Berger lee a los cuadros como historias en las que siempre hay una mezcla de la biografía del artista, algún elementos de la naturaleza, una pasión, la presencia del contexto histórico y la presencia de un oficio. “Turner  nació en 1775; su padre tenía una barbería en una callejuela del centro de Londres. Su tío era carnicero. La familia vivía a un tiro de piedra del Támesis. Imaginemos la pequeña barbería londinense: agua, espuma, vapor, metales relucientes, espejos empañados, blancas palanganas... Sangre y agua, agua y sangre”. 

La naturaleza entra a la imaginación de Turner en forma de violencia, como en sus tormentas, rodeadas del vapor que inundaba la ciudad en la primera fase de la Revolución Industrial. Sus pinturas perturbadoras (“Nunca ha habido un pintor como Turner”, escribe Berger) son hijas del misterio, la soledad y la ambición, pero no la de gustar, sino la que pretende estar a la altura de la experiencia: “Tormenta de nieve es el total de lo que puede ver e intuir un hombre atado al mástil de aquella embarcación. No hay nada fuera de ello. Eso hace que sea absurda, para el mismo pintor”.