De un tiempo a esta parte –la imprecisión es consciente ante la inexistencia de registros concretos–, Argentina se llenó de talleres literarios y gente que escribe. De publicaciones, editoriales artesanales, contestatarias, comerciales, alternativas. De ferias y lecturas. En suma, de escrituras. Y escribir es básicamente leer. Entonces, el país se ha llenado de personas que ejercen, con vehemencia, esfuerzo y hasta sufrimiento en ocasiones, aquello que bien aprenden todos rondando los seis años: alfabetización y creación de historias.

En un breve repaso histórico, pueden notarse el crecimiento y la masificación de la búsqueda narrativa. De la semiclandestinidad y el aire arrabalero del encuentro entre escritores y discípulos en los ‘80 a la actual proliferación de instituciones que los promueven y nuclean. ¿Es que creció en cantidad o en exposición? ¿Es que Buenos Aires dejó de ser la capital del psicoanálisis para ser la capital del sujeto que reflexiona y escribe?

Quizás sea eso, entonces: que lo que creció fue la narración como método introspectivo. Quizás sea solo una ramificación más del advenimiento de la necesidad de narrarse individualmente a partir de la pérdida de las narraciones colectivas de antaño. Las grandes gestas que convocaban a todos a ser parte, y que ahora dejan lugar a la fragmentación. Quizás sean eso las redes sociales, también: más que comunicación, mera búsqueda de una autonarrativa que dé sentido a la vida propia en la confirmación de la mirada ajena.

¿Por qué publicamos?, se pregunta la narradora de Weiwei (Notanpüan), una chica que viaja a una beca con otros escritores en un castillo europeo, en busca de su propia voz, en la primera y sorpresiva (por aplomo y voz propia) novela de Agostina Luz López. ¿Por qué escribimos?, se pregunta Juan Sklar en la presentación de la primera antología –mosaico sociológico también– de relatos y cuentos que compiló de sus talleristas, en El cuaderno azul (Milena Caserola). La respuesta es difícil pero podría arriesgarse: cada quién se lanza a narrarse para buscarse en colectividad, en algo mayor que sí. Y en esa búsqueda la publicación es una parte indivisible: ser leído es ser parte de una narración de época.

La elección de López y Sklar no es casual. Son emergentes –una en dramaturgia y literatura, otro en narrativa y medios de comunicación– de generaciones que buscan escribirse y publicarse para darse sentido. Y una digresión: sus potentes textos son gritos que pintan el mundo desde sus baldosas.