A las 2.58 de una madrugada de hace 30 septiembres, durante los Juegos Olímpicos de Seúl 88, el sonido de un teléfono alteró el silencio de la sala de prensa de la entonces enigmática capital surcoreana. A esa hora el lugar estaba desierto, o semidesierto: apenas un periodista continuaba en el edificio, rodeado por pilas de papeles, carpetas, diccionarios de idiomas, máquinas de escribir, teletipos, algunas pocas computadoras prehistóricas y televisores apagados, una calma monacal en comparación al bullicio que regía de día con más de 5.000 cronistas chocándose en la búsqueda de resultados, historias y testimonios. Aunque durante aquel amanecer del 27 de septiembre todavía faltaban seis días para que terminaran los Juegos, en cierta forma Seúl 88 ya había consagrado a su rey: nadie podría resplandecer más que Ben Johnson, el atleta jamaiquino nacionalizado canadiense que dos días y medio atrás, en el mediodía del sábado 24, había ganado los 100 metros masculinos con una actuación sobrehumana. En su codicia por humillar al estadounidense Carl Lewis, Johnson había comenzado a festejar antes de que llegara a la meta y aún así le había alcanzado para marcar 9,79 segundos, un record delirante para la época y superior a los también fantásticos, aunque insuficientes, 9’92’’ de su rival. Pero las cosas cambiarían con ese llamado telefónico en medio de la madrugada, 60 horas después de una carrera en la que, si Lewis era llamado el hijo del viento, Johnson había demostrado ser el viento mismo.

Así como el deporte a veces es un fenómeno estocástico (el destino de un atleta se construye durante años de talento y esfuerzo pero también se decide por un centímetro o por una decisión fortuita de terceros, como una pelota en el palo o el fallo de un árbitro), la mayor primicia a la que un periodista puede acceder también es un revuelto de obstinación y de azar. Que un cronista todavía permaneciera en el centro de prensa a las 3 de la madrugada no se debía a intereses laborales sino a fines personales: estaba terminando de preparar la visita turística que realizaría en la mañana siguiente, cuando se tomaría franco. Ese periodista era –es– argentino, Osvaldo Ciezar, uno de los 98 enviados de la agencia de noticias France Press, quien –en épocas sin redes sociales ni celulares– atendió la llamada al teléfono de línea que acabaría con el reinado de Johnson.

Era una hora tan extraña que Ciezar miró el reloj. Eran las 2.58. Treinta años después, desde su departamento de París, donde vive desde 1974, cuando dejó Argentina escapándose de la Triple A, el periodista reconstruye el momento para el que miles de colegas trabajan cada día en cualquier continente: recibir una noticia de la que hablará todo el mundo. “Sonó el teléfono y me pregunté qué carajo hacía ahí –dice Ciezar, hoy de 81 años–. Estaba completamente solo en el centro de prensa, preparando una visita al campo de batalla de Pusan, un lugar en el que las tropas de Estados Unidos habían desembarcado y combatido en la Guerra de Corea. Pero atendí igual”.

Una voz en inglés, con fuerte acento coreano, le habló al otro lado: preguntó si hablaba con la redacción de France Press (AFP) en el centro de prensa y, más específicamente, si estaba el encargado de la cobertura olímpica, Michel Henault. Ciezar respondió que Henault –que además era el director de deportes en la sede central de la agencia, en París– se había ido a descansar pero que él era el jefe del servicio en español. “Entonces –recuerda Ciezar–, el hombre que había llamado me dijo que era el corresponsal de AFP en Seúl. No recuerdo su nombre pero era un personaje importante en la vida local, mezclado con diplomáticos y altos cargos de la vida institucional surcoreana. Me dijo que quería avisarle a Henault de un diálogo que había escuchado esa noche en una recepción, en el que el director del principal diario de Corea del Sur les había contado a dos embajadores que la tapa de la edición que saldría a las 7 de la mañana informaría del doping de uno de los finalistas de los 100 metros. Que no tenían el nombre del dopado pero que había estado entre los tres primeros y que le sacarían la medalla. Además se hablaba de una droga barredora, estanozolol, que encubría la sustancia prohibida”.

Ciezar pensó enseguida en Ben Johnson, el hombre que en Seúl había corrido a 38 kilómetros por hora para volver a actualizar un récord que ya le pertenecía desde el año anterior, en los Mundiales de Roma 87, cuando había marcado 9’83’’, diez centésimas menos que los 9’93’’ de Calvin Smith en 1983 –también Lewis alcanzó los 9’93’’ en esa carrera de Roma 87–. Y, claro, también pensó en sus competidores periodísticos: “Nosotros estábamos en plena pelea contra las otras agencias de noticias, AP (Associated Press, estadounidense) y Reuters (británica). En clave, para no hacer referencia explícita delante de sus periodistas, hablábamos con otros nombres: AP era Amelie y Reuters era Rosalía. Nosotros, AFP, éramos Francisca. Le pregunté a nuestro corresponsal en Seúl si creía que la información era seria y me respondió que sí, que venía de primera mano, del laboratorio antidoping. Era lo que nosotros llamábamos scoop [una primicia], un descubrimiento fantástico”. El argentino llamó entonces a Henault, que a su vez despertó al jefe del servicio en inglés, y en pocos minutos los dos colegas de Ciezar se sumaron al centro de prensa.

En cierto modo era otro mundo. Dos países que ya no existen, Unión Soviética y Alemania Oriental, lideraron el medallero de Seúl 88. Y era, también, otro periodismo (deportivo), el último tiempo en el que una primicia mundial podía aspirar a cierta duración: tres horas, medio día, a lo sumo la jornada entera hasta la mañana siguiente. Hoy, con la velocidad supersónica de las redes sociales, las noticias se hacen, se deshacen y se comparten: en pocos segundos todo le pertenece a todos, sin contar además que el periodismo ya no suele ser el portavoz de los hechos sino los propios protagonistas (las organizaciones o los atletas). Pero más allá de las tecnologías y de los usos y costumbres de cada tiempo, nunca dejarán de surgir noticias extraordinarias, y Ciezar decodificó enseguida el impacto que significaría el posible doping de Ben Johnson, el positivo más famoso de la historia, sólo comparable al que Diego Maradona sufriría seis años después, en el Mundial de Estados Unidos 94.

“Le dije a Henault que estaba por mandar el flash y me dijo que lo esperara, que venía enseguida. A los pocos minutos llegó al centro de prensa con el jefe del servicio en inglés –recuerda Ciezar, que en 1988 también era corresponsal de El Grafico en Francia–. Teníamos que ganarle a Amelie y a Rosalía y anticiparnos al diario coreano. No teníamos la confirmación oficial de que el doping pertenecía a Ben Johnson, pero era muy obvio. Yo había estado en la final y había sido una cosa impresionante: este tipo se había burlado de Lewis. A veces hay que jugársela, tener lucidez: en el asesinato de JFK paré las rotativas del diario en el que trabajaba, El Siglo, en el que era secretario de redacción. Son decisiones que se toman a pura adrenalina. El flash, que enviamos simultáneamente en los servicios en francés, español e inglés, si no me equivoco a las 3.31, fue en mayúsculas: “FLASH!!! BEN JOHNSON DESCALIFICADO POR DOPING. Y una línea inferior decía FUENTE OFICIAL. AMPLIACIÓN SEGUIRÁ. Lo escribí en una máquina Olivetti 44, personal, que había comprado en los Juegos Olímpicos de México 1968. El flash fue lanzado por teletipo, que todavía era el corazón del sistema de comunicación”.

Durante tres horas, en miles de redacciones de todo el mundo –radios, canales de televisión, diarios y agencias de noticias locales–, ese “Ben Johnson descalificado por doping” fue la única noticia al respecto. No había otra forma de informarse: cinco palabras. “Al mismo tiempo, comenzamos a buscar datos para confirmar definitivamente la noticia, y creo que en un momento llegué a hacerme la cabeza –dice Ciezar–. La clave fue cuando Henault se pudo comunicar con el príncipe belga Alexandre De Merode, que era el presidente de la Comisión Médica del Comité Olímpico Internacional, y también amigo suyo. De Merode estaba dormido, pero mi jefe lo despertó y le dijo ‘sabemos que Ben Johnson está dopado’, y el príncipe le respondió ‘sí, es cierto, pero yo no atendí este teléfono y ya mismo te corto, sigo durmiendo hasta las 8 de la mañana’. Para nosotros fue una tranquilidad y sacamos una segunda confirmación. También nos dio la razón con habérnosla jugado con el flash. Lo gracioso fue que les ganamos por tres horas a Amelie y Rosalía, que durante ese tiempo no pusieron nada. Es más, Amelie recién publicó su primer cable con una entrevista que me hicieron a mí, en la que por supuesto oculté la fuente”.

El resto fueron las esquirlas de la detonación de la bomba: Ciezar –que además de periodista es poeta y que en Argentina, como hombre de Jacobo Timerman, fue uno de los pioneros de Primera Plana y jefe de redacción de Confirmado– escribió los cables que debían seguir en la continuidad informativa, por ejemplo que la clasificación de la final de los 100 metros había quedado en el aire. “Al día siguiente –agrega– los estadounidenses perdieron en básquet contra los soviéticos, pero para nosotros fue como estar en las nubes. Nos dio una gran chapa. Encima Ben Johnson no quería aparecer por ningún lado. Nunca tuve un reconocimiento por esa primicia, pero figuro en la biografía de la agencia: 10 líneas hablan de mí”.

Ya en la tarde de ese martes 27 de septiembre de 1988, De Merode dio una conferencia de prensa para 2.500 periodistas en la que confirmó el positivo del canadiense. Para Ciezar, ya era demasiado tarde ir hasta Pusan.