• Durante mi exilio voluntario por los Buenos Aires, en busca de tesoros  y un futuro prometedor, merodeaba el perímetro que iba de Colegiales a Saavedra: allí formé una banda circunstancial -cumpleaños, despedidas, bautismos, separaciones, etc.- que nos otorgaba el puchero y un poco de dignidad en medio de la ola de bajón. Miranda, el bajista, empezó primero a faltar a los ensayos, luego a los shows. Aducía que su padre había caído enfermo. Un día fuimos a su casa a enfrentarlo y, sentados al cordón de la vereda, nos relató la siguiente reseña.

    -- Mi papá está en cama deprimido hace dos meses y debo cuidarlo.

    -- ¿Por qué se cayó de golpe, siendo un tipo fuerte y optimista? -inquirimos.

    -- Nos enteramos ayer porque nos llamó a mi hermana y a mí y nos hizo sentar en su lecho, donde nos contó esto: trabajaba, como ustedes saben, hacía treinta años como mozo en la parrilla Splendor. Su compañero de armas, el  cocinero Faustino, siempre fue su amigo inseparable. Una  noche, después del turno, se acercó y le dijo que tenía que hablarle. Le batió textualmente «Mirá Adolfo, hace mucho que estoy enamorado de vos y nunca supe como decírtelo».

    Nos quedamos mudos, esperando el remate. Nuestro bajista prendió un faso y culminó:

    -- Mi viejo cuenta que se sacó el delantal, lo colgó de la percha y se vino caminando hasta mi casa, en donde se descambió, se metió en la cama y nunca más se levantó. Por eso está arruinado.

    Nos miramos. Un poco sorprendidos, bastante picados por el morbo y el humor.

    -- El amor es así -dijo el batero. A lo que todos aprobamos. Habíamos perdido un bajista, pero ganado una buena crónica tan romántica como surrealista.

     
  • La noticia aparecida en todos los medios del 2012 versaba así: Tribunal argentino ordena la captura del cantautor Piero. El autor de Para el pueblo lo que es del pueblo había sido declarado el lunes en rebeldía, luego de no acudir a las audiencias en la causa que se le sigue, por supuesto fraude al Estado. Un tribunal argentino ordenó la captura del popular cantautor Piero, luego de que éste no se presentara a una audiencia fijada para hoy, por una causa que se le sigue por presunto fraude al Estado. Piero (66 años), autor de éxitos tan trascendentes en América Latina como Mi viejo y Ojalá, está acusado de supuesta administración irregular de 40 subsidios que la provincia de Buenos Aires le concedió a la fundación "Buenas ondas", que él dirigía, para becas de estudio en una granja ecológica. Esas becas, al parecer, nunca se materializaron en beneficios para estudiantes. Según la fiscalía, Piero y otros tres directivos de la fundación "defraudaron al ministerio de Desarrollo Humano y Trabajo de la provincia de Buenos Aires, percibiendo en su provecho sumas de dinero destinadas a 40 becas de estudio". Antes de ordenar su captura este martes, el Tribunal Oral en lo Criminal de La Plata declaró el lunes en rebeldía al cantante de Para el pueblo lo que es del pueblo, porque tampoco asistió a una citación judicial. La causa comenzó a ser investigada en 2002, cuando Piero —nacido en Italia pero radicado en Argentina desde muy pequeño— era subsecretario de Cultura de esa provincia, de 14 millones de habitantes. Durante parte de los años ‘90, Piero De Benedictis vivió en Colombia, donde recibió la ciudadanía de manos del entonces presidente, Ernesto Samper”. ¿En que se emparenta este personaje con la Trova Rosarina? Por esos años consiguió un dinero abultado de Unicef donde convocó a importantes músicos a participar en un disco denominado Los derechos del Niño. Se grabó con entusiasmo, sin pedir un cobre. Lo hicieron Caetano Veloso, Serrat, Gieco, Adriana Varela, Sabina y, modestamente, nosotros: Baglietto, Fito y quien escribe esto. Nunca salió el trabajo, nunca se rindió cuenta de nada y el dinero se evaporó. La Justicia, ausente. Los derechos de los pibes, también.

     
  • Había en mi casa cuatro albañiles y un jefe de obra: necesitaba refaccionar mi morada, cambiar de lugar escaleras, tumbar unas paredes. En el patio dejé colgada mi escultura -precisaba de la intemperie, de la lluvia y del sol para enmohecerse ex profeso- que representaba una cruz  hecha de huesos, retazos, basura que fui hallando por ahí y que representaba una turbia representación de mi creencia. Le había colgado fetiches, muñequitos de plástico. Estaba orgulloso de mi obra que iría recibiendo los dones naturales para culminar el sentido. Me fui a tocar quince días. A mi regreso, veo la obra tirada entre los escombros, hecha pedazos. Busqué al jefe de albañiles y le reclamé con voz ronca. Estaba enojadísimo.

    -- Lo que ha pasado es que uno de los muchachos es muy creyente y una vez, mientras volteaba una pared, se le cayó encima esa cosa que usted tenía ahí colgada… todos pensamos que era como un  sobrante de algo… pero el pibe creyó que era un brujería... así que ahí está... entre los ladrillos.

    La miré: nada podía hacer por ella. Prendí un cigarrillo y pregunté por el bruto que la había destronado.

    -- Se fue, dejó de trabajar hace una semana... dice que desde que volteó “eso” que se le vino encima, le cambió la suerte y hasta se ganó un fangote de plata en la lotería.

    -- El arte es muy difícile de entender -le murmuré, y me senté a terminar de fumar descorazonado y ya sin fe en la Humanidad. No me comprendían como artista plástico. Y encima, no ganaba plata de arriba como el que la arruinó.

     
  • Gilberto Krasniansky gozaba de una fama de marchand generoso y exultante.

    -- Andate a ver a mi hermano, Marcelo, quien trae y lleva obras  por toda América Latina.

    En sus haberes contaba con ser el primero en haber traído a estos pagos a Silvio Rodríguez, entre otros, además de géneros teatrales diversos. Una noche, una cena en un restaurante y mi presencia para oficiar de figurante charlador entre los actores mejicanos y argentos. En la mesa se encontraba Ulises Dumont, y dada mi pinta de charro -bigotes negros, campera de cuero, cigarro en boca- se me acercó a “venderme” su obra para todo Méjico. “Debe ser un empresario importante”, habrá pensado. Y comenzó una larga y entretenida perorata acerca de las virtudes de su puesta. Al rato, le confesé que era argentino y que de nada valía su esfuerzo. Lo dije sonriente, pero él, sin disimular un gesto de fastidio solo murmuró:

    -- Me hubieses dicho antes, rosarino pelotudo, hace una hora que estoy tratando de entusiasmarte.

    Y se cambió de lugar buscando otro comprador.

     
  • La crónica que sigue, mitad futbolera mitad musical, está plena en ignominia: la mía especialmente. El tipo de dinero había armado un equipo con las camisetas de Lanús, donde jugaríamos cinco que ni nos conocíamos entre sí. Un reducido sin expectativas, con algunos productores, músicos,  periodistas de cultura, algunos cercanos que habían admitido saber al menos parar una pelota. Contra nosotros y en el primer partido salimos sorteados contra los plomos de Los Redondos. Cinco tipos fibrosos, rubicundos, tatuados, vikingos casi, acostumbrados a los rigores, al esfuerzo y la carga de equipos. Miré mi team y daba pena. Excedidos de peso, patéticos jugadores de paddle y yo mismo, un desesperanzado número once. Cuando pregunté de qué jugaba cada uno, todos repitieron: “Adelante”. Ningún defensor, salvo el arquero. La catástrofe que se olfateaba inminente se precipitó apenas empezó el partido. Sacaron ellos y un gol. Luego, no sé cuantos siglos se sucedieron, pero hubo un momento en que íbamos perdiendo 17 a 0. El árbitro, imperturbable, seguía las acciones con una semi sonrisa. Me paré al lado y le susurré:

    -- ¿Cuanto falta?

    -- Media hora, señor.

    -- Terminalo antes, dale -le invité. Me observó como a un bicho y me descerrajó:

    -- Tenga un poco de dignidad, caballero. No se qué me dolió más: si ese “caballero”, la sonrisita canchera o la nariz puntiaguda del árbitro parecida a la del dictador Videla. Lo puteé y me sacó amarilla. Si seguía, venía la roja dejando a mi equipo con cuatro. Me sacrifiqué. Perdimos 27 a 1 y nos hicieron precio.

     
  • Las casas alpinas construidas como un triángulo perfecto conservan el calor en la parte superior, ya que el aire caliente asciende. El, un pionero de los centros culturales magros pero con corazón, de las casonas de piedra en las montañas cordobesas, había conocido a la dama que vivía en uno. Se encontraba dando clases de guitarra. Fue una noche de esas, con lamparitas columpiándose por el viento y un agua-nieve que presagiaba fríos terribles. Durmieron abajo y luego subieron a las habitaciones. Ambos habían reconocido al amor: cuando entra, ya ninguna puerta le es adversa y asciende hacia arriba cuanto más cálido se pone. Luego, él se ausentó y viajó al exterior y olvidó la dama allí en esa casita alpina, confiado, demasiado confiado. Regresó otro invierno y encontró la casa alpina encerrada entre alambrados con un cartel de venta delante. Ella se fue hacia arriba, hacia los faldeos, desde donde espió el peregrinar del aquel fantasma en que se había convertido su ex amante. Lo veía deambular por los caminitos de piedra y nunca le dijo nada, ni le avisó ni le silbó siquiera.

    -- No se merece que me encuentre, después de tres años de ausencia. Él, colgada de su cuello, lleva aún una cadenita de plata donde le engarzó un casita alpina y una guitarra, símbolo inequívoco de una historia de amor de olvido, de música y de desaliento. Y compone canciones que hablan de bosques de maderas, de viento y de culpa. Ella ya ni lo oye, ni siquiera ha vuelto a comprar un disco suyo. Esperaba se lo lleve él mismo, pero todo se hizo más frío, como aquella casita alpìna rematada y sin amor.

     
  • Lalo de los Santos me contó una historia no exenta de ternura. Estaban girando con la banda de Silvina por Córdoba cuando se acercó al recital un desposeído, un expatriado de esos que uno olfatea al vuelo. Son parias en su lugar y buscan el rescate con alguien de paso. Lalo, siempre atento a las penurias ajenas, lo invitó a cenar primero, luego al colectivo de vuelta y finalmente a su casa en Buenos Aires. Él era así, albergaba a los infortunados del mundo dándoles techo y pan hasta que adquirían sus alas y volaban. Muchos le decían que era “un juntabichos” pero él se tomaba en serio su papel de salvador ocasional, de corazón y con un sentido del honor y del humor como pocas veces he visto. El tipo en cuestión ya vivía con él en la Ciudad de la Furia y Lalo le administraba las monedas, el entusiasmo por encontrar un trabajo y otro sitio donde vivir. Era Lalo como esas casas en la altura de la montaña que sirven de paso al que asciende. Un Hombre Refugio. El pibe éste, rápidamente, se fue de su casa.

    -- Conseguí unas changas y voy a vivir en una pensión.

    Lo abrazó y se largó a llorar de agradecimiento. El tiempo pasó y un atardecer de otoño Lalo estaba en un andén del subte esperando para retornar. Entre la poca claridad de los focos emergió entonces el pibe aquel, escobillón en mano que lucía como un estarnadarte. Lo volvió a abrazar y a lagrimear. Estaba como mozo de limpieza de esta estación. Entonces murmuró aquella frase que luego Lalo repetiría con admiración, sorpresa y gracia. El pibe le señaló el lugar, su mono gris y como si hubiese recibido un Oscar, le susurró emocionado: —¿Viste Lalo? Cuando uno se lo propone... ¡siempre se llega al triunfo!
     

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