Dijo, una noche, mientras íbamos hacia un lugar de Almagro que ofrecía, según los habitués,  un puchero espectacular, que Henry James solía buscar, no sin dificultad, a alguien con quien hablar de literatura. Cito esta imagen, que no fue la única en mis diálogos –personales o telefónicos– con Piglia para destacar su incesante deseo de reflexionar, compartir opiniones sobre el lugar, alcances, modos de expresión, tradiciones, etc. de la literatura en la sociedad. Lo que fue acumulando en un largo lapso que se remonta a aquello que bien testimonió en su Diario iniciado en los años de adolescencia, hasta sus múltiples intervenciones en el ámbito cultural y que se evidencia en la actitud del lector tan ávido como inteligente, que lo llevaba a formular hipótesis, como aquellas “Tesis sobre el cuento”,  acerca de las cuales hablamos una noche en el Rojas. Enunciaba allí la teoría de que el cuento –forma narrativa que marcó sus inicios– refiere dos historias: la visible y la no dicha, aludida/elidida. Podría pensarse, y con razón, que hay aquí algo de la teoría del iceberg de Ernest Hemingway en el sentido de que lo que aparece en el relato involucra algo mucho mayor, oculto bajo la superficie. Sabida es la inclinación de Piglia por la literatura norteamericana, y en particular por el género policial incentivado por su trabajo como editor de la colección La Serie Negra, en la editorial que impulsara Jorge álvarez, Tiempo Contemporáneo. El policial norteamericano –con su crudo realismo– fue un género que nunca abandonó y que siguió incidiendo, por caminos diversos, en ficciones como las de Respiración artificial o La ciudad ausente, en clave de investigación. En este sentido, vale aquella afirmación que hiciera Nicolás Rosa: “Sus novelas código de códigos, transformación subversiva de los ‘géneros’ de la ficción y de la historia, pueden ser leídas como un apasionante ‘manual’ de la historia de la literatura argentina”. Y efectivamente, la pasión de Piglia por interpretar la literatura argentina, nunca desligada de los contextos en que surgían las obras y a la vez, analizadas estas con los aportes de las teorías literarias que precisamente, por los años sesenta y en adelante –la difusión de los formalistas rusos vía los franceses y las lecturas textualistas– configuran toda una interpretación, que bien puede remitir a las operaciones que antes y según otras claves realizara David Viñas sobre el transfondo de un hábitat sartreano. 

A su modo, se hizo preguntas que bien pudo compartir con Viñas, desde sus años de formación. Aquello que por ejemplo, podemos leer en Prisión perpetua al evocar a su padre y los años de adolescencia (nacido en 1940, no había cumplido los quince años cuando se produjo el derrocamiento de Perón): “En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas, empecé a escribir un Diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. La literatura es una forma privada de la utopía”. Aquel Diario, incluía una pregunta: ¿para qué escribir?, y, quizá junto con las otras preguntas del filósofo francés (¿por qué? ¿para quién?) continuó hasta conformar tres gruesos volúmenes. Podría decirse que fue esta la escritura más sostenida de Piglia, material para otras tal vez, pero sobre todo testimonio de una experiencia que da cuenta de una actuación múltiple en el campo cultural. 

Las novelas, además de las mencionadas, Blanco Nocturno o El camino de Ida testimonian su pausada escritura, su obsesiva reflexión, y más, pertenecen obviamente a ese mundo en el cual la develación de un enigma siempre recuerda la matriz del policial. No casualmente, un interlocutor que sí encontró en el devenir fue Juan José Saer, que le dedicó la novela La pesquisa donde Saer, adverso a las clasificaciones genéricas desmonta los códigos del policial y subterráneamente –la historia no dicha– dialoga con Piglia acerca de los géneros. 

La continua conversación en y sobre la literatura, el intercambio, las apreciaciones acerca de un magma de textos armaban todo un sistema, el suyo, y lo situaban a él mismo en ese lugar que pedía Henry James. Interlocutor para todo momento, así fuera en casuales encuentros, comentando la traducción de unos cuentos de Francis Scott Fitzgerald o, sorprendido, entre pasillo y escalera, en la sede de la Facultad en 25 de Mayo, cuando refirió que Saer había querido ponerle a su novela Las nubes, el título El horizonte cosa que le resultó vedada porque en 1997 apareció la publicada por Emecé, de Osvaldo Tcherkaski, precisamente así llamada. Ahí le conté que por cuestiones similares andaba yo con El inglés, Ricardo me dijo entonces que no le parecía mal mi título alternativo, pero sobre todo comentó “qué curioso, varias personas pensando simultáneamente en eso”. No era una mera observación, se notaba un aire de interrogar qué pasaba respecto de esa obsesión sobre algo que veía como un núcleo de significaciones fuera en las “formas breves”, en los testimonios de un lector, en las novelas, como guionista y no menos en sus clases. 

Nada de su tiempo le era ajeno. Y en cuanto a interlocutores, ya había encontrado mucho antes la posibilidad del diálogo con Rodolfo Walsh, en una entrevista que se publicó como prólogo a “Un oscuro día de justicia”, era el tiempo de reflexionar a fondo, al límite, acerca del lugar de la literatura en una sociedad movilizada y activa, un tiempo en que el sueño eterno, la revolución, estaba a flor de piel. Piglia había estado por esos años militando en la agrupación maoísta denominada Vanguardia Comunista y había participado sobre todo en la etapa final, de una revista fundamental para la época, Los Libros. De ella se alejó cuando empezaron a crecer las discrepancias con los otros maoístas, los del PCR. 

Hizo su propio lugar, habría dicho Rubén Darío, “con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo”, sólo que en este caso no eran ninguno de los tres, y sí en cambio Roberto Arlt, Borges o Macedonio Fernández. Su permanente interés en este último no sólo está en La ciudad ausente sino también en un curioso Diccionario macedoniano, especie de vocabulario que trata de acercarse a las concepciones de esa controvertida figura argentina, y que realizó con un grupo de estudio al que dirigía, una más de sus tareas en la Academia. 

O sea, Piglia anduvo por muchos caminos, recorrió muchas veredas, se diría desde el “estaño” del bar y los “bajos fondos” hasta las aulas. Configuró así una imagen peculiar de escritor, capaz al mismo tiempo de elogiar a un contrabandista neoyorquino que andaba fumando fuera de los lugares permitidos, “ahí te encontrás a la gente más interesante”, decía, hasta el profesor que cumplía con las normas institucionales. Pero sobre todo, y quizá en aquellos lugares que habitó en “la ciudad presente”, como el departamento de la calle Marcelo T. de Alvear, era nada más y nada menos que el escritor capaz de conciliar todo eso porque sus textos no son sino un tributo a la infinita posibilidad de la literatura.