¿Quién compra los dólares? ¿Dónde viven los mercados? ¿En qué habitaciones esperan que comience la hora de las negociaciones? ¿Sienten adrenalina mientras la timba de las pizarras electrónicas va marcando qué enorme porcentaje de nuestro salario vamos a invertir en breve para comprar un kilo de pan? ¿Dónde escuchan los mercados los mensajes que se suponían iban a tranquilizarlos?¿los mercados son empresarios? ¿qué producen sus empresas? ¿La confianza de los mercados es tan misteriosa o más que un dogma de fe? ¿Pueden los mercados soñar con ovejas?  ¿Las ovejas con las que sueñan pastan en el Banco Central o comemos el pasto en el que los mercados convierten nuestros ingresos? ¿Somos los corderos de los mercados? Pocos, pocas, prácticamente nadie conoce sus caras, sus nombres, sus locaciones; están desencarnados y sin embargo su autoridad no se discute. Los mercados mandan, hay que calmarlos y alimentarlos, hay que hacerles promesas como a los novios en el amor romántico, hay que darles confianza –justo, confianza– para que no se sientan amenazados y te coman la mano. No tienen fidelidades a largo plazo y calcando la forma circular que tiene la violencia machista para someter, pegan, consuelan de su propio daño, exigen recompensa por ese consuelo y si no, vuelven a pegar; más fuerte que antes. Los mercados y su sacrosanta autoridad, su mirada puede modelar lo deseable o convertir en desperdicio la misma materia que no se termina de saber tampoco exactamente cuál seria ¿las tasas de interés? ¿el sistema impositivo? ¿los salarios de hambre, ideal explotación capitalista pura y dura?

El vulgo, nosotros y nosotras, no terminamos de entender qué, quiénes son los mercados; qué, cómo o cuánto quieren de qué cosa. Sabemos de su voracidad. Y sentimos. Sentimos el miedo de la tierra haciéndose arena bajo los pies cuando empiezan a operar su hechicería mientras la política balbucea. No los entendemos pero algo de su lógica se difumina capilarmente bajo la piel del pueblo bancarizado y en esa conexión cuasi telepática entre mercados, pizarras, billetes y gente, la gente es la que corre, física, concretamente, a los bancos para agarrarse a su dinero temblando de pánico. Porque aunque ellos sean opacos, aunque su inteligibilidad sea un tesoro que por desmaterializado –porque insisto ¿de dónde sale su dinero? ¿cómo lo mueven? ¿en qué mostrador lo ponen para llevar el dólar de un precio hasta la cima de otro, inalcanzable?– nunca es del todo asible; jamás se les niega obediencia. O tal vez es por eso obedecemos porque el terror que producen habita en esa zona helada de lo desconocido, la muerte después de la muerte. 

Los mercados se sublevan y pierden la confianza, sus códigos ocultos son la suma de todos los miedos: la pobreza que se roba la comida de nuestra mesa, la pérdida de ingreso, la desocupación, los precios cambiando por día, los agujeros que no se pueden reparar en los zapatos de lxs niñes, las escuelas congeladas en invierno, hospitales donde la enfermedad y no la cura acechan. Ninguna de las metáforas que se usan para hablar de los mercados, sus activos y sus pasivos, sus fugas, pérdidas, liquideces, ajustes, hablan de estos terrores que padecemos quienes lo vemos por tevé. La imaginación se agota y no es sólo el rey si no la vida cotidiana la que también queda desnuda en su insipidez sumisa al sistema de sacrificio y postergación del deseo ¿de qué fiesta se habla cuando nos pasan la factura? Detrás de que muro sucedió. 

La fiesta, en todo caso, está en la calle, aunque como siempre sea bajo la lluvia. Y tiene su propia semántica. Y límites para la paciencia.