El mundo de la Alianza PRO es el reino del discurso. La misma fuerza política que llevó al extremo la crítica al Relato K, elevó al paroxismo la construcción del Relato M. En el universo Cambiemos todo es comunicación y sus comunicadores avanzan cotidianamente en la voluntad de reescribir la historia. La guía es nietzscheana: “no hay hechos, hay interpretaciones”.

El hecho principal, que resume el conjunto del proceso actual, es que la economía experimenta un verdadero shock redistributivo desde el trabajo en favor del capital. Siguiendo los buenos números del ITE–Fundación Germán Abdala, el último año el poder adquisitivo del salario privado formal se redujo el 6 por ciento. En el sector público la baja fue algo mayor: 8,4 por ciento. Del sector informal sólo se tienen estimaciones, pero cualquiera sea la cifra, la pérdida alcanza ya los dos dígitos. El éxito político del proceso reside en que fue logrado sin mayor resistencia de los damnificados, en particular, de los trabajadores organizados.

Las interpretaciones sobre la pasividad sindical son variadas. Se arriesgan algunas. La más tradicional es el “colchón” dejado por el gobierno anterior. Entre los asalariados formales que conservan el empleo, la poda de poder adquisitivo no es grave todavía. Desde la perspectiva de la CGT, la situación es más compleja. En buena medida porque su dirigencia apostó al cambio de gobierno. De manera abierta, como es el caso del ex secretario general Hugo Moyano, o indirecta, a través de la militancia en la filas del massismo, sostén legislativo indispensable –junto con parte de la derecha del PJ– de las transformaciones producidas en 2016. Previamente, todos juntos, realizaron cinco paros nacionales al anterior gobierno reclamando la eliminación del impuesto a los Ingresos, que sólo afectaba a los deciles superiores de la pirámide distributiva. El tercer factor, muy evidente pero poco destacado, fue la eficacia discursiva de la Alianza PRO y su parafernalia comunicacional, tanto generadores como difusores. Entre los primeros destacan los economistas profesionales, quienes en 2016 volvieron a demostrarse como creadores de expectativas abrumadoramente falsas.

El pomposamente llamado “Consensus” de las consultoras de la city predijo que la inflación de 2016 sería del 32 por ciento. Más que el 20-25 en el que osciló el gobierno, pero 9 puntos por debajo de lo efectivamente registrado, una diferencia suficiente para equilibrar la pérdida del poder adquisitivo de los salarios. Por supuesto hubo extremos, no faltó quien predijera una inflación del 24 por ciento, como la consultora Abeceb, un error de 17 puntos que no significó el cierre de la firma ni, se presume, la pérdida de clientes. Luego, el mismo consenso predijo también el mito del segundo semestre. Un primer semestre malo como resultado de las correcciones necesarias, y un segundo bueno en el que comenzarían a cosecharse los frutos de regresar a las “políticas correctas”. El resultado real fue una caída del PIB que se acercará al 3 por ciento, con un segundo semestre que, en el mejor de los casos –sí todo va bien, Brasil deja de caer y Estados Unidos no da sorpresas– se habrá corrido como mínimo un año.

Para 2017, el mismo Consensus prevé una inflación por debajo del 20, casi en línea con el 17 previsto por el oficialismo y, por supuesto, crecimiento del PIB. Al respecto valen algunas aclaraciones. En el caso improbable que se registre un crecimiento del 3 por ciento, la expansión dejaría al PIB en el mismo nivel que a fines de 2015, con el detalle de que transcurrieron dos años. Luego, a ello debe sumarse el crecimiento vegetativo de la población, que ronda el 1 por ciento anual, lo que quiere decir que para mantener el mismo PIB per cápita que a fines de 2015 el crecimiento debería ser cercano al 5 por ciento, un indicador promedio que, visto desde los asalariados, se monta sobre el shock redistributivo.

A pesar de los yerros históricos, son pocas las voces que cuestionan la creación de expectativas. Este es el punto crítico. Si quienes supuestamente son “los que saben” afirman que la economía crecerá y la inflación será más baja, datos que confirmarían el presunto éxito de la nueva política, poco queda para los no especialistas. Sobre estas falacias se construye luego el discurso que legítima las transferencias de ingresos.

En contrapartida, un dato de los últimos tiempos fue la multiplicación de Centros de Estudio y Observatorios ligados a los sindicatos, como el ITE o CITRA y el IET. También de universidades donde se enseña economía por fuera del pensamiento mainstream, como las nacionales de Avellaneda, General Sarmiento, San Martín, Quilmes y Moreno y la nueva carrera de economía política de la UMET.

Sin embargo, si bien contar con números reales es un gran paso, el problema no se resuelve solo con mejor teoría. Durante todo 2016 desde el pensamiento heterodoxo se demostró la inconsistencia teórica de la ortodoxia, tanto en materia de predicciones, como de eficiencia en sus propios términos. Sin ir muy lejos, los autoproclamados campeones de la lucha contra el déficit y la inflación aumentaron significativamente la inflación y el déficit. Los reyes de la estabilidad monetaria y de las cuentas ordenadas devaluaron el 40 por ciento y, hasta fines de diciembre, habían endeudado a las generaciones futuras en 65.622 millones de dólares, 52.600 millones en moneda dura y el resto en moneda doméstica.

La síntesis provisoria es que el mejor escenario que resulte de la gestión PRO, por ejemplo uno que logre estabilizar las variables macroeconómicas y algún punto de crecimiento, seguirá conteniendo el shock redistributivo buscado contra del salario y un nuevo nivel de desempleo. A ello deberá sumarse el deterioro del patrimonio público recuperado en la etapa previa, la pérdida de derechos laborales y previsionales y un nuevo retroceso de la estructura impositiva.