“Hiperventilame, porque no voy a poder hablarle”, le dice Pedro a su mejor amigo mientras relojean sin ningún tipo de disimulo a Agustina. La chica es la nueva compañerita del colegio secundario del pueblo ficticio de Resignación, que con la mudanza de ella y su madre acaba de llegar a la friolera de diez mil habitantes. También el futuro interés romántico de ese chico que calza perfecto con el estereotipo de púber poco agraciado, de pantalón a la altura del ombligo y camisa adentro, tímido pero noble, callado y leal, retraído aunque atento, que el cine de iniciación adolescente –conocido con el anglicismo coming of age– ha construido durante décadas. Nada nuevo bajo el sol, podría decirse. Lo que no es habitual es el trato cariñoso y amable dispensado por el director y guionista Diego Lublinsky. Lejos de la sorna habitual con que este tipo de relatos suele tomarse a esos personajes, el director de Hortensia desplaza el foco de atención haciendo lo mismo que gran parte de los productos de la factoría de Judd Apatow, con la serie Freaks and Geeks a la cabeza: mirar el mundo a través de sus ojos y hacer del retraimiento una forma solapada de despertar hormonal. 

Las chicas y los chicos de Resignación están al palo, como si por sus venas circulara nafta premium en lugar de sangre. Los recreos, los tiempos libres y las salidas nocturnas están atravesados por charlas y actitudes relacionadas con las primeras experiencias sexuales. En medio de esa andanada de anécdotas y puestas en común de temores y consejos, Pedro (Martín Covini) y Agustina (Paula Hertzog) permanecen ajenos a esa lógica que vuelve deseables a los chicos “malos” que andan en moto y se peinan con gel. Otra vez el espíritu Apatow: de lo que se habla aquí es de qué sucede con quienes trajinan a diario la batalla por encajar dentro de un contexto poco apto para contenerlos. En ese contexto dificultoso para la construcción de un sentido de pertenencia, la parejita inicia una relación que va de la cortesía a la amistad, y de allí a algo que no se sabe muy bien qué es. No se sabe y tampoco importa. Sí podría importarles a los adultos, como a la madre de ella (Paola Barrientos), pero Amor urgente es una película de y sobre chicos y chicas, y por lo tanto aquí se hacen, se muestran y se dicen cosas de quinceañeros y no lo que un adulto piensa que haría, mostraría o diría un quinceañero.

Que los protagonistas emanen autenticidad no implica realismo. Sucede que Pedro y Agustina saben poco sobre la interacción con el sexo opuesto. Todo ese hueco informativo es terreno fértil para la construcción de la fantasía, algo en lo que la película se apoya para deshacerse de cualquier atisbo de verosímil apostando una estética artificiosa que refuerza la idea de un relato atemporal. ¿En qué época transcurre Amor urgente? Imposible saberlo: tranquilamente podría transcurrir en los años ‘40 o principios de los ‘80. Lublinsky filmó todas las escenas en un estudio y con las distintas locaciones pueblerinas (aulas, habitaciones, exteriores campestres) proyectadas de fondo mediante una técnica llamada retroproyección. Es la misma que se usaba en la época del cine clásico cuando, por ejemplo, dos personajes chalaban en un auto mientras por detrás se dibujaban los contornos del paisaje. Ese recurso es combinado con un humor solapado, casi deadpan, que explota en la interacción entre sus frágiles e inocentes protagonistas. Una fragilidad e inocencia que transportan al espectador a un pasado donde lo real y lo imaginado, lo concreto y lo proyectado, van de la mano, juntos a la par, hasta el infinito y más allá.