El lugar común alienta que todo lo que sea Spinetta está bien y todo lo que sea Macri, mal. Que el sello de Luis Alberto es una garantía de confianza y el de Mauricio (o Franco, ya da igual) precisamente lo contrario. La película Soledad, estrenada el jueves pasado, tiene dirección de una Macri y protagónico de una Spinetta, y articula ambos estereotipos, los dinamiza y los magnifica, como si fuera a través de un microscopio. De eso se habla estos días con una potencia riesgosa: la discusión se imbrica tanto que, en cierto punto, amenaza con dejar en segundo plano a Soledad Rosas, esa joven de Barrio Norte con ambiciones románticas, aspiraciones anarquistas y una vida fugaz que encontró en Italia un nuevo sentido en 1997. Y también su fin un año después, cuando decidió colgarse en el baño de una granja a la cual había sido confinada para purgar una condena por un atentado del cual –se confirmó después– jamás había participado.

Hace 20 años, la brusca muerte de Soledad (el 11 de julio de 1998, a sus 24 años) atrajo esa frase erróneamente atribuida a James Dean: la de vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver. El de ella sirvió para darle un halo místico a los movimientos anarquistas europeos que, a diferencia de los de principios del siglo XX que se irrigaron en Argentina por la potencia migratoria, ya no se originan en espacios fabriles con propósitos gremiales sino que anidan en uno de los pocos márgenes que el sistema habilita: los edificios abandonados, esos elefantes blancos que evidencian tanto los fastuosos proyectos habitacionales truncos como los problemas habitacionales de las grandes metrópolis del mundo. Tras su suicido, la Sole dejó de ser carne de lucha y se volvió tela de bandera porque, al fin y al cabo, toda organización colectiva necesita un rostro individual que le de expresión humana a ideas abstractas.

El filme, sin embargo, no parece muy interesado en reflejar este movimiento conflictivo y voluminoso que expresa también una de las caras de la contracultura joven actual en tiempos de posmodernidad líquida y carencia de referencias ideológicas. La intención, como en tantísimas otras ocasiones del cine, es la de valerse de una figura cautivante y trágica para vender entradas, lo que de momento tampoco logra obtener, pues Soledad parece generar más interés en los foros que en las salas. Agustina Macri, formada como socióloga en la UBA, se lanzó a su opera prima de ficción después de dirigir un documental sobre usos y costumbres de la carne en Argentina (Carnacalipsis), y de asistir a Oliver Stone en la película biográfica inspirada en el espía yanqui Edward Snowden. Para Vera Spinetta, que cuenta con una profusa trayectoria actoral en tele, éste es su primer protagónico en el cine comercial.

En una entrevista reciente, Agustina Macri definió a Soledad como “una heroína” o “un personaje que tuvo una voz muy potente”. La película, sin embargo, parece deshilarse en un personaje que se crió en una casa de clase media, estudió Hotelería en la Universidad de Belgrano, recibió de sus padres un viaje a Europa con todo pago tras graduarse, e ingresó en un edificio tomado por squatters en Turín como quien entra a un parque de diversiones para vivir experiencias inéditas.

Si el anarquismo procura pulverizar el individualismo al cual nos somete la lógica del mercado en pos de un proyecto colectivo, este filme cae en la trampa de desandar justamente el camino contrario: la buena de Sole (que “se fue de lo linda que era”, según cantó alguna vez el Indio Solari) parece reducida a una piba que abandonó el seno familiar únicamente impulsada por sus deseos personales, los cuales además se coronan con el suicidio como un desenlace egoísta que desoye lo que le imploran su hermana o sus compañeros de organización. Más que el análisis y la revulsión que le provocó el hallazgo del ideario anarquista (siempre poderoso, polémico, cautivante), el nudo del film se trenza sobre su historia de amor con el italiano Edoardo Massari, a quien acompañó durante un año en distintas propiedades tomadas, luego en la cárcel y, finalmente, también en la decisión de suicidarse con pocas semanas de diferencia en el baño de sus cautiverios.

El esfuerzo de Vera Spinetta por darle credibilidad a su papel es valioso y notable, pero no honra los pliegues y la profundidad de la mutación ideológica que Soledad experimentó en esa transición entre la nena bien y apolítica de Barrio Norte y una anarquista cuyas acciones concretas esta película resume a dos momentos inocentes: uno cuando con sus camaradas intentan robar cables de cobre en una estación de tren y otro cuando opina en una especie de asamblea que sería “una idea bellísima” que todos se mudaran a un edificio más grande para compartirlo con otros anarquistas. El espectador que no conoce su historia real puede creer que Sole lo mismo se inspiró en el libertario Errico Malatesta como en libros de autoayuda; y eso puede mostrarla como revolucionaria social o como una entrepreneur de aventuras sin conciencia política.

La película tiene a favor una buena fotografía y locaciones pertinentes (a pesar de que el rodaje tuvo que mudarse de la Turín original a la cercana Génova por protestas de anarquistas italianos), además de la seductora historia de todo joven sometido por un sistema que intenta enfrentar incluso al precio de entregar su vida. El tema es con qué pericia se trabaja un relato complejo y profundo para que no termine pasteurizado por las necesidades del cine comercial. ¿Qué data baja la película Soledad sobre la anarquista Soledad? ¿Cuánto del guión puede servirle como inspiración a cualquier joven que procure abandonar una vida que mata el tiempo a lo bobo para entregarse a una lucha que valga la pena?

Si a la película se la despoja del “contexto Soledad”, quedaría reducida al estante de las historias de amor que nos emocionan y hasta nos hacen llorar… y no mucho más. “Sentí en algún momento que entre las tres éramos una en el proceso creativo”, le dijo Agustina al diario La Nación, centenaria tribuna de doctrina. Algo que la buena de Vera asintió pero no así la linda de Sole, forzada a ser narrada en coquetas salas a las que, de seguir viviendo, probablemente jamás iría.