—¡Compañeros, compañeros! -gritó el Gordo Luis, moviendo los brazos de arriba abajo como en una alabanza cortita para intentar enfriar los ánimos de los muchachos y retomar así las riendas de la discusión, que después de dos horas seguía prácticamente en nada.

—¡Paren, compañeros, hay pasos en la terraza! -se exaltó y todos nos callamos. El gordo con una mano señalaba el techo y con la otra nos pedía silencio. “¿No escuchan, compañeros?”, susurró. Nos miramos con el miedo subiéndonos desde la boca del estómago hacia la garganta; y cuando ya ni siquiera respirábamos para no hacer ruido, de pronto el Gordo se puso a cantar y bailar:

—Deben ser los gorilas, deben ser, que andarán por allí; deben ser los gorilas, deben ser…. 

—Cuándo no, vos, papanatas -lo retó Puntería y todos soltamos el aire y nos reímos burlándonos unos de otros. Aprovechando que ahora nos habíamos calmado, el Tuerto pidió que de una buena vez votáramos a los candidatos para hacerse cargo de nuestra primera operación.

Siempre fue medio payaso, el Gordo; era macanudo, te hacía reír, se llevaba bien con todos, por eso lo habíamos elegido para presidente de nuestra básica; pero cuando había que hablar en serio, su voluminosa presencia era invisible y su voz de pito, inaudible. No sé si se lo ignoraba porque todo lo que decía parecía joda o si el Gordo hacía que todo pareciera un chiste para evitarse así la tristeza de que nadie se lo tomara en serio. A veces me lo quedaba mirando después de alguna de sus bromas, de los festejos inmediatos y de cómo al retomarse el tema el resto automática e involuntariamente lo expulsaba del círculo imaginario que rodeaba el debate, y entonces le podía ver la cara sin la máscara de la carcajada: la piel de la frente arrugada, los ojos caídos, la mirada perdida, desolada.

En los hechos, el verdadero líder de nuestro grupo era el tuerto Puntería, vicepresidente de la unidad. Se llamaba Miguel, había perdido un ojo en los astilleros, y el Gordo lo había bautizado “Puntería” porque cuando le tocaba exponer en las reuniones tenía por costumbre revolear el puño con el índice y el pulgar extendidos; el gordo entonces cerraba un ojo y lo imitaba exagerando el gesto para que pareciera que disparaba un arma imaginaria. De Luis no esperábamos otra cosa que una burla o un chiste y nunca nadie se ofendía, porque era un gordo bueno.

Por eso la primera reacción, cuando el Gordo dijo “Voy yo”, fue una sonrisa cómplice y el desmadre posterior entre los que estábamos a favor y los que todavía mantenían sus reservas sobre la efectividad de la acción considerando su alto riesgo.

—¡Compañeros, compañeros! ¡Voy yo, lo hago yo! -repitió el Gordo; sacó la pistola que llevaba a la cintura desde el día del bombardeo a la plaza y la puso sobre la mesa con la contundencia del martillo de un juez. Recién entonces lo escuchamos y entendimos que hablaba en serio. Había el asomo de una sonrisa en sus labios, algunos todavía dudamos un rato, pero duró poco la incredulidad: el gordo no la iba de farol.

Lo vimos agigantarse y la foto de la Eva, sonriente y en la plena vida, que estaba a su espalda, quedó ensombrecida por la creciente figura ya de por sí voluminosa. ¿Y si hay que salir corriendo, Gordo?, le preguntó burlón el único compañero que todavía pensaba que lo de Luis era joda, y nos miró a cada uno alentando una carcajada cómplice que lo secundara. Corro, le respondió el Gordo con una voz ronca que le desconocíamos. Y entonces al compañero, que estaba parado, se le borró la sonrisa de un saque; se quitó la boina, la retorció suave entre las mano como queriéndola escurrir sin ganas, y se sentó.

La primavera hacía rato que le había ganado la carrera al almanaque; las ramas se fueron llenando temprano de hojas nuevas, aunque todavía raleaban un poco y permitían que por los tragaluces de la canchita se colara un sol potente; en el haz de luz que rayaba el espacio se veían flotar las motas de polvo y el humo de los muchos cigarrillos, que se arremolinaron alborotados cuando el gordo movió el brazo para agarrar el arma y acomodarla de nuevo en el cinturón.

Los materiales ya estaban listos. El plan trazado. La decisión del Gordo, inamovible. Y sin que hiciera falta ponerlo a votación, se dio por aprobado. Nos sentíamos ansiosos, exultantes, porque aquél sería el primer paso para recuperar nuestra esperanza de la agonía.  Antes de salir, el Gordo manoteó tres carbones grandes del parrillero y se los guardó en los bolsillos del mameluco gris que usaba como operario de la fábrica textil.

—¿Qué vas a hacer con eso, Gordo? No te alcanza ni para el humo -le dije. Y el Gordo me miró con esa cara pícara que lo hacía amigo de todos y me guiñó el ojo como toda respuesta. Fuimos dejando el club de a dos, cada 5 minutos entre par y par. No éramos más de 20, pero ya 3 compañeros juntos éramos cebo suficiente para la gorilada.

Cuando llegué al barrio todo era un gran silencio. Donde antes sonaban las radios con tangos, milongas y novelas, ahora se oían los clicks de los aparatos que se apagaban en mitad de una marcha militar o de una sonata incomprensible de violines y pianos o de las voces nada familiares de los nuevos speakers que nos encajó la libertadora. Pocas noticias, o más bien una sola, que hablaba pestes todo el tiempo del tirano que no se podía nombrar. Y así su nombre ausente reemplazaba toda palabra en el éter; y para nosotros y para los otros cada frase igualmente sonaba “Perón Perón Perón Perón Perón Perón Perón Perón Perón Perón”.

Iba cayendo la tarde y ya nadie quedaba en la calle. Mi mujer me esperaba con el mate. Pobre, mi Marta, todavía no secaban sus lágrimas por la Evita y ya desesperaba de nuevo por el futuro que nos esperaba. Qué va a ser de nosotros, ahora –me decía angustiada- nos van a sacar la casa, nos vamos a quedar otra vez con nada. Y yo la abrazaba y le decía que no se preocupara, que toda iba a estar bien. Qué otra cosa le podía decir.

En casa también teníamos la radio apagada. Y en el silencio de la noche que caía, nos dormimos abrazados en el sillón. De pronto escuché que alguien llamaba a la puerta ¿golpeaban o estaba soñando? Los golpes se hicieron más fuertes. La corrí delicadamente a Marta de mi brazo acalambrado y traté de despertar rápido. Me paré y sentí que la sangre se me acumulaba en la cabeza; el mareo casi me tira de nuevo al sillón. ¿Cuánto había dormido? Parecía que una eternidad, pero el agua del mate todavía estaba tibia.

—¡Abrí, carajo, abrí, lo bajaron al Gordo! -era la voz de Puntería. Corrí a la puerta y abrí.

—¡Vamos, traé algo, lo bajaron al Gordo!

Fui a la piecita de los trastos y agarré el matagatos que me había regalado mi abuelo cuando cumplí los 13.

—¿A dónde vas con eso? -se interpuso Marta, que había despertado.

—Quedate en casa y no le abrás a nadie, viejita -le dije y me fui con Puntería.

Nos escabullimos por las calles más despobladas hasta el paredón de la fábrica, donde al Tuerto le avisaron que estaba el Gordo. Había un montón de milicos. Y muchos curiosos que habían salido de sus casas a ver el espectáculo de ese hombre corpulento acribillado a balazos y todavía colgando de un alambrado. Sobre la franja blanca del muro, un colimba estaba ocupado en la tarea de borrar la leyenda que el Gordo había escrito al carbón: PERÓN VUELVE.

Por más que se esforzara el miliquito, en la pared blanca desvirgada la frase se empeñaba en permanecer y era claramente legible en el manchón que iba dejando: PERON VUELVE. Un oficial, fastidioso con lo que consideraba una torpeza del colimba, revoleó de una patada el tacho de agua y le dio un empujón al pibe; se acercó al Gordo, lo palpó, y del bolsillo del mameluco sacó uno de los carbones y la 22 que llevaba consigo desde junio.

—¿Y vos, gordito, para qué mierda querías esto? -dijo el milico. Y juro que Luis, ignorándolo, me miró con esa cara de gordo bueno y me guiñó un ojo. El capitán mostró el revólver a todos, para que se supiera sin lugar a dudas que el subversivo estaba armado. Después usó el carbón para escribir con letra bruta, al lado de VUELVE, la palabra MUERTO.

La mayoría de los milicos se retiró y sólo quedaron un suboficial y un colimba custodiando el lugar hasta la madrugada, porque al pobre gordo lo tuvieron toda la noche a la intemperie, “como escarmiento para todo subversivo que todavía tenga ganas de joder mentando al tirano e irrumpiendo en la propiedad privada”, había ordenado el milico. Con el sol ya bien entrado, una ambulancia recogió el cadáver y se lo llevó.

Era domingo, la calle quedó vacía. Nos acercamos al manchón de sangre todavía húmedo. Contra el paredón vimos el resto del carbón que había usado el milico. Se leía, borroneado, PERON VUELVE, con la P prolijamente flanqueada por los brazos de la V. Y al lado de VUELVE el agregado MUERTO, con la letra de bestia analfabeta del milico.

—¿Sabés que hubiera escrito ahora, acá, el Gordo? -me preguntó Miguel.

—No -le respondí.

—Vigilá que no venga nadie -me pidió y se puso a completar la frase, marcando bien cada letra- “DE RISA”.

Tiró el carbón lejos, miró el sol que ya mediaba el cielo.

Vamos a tener que cambiar el plan –propuse después de un rato largo sin saber qué decir. Mirá qué cielo –me respondió el tuerto.

Yo podría reemplazar al gordo –insistí.

Un día peronista- suspiró.

Lloraba.