si la noción butlereana de performatividad del género –el género como no natural, sino cimentado a fuerza de repetición– girara sobre si misma y se volviera teatro: vemos cómo lo masculino está literalmente construido por las actrices en escena en sus gestos, inflexiones de la voz, carrasperas, modos de caminar y acomodarse las partes. Y también, claro, en las obligaciones para con los demás, los límites que se autoimponen e imponen unos sobre otros. Sus normas de masculinidad son mantenidas a rajatabla, patrulladas casi policialmente, pero de pronto algo parece trastocarse, uno de ellos deja entrever que le gusta usar la ropa de su esposa porque la extraña mucho, otro que prefiere hacer pis sentado, otro asume su total falta de valentía y esas paredes que tan duras parecían, comienzan a temblar. Hay una negativa a repetir, una posibilidad de resistencia a los mandatos que se insinúa. 

 Pero una aclaración: Petróleo no se trata de mujeres representando hombres, del mismo modo que tantas veces en la Historia hombres hicieron de mujeres. En esta pieza las identidades se mezclan, se acumulan, escapan a la normalización, a lo binario en la identidad de género. Tal vez por eso vienen a la mente esas identidades que ingresaron en los años 80, con las creaciones escénicas de Urdapilleta, Tortonese y Batato Barea. Sensibilidades que entraron desde lo escénico y se volvieron visibles, el arte facilitando otros posibles, otra realidad. Por eso es que ahora, en esta nueva coyuntura del feminismo en las calles, Petróleo se vuelve esperanzadora. Si como cree Jacques Rancière, la política consiste en hacer visible aquello que no lo era, escuchar a seres que no tenían la palabra, Petróleo es una pieza política para el teatro contemporáneo. Destapa algo antiguo y enterrado, que ahora tiene muchísimo valor. 

Unos hombres –performeados por mujeres– se confiesan el miedo a la oscuridad en medio del viento, las voces que salen del pozo oscuro, las ganas de acostarse temprano, los llamados telefónicos a sus madres, el erotismo presente en la competencia con otro varón, la falta de interés a priori de convertirse en padres. 

Y es un grupo teatral integrado por mujeres el que pone estos asuntos a la luz. Suavemente, risueñamente, pero con valentía. De este modo Petróleo invierte los códigos de las narrativas masivas, evidencia la pobreza de las ficciones de temática carcelaria, de competencia deportiva, de angustias bélicas, mesas de galanes, o intelectuales preocupados por problemas de lingüística, en fin, todos esos códigos que favorecen y refuerzan los mismos y aburridos ritos y mitos de la masculinidad.

Petróleo se presenta en el Teatro Sarmiento, Av. Sarmiento 2715. De jueves a sábado a las 21 y domingo a las 20.