Hay un período de la historia argentina –después del peronismo, antes de las explosiones culturales y políticas de los ’60 y ’70– que parece poco interesante para la ficción. Es probable que no ofrezca demasiadas excusas para las efusiones de la épica (es difícil imaginar a alguien inmolándose al grito de “la vida por Frondizi”), y también es probable que el propio peronismo, como construcción ficcional, se haya constituido en un punto de referencia del que resulta difícil escapar. Cuesta ver esos años como otra cosa que una transición hasta en la construcción del canon de la literatura argentina: más allá de las fechas efectivas de sus publicaciones, Arlt, Borges, Marechal o Bioy Casares parecen figuras previas; Puig, Saer y hasta cierto punto Walsh parecen ya “gente de los ’60”.

En esos años transcurren los cuentos de La dictadura ilustrada, de Carlos Sampayo,  y el libro nos recuerda que se trata de un período fascinante, como todos: la buena literatura está hecha de gracia y estilo, no de grandes temas. Sampayo reconstruye un Buenos Aires que es por momentos ajeno e irreal, lleno de alemanes misteriosos, delatores fascistas, enormes autos de lujo y el constante cruce de una inmigración que trae de Europa tanto el misterio y la alta cultura como un juego de apellidos plebeyos (Meccanica, Pedraza, Estepanian, Loiácono) que parecen elegidos por un Bustos Domecq que hubiera conseguido evitar el desprecio. 

La contratapa ofrece una aguda reflexión de Marcelo Cohen. (Dicho sea de paso, las notas de contratapa de Cohen, Sasturain y Almeida son curiosamente justas y precisas: el libro es tan bueno que el encomio de contratapa no suena, por una vez, a hipérbole vacía). Cohen detecta ciertas voces que recorren el libro (Peyrou, Bioy y Wilcock, Joseph Roth, Hammet, Arthur Koestler, Vonnegut, Tarkovski o Hitchcock) y habla de “una entera memoria de varios linajes en peligro de extinción”. De eso se trata la escritura de Sampayo: un tipo de prosa al mismo tiempo divertida y elegante, atenta a la existencia de un lector tanto como a la potencia y la precisión de la frase; un mundo narrativo poco frecuentado, con referencias literarias que empiezan a parecer del pasado, que parecen efectivamente al borde de la extinción. Resulta difícil pensar en escritores contemporáneos con esas preocupaciones estilísticas y temáticas (el único nombre que resuena es el de Edgardo Cozarinsky). Y sin embargo, algo notable del libro es que no hay un matiz de anacronismo. Nada suena “a viejo” y a lo sumo uno podría lamentar que no haya hoy demasiados libros tan bien escritos.

La dictadura ilustrada es un libro de cuentos, cada uno con sus tensiones y su resolución, pero en seguida descubrimos que los personajes vuelven y las situaciones se entrelazan en redes que unen los relatos entre sí y cruzan la historia y el océano Atlántico.  Los boxeadores del principio son fotografiados por una cámara que reaparece en varias ocasiones, así como un integrante de la adorable tertulia del taller mecánico reaparece como afinador de una pianista devenida en pintora y performer que, tras burlarse de una indudable Victoria Ocampo, termina en las altas esferas del fascismo mussoliniano. El mismo afinador, a punto de vender unas porcelanas a “dos bellezas  destruidas y roídas por la inquietud”, recordará su amor frustrado por la pianista. El catálogo de “últimas pitanzas” de condenados a muerte y suicidas incluye al personaje de otro de los cuentos y en el relato que da su título al libro, un comisario de pueblo investiga sobre los riesgos, o incluso la realidad, de una sociedad secreta que distribuye consignas como “turismo en el infierno para todo el mundo” o “carta de ciudadanía a los extraterrestres y humanos provenientes de países limítrofes” y tiene como abonado en la comisaría a un preso que supo boxear en el Luna Park fantasmal del primer cuento. No se trata, de todos modos, de crónicas o cuadros de costumbres sobre tiempos idos. Las historias incluyen desvíos fantásticos y extravagantes, ironías feroces y ternura, intimismo e Historia.

Carlos Sampayo no es, desde ya, un escritor recién llegado. Ha publicado novelas, cuentos, ensayos (está por editar un libro sobre jazz con pinta de texto fundamental). Sus obras más conocidas e influyentes, sin embargo, han sido sus guiones de historieta. Carlos Sampayo es autor de los guiones de algunas de las historietas más importantes y bellas que haya dado ese lenguaje y sólo las crueldades de una jerarquía de los géneros que lastra la crítica cultural evita que tenga un lugar aún más alto entre los artistas argentinos. Es interesante examinar cómo esas historietas, forzosamente trabajos en equipo –y hay que decir que Sampayo no ha sido sonso para elegir dibujantes–, tienen puntos en común con su literatura. No sólo por la calidad de la escritura: la reconstrucción más sensible que documental de esos años, que son los años de su infancia y juventud, está presente en cimas como Evaristo, Sudor Sudaca y algunos episodios de El Bar de Joe; el mundo de cierta literatura centroeuropea y de los inmigrantes en Argentina, en la magnífica El Libro, donde la clave de un tesoro nazi escondido tras un pinar en la costa atlántica se cifra en una novela de Stefan Zweig.

En la presentación de este libro, Sampayo comentó que está últimamente más interesado en escribir literatura que historietas, porque la literatura le permite controlar todo, no depender de otra mirada y otra sensibilidad. Lamentaríamos las historietas que no leeremos si no fuera por la promesa de tener más libros como La dictadura ilustrada y otros cuentos.

La dictadura ilustrada y otros cuentos. Carlos Sampayo Editorial Mil Botellas 138 páginas