Ella se presenta para hablar de su padre muerto. De la imprenta perdida en el arrebato de sus medios hermanos. La familia y sus apropiaciones, de las batallas que están allí para mantenernos atadas a un temblor familiar.

En Imprenteros Lorena Vega consigue hacer de lo que falta una continuidad de situaciones enlazadas por su relato. La palabra de la autora, protagonista de los hechos reales, opera como una interrupción de la ficción recreada o, tal vez, ese volver a los sucesos desde la actuación sea la verdadera intervención que el teatro realiza sobre los recuerdos. Suerte de biodrama que hace del testimonio, de los documentos gráficos, de las fotos, la marca de una serie de conductas que la actriz, también desplazada hacia el rol de directora, lee para desmenuzar el drama familiar y convertirlo en una pequeña epopeya.

El padre, galán del conurbano instalado en su imprenta, será el personaje que ella va a exhibir en sus acciones, protegidas por el discurso de la hija que acerca comentarios a los intérpretes en un plan de dirección integrado a la puesta. Un poco como si los hechos se estuvieran ensayando en ese momento, lo que le da a Imprenteros una dosis de presente, de instante único que no parece estar invadido por la repetición del teatro. 

Si Ricardo Piglia sostenía que la literatura entrañaba una relación hiriente e indeterminada con el dinero, aquí Vega hace del vínculo con el padre una trama literaria sometida a cierta persistencia por el valor de las cosas. A la necesidad de saber cuánto gastó su padre en las tarjetas para su cumpleaños de quince, a esa plata ahorrada que nunca le devolvió, a las deudas que tuvo que pagar como momentos que Vega expone sin interpretarlos, casi como si en ellos pudiera leerse la identidad de una época, de una manera esquiva de ser padre y de las condiciones sobre las que la hija triunfa en la saga familiar al transformar en arte cada pieza de su vida.

El recorte preciso que hace de su cumpleaños de quince, cuando su madre se preocupa por encontrar en todo momento un compañero para el vals, para que la ausencia del padre sea borrada o simplemente entendida como algo que puede repararse si se invierte la voluntad adecuada. Esa que en la madre implica

la cualidad de no descansar nunca para que la felicidad aparezca encendida en un brindis, en todas aquellas cosas que quedarán para designar la materia de una armonía en la que la hija encuentra la escritura del conflicto. Vega construye una dramaturgia sumamente inteligente, un montaje de su vida que asombra por la distancia con que puede involucrarse con los hechos y por la sutileza para elegir situaciones que hablen por si mismas.

Imprenteros no es catártica, en el sentido que aquí no hay una emoción a descargar sino un tributo a la propia vida con todas sus imperfecciones, con todo aquello que pudo hacernos mal. La sabiduría de Vega está en desdramatizar sin llevar la historia a una liviandad frágil. Ella asume el conflicto pero sale gallarda, con las armas que su conocimiento del teatro le brindan como la mejor escafandra. 

En las entrevistas, en el modo en que Sergio Vega se planta en el escenario desde una concepción de la actuación que tiene algo de documental y de cierta espontaneidad lograda por el vínculo con su hermana, hay una autoría que llega a una instancia preciosa en la coreografía final donde todos reproducen el mecanismo de trabajo de la imprenta. Porque lo que ella quiere es recuperar esos sonidos, esas imágenes únicas. Volver al territorio donde la vida fue descubierta como una experiencia mágica que nunca negaba alguna cuota de desilusión. 

Imprenteros se presenta los martes a las 20 en el Centro Cultural Ricardo Rojas.