A Andrés Miquel

 

Desde hacía unos días mis intereses se habían desplazado hacia terrenos muy ajenos al fútbol y sus avatares. El azar puso en mis manos un libro de neurociencias que parecía tener las respuestas a todos los problemas de la vida, que convocó mi curiosidad ya desde su explícita tapa: allí, un cerebro abierto de par en par como una nuez exaltaba los sentidos y la inteligencia. Además, el libro traía un anexo con actividades para desarrollar las capacidades cognitivas, ampliar la creatividad y ahuyentar los fantasmas del declive neuronal. 

Como hacía algún tiempo que la inspiración no me visitaba (desde que nací, según observó algún amigo malicioso), y las palabras no fluían de mi pluma (nótese que comparé el cerebro con una nuez, una metáfora que se le ocurriría hasta a Ricardo Arjona), me abandoné ansioso a la lectura del manual. 

Mientras leía entusiasmado en el banco de una plaza (mi segundo lugar favorito luego del colchón de dos plazas), ejercicios creativos que aconsejaban cortar el pasto con una depiladora, poner mermelada en una tostada con los ojos cerrados o sacar los pelos del jabón con un broche, la amiga voz del Enviado me sobresaltó: “Ah…las neurociencias, esa manera de decir con una resonancia magnética lo que los sabios de todos los tiempos han dicho sin ella…”. Le pregunté al Enviado por qué tenía ese concepto tan negativo de las neurociencias y me corrigió: “En verdad, no abjuro de las neurociencias sino de algunos de sus divulgadores, verdaderos profetas de la sinapsis; y de los periodistas que trabajan ante ellos de asombrados, como si vieran tirar un caño a un marcador central…”. 

El Enviado giró y parado sobre la cima del tobogán gritó: “Bienaventurados los que aprenden de las derrotas, pero prefiero a lo ignorantes que ganan…”, luego dijo: “Dejad que los niños vengan a mí”, y mientras le robaba el pochoclo recién comprado a uno de ellos, volvió a vociferar: “¡Ay de los que no dejan a Daniel Arcucci terminar una explicación!”. Acto seguido me manotéo el libro de neurociencias y me dijo: “No vaya a creer que cosas como la inteligencia artificial y esas yerbas no tienen relación con el fútbol… ¿O se va a perder que le cuente la historia del tres de Turing?”.

Alan Turing, uno de los padres de la computación y uno de los pioneros en augurar el inexorable advenimiento de la IA (inteligencia artificial), pensó en 1950 un test cuya formulación más sencilla es: si un ser humano interactúa con un ordenador y otro humano, sin poder ver a ambos, y no puede distinguir cuál (quién) es la máquina, entonces la máquina piensa. La pesadilla de tener entre nosotros un robot con conciencia reflexiva ya ha sido abordada hasta el hartazgo por la literatura y el cine, y aunque el optimismo de Turing no tomó forma en los tiempos que él auguraba, se sospecha que es inminente la irrupción de la singularidad en el horizonte humano.

Sin embargo, aunque las revistas científicas dan cuenta de los avances en materia de inteligencia artificial desde hace décadas, ni Goles ni El Gráfico parecen haber sospechado nada del proyecto “Tres de Turing”, motorizado por el poeta cantor Beto Asurey y otros ilustres hinchas bohemios, y llevado a cabo por la mente omnisciente del gran científico de Villa Crespo: Alexander Epstein. Ya la dulpa Epstein-Asurey había sido responsable del proyecto “Atlanta inclina la cancha”, cuyos resultados, literalmente, habían sido pésimos. La idea de poner un sistema hidráulico que inclinara la cancha hacia el ataque bohemio cuando el partido se ponía difícil no solo no logró dar vuelta resultados, sino que dio vuelta a un montón de gente que de pronto, sin saber por qué, se veian teniendo que hacer equilibrio como en un Samba o en la cubierta del Titanic, y que, habituados como estaban a todo tipo de peripecias, no sospecharon nada. Mientras tanto, los jugadores de Atlanta, ya poco aptos de por sí para hacer la pausa, terminaban estrellados detrás del arco contrario sin hacer un gol.

Pero la idea de crear un “cyber tres”, tras probar a varios humanos que eran unos pataduras, parecía ir demasiado lejos, aunque tenía, como todo proyecto loco, sus costados razonables: los marcadores de punta suelen ser tipos parcos, casi mecánicos, con movimientos previsibles y casi sin emociones, y además Epstein, si era por Atlanta, trabajaba al costo. 

Una reunión secreta vio el prototipo, a quien cariñosa y merecidamente apodaron FrankEpstein. Epstein estaba emocionado, y mirando al auditorio dijo: “Este robot ya ha demostrado pasar una primera prueba: lo puse a entrenar con Mogilevsky y el maestro ni se dio cuenta de que era un androide, y eso que cuando tuvo que saltar los banquitos me hizo acordar a mi tío Julio en los cumpleaños de 15… Muchachos, saben lo que significa Atlanta para mí; no prometo milagros, pero el tipo cumple: quita y se la da a un compañero, que es lo que tiene que hacer un tres. El otro problema es que ahora tenemos que lograr que nuestros jugadores y los rivales no se den cuenta de que es un robot, porque si no nos desafilian…”.

Entonces se le encomendó al gringo Kaplan, especialista en provocar rivales, que lo estimulara para reaccionar, porque “el nuevo es un pendejo canchero y hay que probarlo”. La idea era, por supuesto, ver si el robot daba señales de serlo o podía mimetizarse con el entorno humano. Un día el gringo vino y dijo: “Este pibe nuevo es más frío que un economista liberal….lo puteo, lo gasto, lo escupo, le hablo de la novia, de la hermana, de la vieja, le digo que es un vendido, un pecho frío…y nada…”. Epstein se preocupó y programó entonces al robot para que reaccionara ante algunas cosas y no levantara sospechas; así, ante la sola mención de la palabra “hermana”, Frankepstein tiraba un cabezazo indignado al pecho, y cuando lo puteaban vociferaba “¿Qué te pasa, gil?”. Esto no tardó en generar problemas, porque un día Pichi, el wing, que era más bueno que el pan, le contó emocionado que su hermana estaba embarazada y Frankie le metió un cabezazo. Mientras tanto el gringo, que ya sospechaba algo, elucubró su propia estrategia de investigación. Finalmente, después de varios entrenamientos y cuando ya los viejos bohemios celebraban junto a Epstein las cualidades impostoras del prodigio, el gringo los juntó y les dijo: “Quédense tranquilos que no digo nada…saben cómo amo a este club. Seguro que esto es otra locura de Epstein y Asurey, pero me di cuenta de que el pibe es un robot y los rivales se van a dar cuenta…porque alguien que no reacciona frente a lo que le hice es un robot, y además hasta el más ignorante sabe distinguir la crema para las hemorroides del aceite para máquinas…”.