Para llegar nos tomamos el 12. Una vez dentro, tras cruzar unos retazos de terciopelo negro, somos recibidas por una versión drag-maricoestupenda de Jessica Rabbit. Nos pide un bono contribución, hay beneficios para desnudxs, montadxs y supermegafetisheadxs. Si me lo preguntaran, diría que esta joda emerge como una alternativa al estresado urbanita de Capital Federal, pero especialmente a sus parias sexuales y migrantes. La Vicio, creo que le dicen, es una “tetera” expandida, un espacio sexual furtivo. Una alternativa subterránea que permite salir de la familia, del barrio, del trabajo, de Facebook, aunque sea por un momento.

Su estética combina lo mejor del “cuarto oscuro” con una pista de baile digna de un escenario postapocalíptico. Björk y Raffaella Carrá suenan increíbles, aliadas indiscutibles a la hora de ponernos bien putas. Putísimas. A mi lado tengo un teddy que ofrece sus orejas como órganos sexuales. Le sigue una amazona pelada que lleva un shibari. Pregunto por sus nudos, quiero ser uno de esos nudos. Dos pollas senegalesas, así se presentan, se escurren en los esfínteres de una cerda punk recostada sobre un sillón harapiento. Se toman selfies con un flash incandescente, quieren eternizar el momento. Un veinteañero clava su mirada lobezna mientras aguarda un bukkake. Se sume quien se sume, esa boquita se tragará todo. Hacia el final de la sala una de mis amigas está siendo penetrada sintéticamente. Es una ofrenda a la impresionante virgen mutante graffiteada que se levanta sobre su nuca. Desde una esquina opaca se oyen las zancadas proporcionadas por el látigo de un dominante cercado por una docena de ojos voyeurs. Aguardo el turno y mis nalgas son suyas, mis fibras nerviosas son todas suyas, estoy lista para el azote. Vos avísame hasta cuando, me dice al oído. Tanto la autodeterminación corporal como el consentimiento tejen redes de redes. No hay yutas, nos cuidamos entre todxs. El tacto, el placer vicioso del tacto, es el que ata unas pomposas nalgas haciendo twerking con decilitros de flujos viscosos, el tejido eréctil con una demencial mano masturbadota. Abrir y ser abiertx.

No sé si Donna Haraway habrá pensado en la orgía cuando afirma que ser unx es siempre con muchxs, que el cuerpo no preexiste a la interacción. El cuerpo de esta orgía es una espiral de endorfinas, popper, squirt, polvo cristalino, saliva, latex, secreciones sudoríparas, md, colonias bacterianas, truvada, feromonas, esperma, emanaciones industriales de glitter. Haraway buscaba explicar el placer que le produce sentir la lengua de su perra ovejera frotándose en sus amígdalas bucales. Los suyos son unos hermosos besos húmedos. A diferencia de las estrategias de visibilización pública, cual Marcha del Orgullo, la distorsión trash de esta toposexualidad parece interrogar la disidencia bajo otros términos: una verdad sexual de sí, de la que nos sentimos orgullosxs, y la propia identidad de género, se ven quebradas ante la exposición sensorial. O respondemos normativamente a ese ideal identitario o abrimos la posibilidad de la experimentación. Mi doble condición de sujeción gay y resistencia marica atraviesan este momento de fermentación político-sexual. 

Pero nada es para siempre. Abro la puerta y un sol radiante nos parte al medio. La Avenida nos conducirá al centro, el transporte urbano al hogar, la habitación al colchón, el móvil a las apps. Tanto la arquitectura urbana como la doméstica son auténticas arquitecturas sexodisciplinarias, producen estabilidad al viviente. Vuelve a delinearse un cuerpo legible, vuelve a codificarse mi voz, mi temporalización y espacialización corporal, mi biografía de clase, mi asignación sexual biopolítica, mi coreografía de género. Cierto vórtice peludo, uno que durante la noche brindó entrenamiento olímpico a mi frenillo lingual, parece volver a poseerme oníricamente. Por qué no escribís sobre esto, creo que me dijo.